Promesa de sangre (versión latinoamericana). Brian McClellan

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Promesa de sangre (versión latinoamericana) - Brian McClellan Los magos de la pólvora

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las cinco —dijo. Elevó la llama de la lámpara y retiró las mantas—. Levántate. Se irán a la casa de Offendale.

      Faye tomó las mantas y se las llevó al pecho.

      —¿Qué te sucede? ¿Qué casa de Offendale?

      —La que compramos apenas ingresé en la fuerza. Por si tú y los niños llegaban a estar en peligro.

      Faye se incorporó.

      —Pensé que la habíamos vendido. Yo… Adamat. ¿Qué sucedió? —Un dejo de preocupación resonó en su voz—. ¿Es por lo de la familia Lourent? ¿O por un caso nuevo?

      La familia Lourent lo había contratado para que investigara el escabroso pasado del pretendiente de su hija menor. Todo el asunto terminó mal cuando Adamat se vio forzado a exponer al joven como un farsante.

      —No, no es el caso Lourent. Es algo mucho más grande. —Se volvió al oír unas pisadas suaves en el corredor—. Astrit —dijo con suavidad. Su hija menor llevaba un perro de peluche deshilachado bajo el brazo. Tenía puesto el camisón y un par de pantuflas viejas de Faye que le quedaban demasiado grandes. En la penumbra parecía una versión diminuta de su madre. Inclinó la cabeza con curiosidad—. Ve por tu abrigo de viaje, querida. Te irás de paseo —le dijo Adamat.

      —¿Tendré que usar vestido? —preguntó ella.

      Él forzó una sonrisa.

      —No, amor, solo ponte el abrigo encima del camisón. Te irás muy pronto. No olvides los zapatos.

      Ella le sonrió y se fue dando brincos por el vestíbulo, con el viejo perro de peluche colgado de una mano. Sus hermanos mayores la miraron con extrañeza a medida que fueron saliendo de las habitaciones.

      —Josep —le dijo Adamat a su hijo mayor—. Haz que tus hermanos estén listos para partir. Rápido. Que empaquen una maleta para algunas semanas.

      El muchacho era un joven serio, acababa de cumplir dieciséis años y estaba de vacaciones escolares. Frotó nervioso el anillo que tenía en el dedo; era un regalo que le hizo el padre de Adamat antes de morir, y el joven rara vez se lo quitaba. Esperó un momento por una explicación. Cuando entendió que no obtendría ninguna, asintió con la cabeza y llevó a sus hermanos de vuelta a las habitaciones.

      “Buen muchacho”. Adamat se volvió hacia Faye, que ahora estaba sentada en la cama. Ella se pasó una mano por el cabello y se desenredó algunos nudos.

      —Más vale que tengas una buena explicación —dijo—. ¿Qué ha sucedido? ¿Están en peligro los niños?, ¿o tú? ¿Tiene que ver con algún trabajo nuevo? Te dije que dejaras de fisgonear a las esposas de los nobles y de meterte en los asuntos de los demás.

      Adamat cerró los ojos.

      —Soy un investigador, querida. Meterme en los asuntos de los demás es mi trabajo. Habrá disturbios. Quiero que tú y los niños estén fuera de la ciudad en menos de una hora. Es solo una precaución, por supuesto.

      —¿Por qué habrá disturbios?

      Condenada mujer. Lo que daría él por una esposa obediente.

      —Ha habido un golpe de estado. Manhouch irá a la guillotina al mediodía.

      Adamat tuvo la breve satisfacción de ver su expresión de sorpresa. En un instante ella se puso de pie y se dirigió al armario. Él la observó por un momento. Tenía el cuerpo más angular que antes; los codos puntiagudos y la piel arrugada en lugar de las curvas suaves y los rollitos adorables. Los años que habían pasado desde que él se retiró de la fuerza no habían sido gentiles con Faye, y ya no era tan hermosa como en su juventud. Adamat se imaginó a sí mismo. No era quién para juzgar. Era más bien bajo, se estaba quedando calvo y su cara redonda se había ido afilando a lo largo de los años; su barba y bigote habían perdido volumen. Ya no era tan joven como antes. Aun así se mordió el labio inferior al mirar a Faye, pensando en ciertas acciones que tendrían que esperar algún tiempo.

      Ella se volvió, y vio que él la miraba.

      —Tú vendrás con nosotros, ¿verdad? —dijo.

      —No.

      Ella hizo una pausa.

      —¿Por qué no?

      Debería mentir. Decirle que tenía compromisos previos.

      —Me he… involucrado.

      —Ay, no. Adamat, ¿qué abismos hiciste?

      Él reprimió una sonrisa. Amaba oírla maldecir.

      —No de esa manera. No. La llamada de hoy. El mariscal Tamas tiene un trabajo para mí.

      Ella frunció el ceño.

      —Solo él tendría el coraje de derrocar a un rey. Bueno, deja de sonreír, consigue un carruaje y ayuda a los niños con los zapatos. —Le hizo un gesto con la mano para que se moviera—. ¡Vamos!

      Veinte minutos después, Adamat observaba a su familia subir a un par de carruajes. Pagó a los cocheros y se quedó un momento con su esposa.

      —Si notas que los disturbios se acercan, no dudes en llevar a los niños a Deliv. Iré a buscarlos cuando las cosas se hayan calmado.

      El rostro de Faye, usualmente severo y en firme desaprobación, de pronto se suavizó. Volvió a ser joven a los ojos de Adamat, una niña preocupada que espera que su amante aparezca por los caminos a medianoche. Ella se inclinó hacia adelante y lo besó con ternura en los labios.

      —¿Qué les digo a los niños?

      —No les mientas —dijo Adamat—, ya son lo suficientemente grandes.

      —Se preocuparán. Sobre todo, Astrit.

      —Por supuesto —asintió él.

      Faye se sorbió la nariz.

      —No he estado en Offendale desde que fuimos de vacaciones después del nacimiento de Astrit. ¿La casa está en buen estado?

      —Será pequeña, cálida. Pero segura. ¿Recuerdas las contraseñas? La oficina de correos está en el pueblo de al lado. Le enviaré una carta a Saddie para pedirle que te lleve el correo.

      —¿Es necesario todo eso? —preguntó Faye—. Pensaba que solo serían disturbios.

      —Tamas es un hombre peligroso —dijo Adamat—. Yo no… —Hizo una pausa—. Es solo una precaución. Dame el gusto.

      —Claro. Cuídate.

      Él le devolvió el beso, luego se acercó a las ventanillas de los carruajes y besó a cada uno de sus nueve hijos, le dio dos besos a los mellizos. Se detuvo frente a Astrit y se puso de rodillas en el suelo del carruaje para mirarla a los ojos.

      —Se irán por un par de semanas. La ciudad se volverá un poco peligrosa.

      —¿Por qué no vienes tú? —preguntó ella.

      —Tengo

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