Promesa de sangre (versión latinoamericana). Brian McClellan

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Promesa de sangre (versión latinoamericana) - Brian McClellan Los magos de la pólvora

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Una tarea que bien podría resultar imposible. Pero no, la tensión probablemente era producto de su incipiente jaqueca y del dolor que sentía en la boca del estómago.

      Le faltaba poco para llegar a lo del administrador del correo, cuando se detuvo en una esquina a recuperar el aliento. Sin darse cuenta, había caminado demasiado rápido, respirando con dificultad y con una sensación de peligro acechándolo en el fondo de su mente.

      Apareció corriendo un muchacho de no más de diez años, de esos que gritaban las noticias. Se detuvo en la esquina junto a Adamat y tomó una buena bocanada de aire antes de echar la cabeza hacia atrás y gritar:

      —¡Cayó Manhouch! ¡Cayó el rey! ¡Manhouch irá a la guillotina al mediodía! —Luego se fue hacia la siguiente esquina.

      Adamat se quedó en silencio, anonadado, pero se sobrepuso y se volvió para mirar a los demás, que a su vez iban sobreponiéndose de su propia sorpresa. Él sabía que Manhouch había caído. Había visto la sangre de la camarilla real en la chaqueta de Tamas. Aun así, oírlo decir en voz alta en una calle pública hizo que le temblaran las manos. El rey había caído. Se había forzado un cambio en el país y la gente se vería obligada a elegir cómo reaccionar.

      La conmoción inicial de la noticia pasó. La confusión tomó su lugar, a medida que los peatones cambiaban sus planes en el momento. En la calle, un carruaje dio la vuelta bruscamente. El cochero no vio a la niñita que vendía flores. Adamat corrió, la tomó del brazo y la apartó del camino antes de que los caballos la atropellaran. Sus flores se desparramaron por la calle. Al salir corriendo un hombre empujó a otro y como respuesta fue arrojado al suelo. Comenzó una pelea de puños, que fue interrumpida rápidamente por un policía con su porra.

      Adamat ayudó a la niña a recoger sus flores y luego ella se fue a toda prisa. Él lanzó un suspiro. “Ya comenzó”. Bajó la cabeza y siguió caminando hacia la administración del correo.

      Tamas se encontraba en el balcón del sexto piso, frente a la enorme plaza de la ciudad llamada el Jardín del Rey. Sentía el viento en el rostro mientras veía cómo se iba juntando una multitud. Sus dos sabuesos dormían a sus pies, ajenos a la importancia de ese día. El mariscal llevaba puesto su uniforme de gala recién planchado; azul oscuro con hombreras de oro, y botones de oro con forma de un pequeño barril de pólvora. Los puños, la solapa y el cuello eran de terciopelo rojo; el cinturón, de cuero negro. Ante la insistencia de sus ayudantes, se había puesto las medallas: estrellas doradas, plateadas y violetas, de varias formas y tamaños, otorgadas por media docena de sahs gurlos y reyes de los Nueve. Tenía su sombrero bicornio bajo el brazo.

      El sol apenas asomaba por encima de los techos de Adopest, pero él calculó que ya habría unas mil quinientas personas allí abajo, mirando cómo se construía la hilera de guillotinas. Se decía que el Jardín podía albergar a cuatrocientas mil personas, la mitad de la población de Adopest.

      Lo averiguarían esa misma mañana.

      Su mirada atravesó el Jardín y se posó sobre la torre que se elevaba como una espina contra el cielo matutino. Diente Negro había sido construido por el padre de Manhouch, el Rey de Hierro, como una prisión para sus enemigos más peligrosos, y como una advertencia para todos los demás. Su edificación había llevado casi la mitad de los sesenta años que duró su reinado, y el color de la torre era lo que le había dado su apodo al Rey de Hierro. Era el triple de alto que cualquier otro edificio de Adopest, y era horrible: un clavo de basalto que parecía arrancado de las páginas de una leyenda anterior a la Era de Kresimir.

      En ese momento, Diente Negro estaba lleno a su máxima capacidad con casi seiscientos nobles y muchas de sus esposas e hijos mayores, junto con otros quinientos cortesanos y dignatarios reales que no eran confiables. Cuando Tamas cerraba los ojos, le parecía oír lamentos de angustia, y se preguntaba si era su imaginación. La nobleza sabía lo que se le venía encima. Lo sabía desde hacía un siglo.

      La puerta emitió un chasquido detrás de él, y se volvió. Un soldado salió al balcón. Su uniforme azul con cuello plateado combinaba con el de Tamas. Tenía un triángulo de oro de sargento en la solapa, y las tiras de servicio sujetas en el pecho indicaban diez años. Parecía tener más de treinta. Llevaba una barba color café perfectamente recortada, a pesar de que el reglamento militar prohibía su uso, y tenía el cabello corto por encima de las orejas. Tamas le hizo un gesto con la cabeza.

      —Olem reportándose, señor.

      —Gracias, Olem —dijo Tamas—. ¿Estás al tanto de las tareas que necesito que lleves a cabo?

      —Guardaespaldas, sirviente y niño de los recados. Cualquier maldita cosa que se le pueda ocurrir al mariscal de campo. Con todo respeto, señor.

      —Supongo que esas fueron las palabras de Sabon.

      —Sí, señor.

      Tamas reprimió una sonrisa. Este hombre podía llegar a caerle bien. Demasiado suelto de lengua, quizás.

      Una delicada columna de humo se elevaba por detrás del soldado.

      —Olem, ¿tienes fuego en la espalda?

      —No, señor.

      —¿Y ese humo?

      —Mi cigarrillo, señor.

      —¿Cigarrillo?

      —Es la última moda. Un tabaco tan bueno como el rapé, señor, y a mitad de precio. Viene desde Fatrasta. Los armo yo mismo.

      —Hablas como un vendedor. —Tamas comenzó a sentir cierta irritación.

      —Mi primo vende tabaco, señor.

      —¿Por qué lo escondes detrás de ti?

      Olem se encogió de hombros.

      —Usted es abstemio, señor, y es bien sabido entre sus hombres que tampoco permite el tabaco.

      —Entonces, ¿por qué lo escondes detrás de ti?

      —Estoy esperando que se voltee para poder fumarlo, señor.

      Al menos era sincero.

      —Una vez hice azotar a un sargento por fumar en mi tienda. ¿Por qué piensas que a ti te trataré distinto? —Eso había sucedido hacía veinticinco años, y Tamas había estado a punto de perder su rango a causa de eso.

      —Porque quiere que yo le cuide la espalda, señor —respondió Olem—. Por lógica, no le dará una paliza al hombre que espera que lo mantenga con vida.

      —Ya veo —dijo. Olem no había sonreído en absoluto. Tamas llegó a la conclusión de que efectivamente este hombre le caía bien. A su pesar.

      Se observaron mutuamente durante unos momentos. Tamas no podía evitar mirar la columna de humo que se elevaba por detrás del soldado. Entonces le llegó el olor. No era terriblemente desagradable, era menos acre que la mayoría de los cigarros, pero no tan agradable como el tabaco de pipa. Incluso tenía un dejo de menta.

      —¿Tengo el trabajo, señor? —preguntó Olem.

      —¿Es cierto que no necesitas dormir?

      Olem se tocó el centro de la frente.

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