Promesa de sangre (versión latinoamericana). Brian McClellan

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Promesa de sangre (versión latinoamericana) - Brian McClellan Los magos de la pólvora

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style="font-size:15px;">      Él le pasó un dedo por la mejilla.

      —Sí —le dijo—. Está fresco. Mejor entro en casa antes de que me enferme. ¡Que tengan un buen viaje!

      Cerró la puertecilla del carruaje y se quedó de pie en la calle viéndolos alejarse hasta que doblaron una esquina. Había muchas razones por las que iba a echar de menos a Faye. Cuando se trataba de sus investigaciones, ella era más que una esposa para él. Era una compañera. Tenía una gran red de amigos y conocidos, y sabía cómo extraerles el chismorreo y obtener información que ni siquiera él podría conseguir.

      Se dirigió a la casa, pero se detuvo un instante al ver movimiento en una puerta de la acera de enfrente. Un joven con una chaqueta larga y rígida apareció entre las sombras y se fue caminando en dirección opuesta a la de los carruajes. Echó una mirada hacia Adamat y redobló la velocidad.

      Adamat lo observó fijamente para asegurarse de que aquel desconocido sintiera su mirada. Uno de los matones de Palagyi, sin dudas. Pronto volvería a tener noticias suyas. Entró a la casa, cerró la puerta con llave y fue de inmediato al estudio. Buscó en las gavetas de su escritorio hasta que encontró una resma de papel carta.

      Cuando terminó la última carta, el sol finalmente había llegado a la ventana del estudio, asomando por encima de las casas y las montañas distantes. Le dolía la mano de tanto escribir, y la vela ya estaba casi consumida. Bostezó y dejó que su mente vagara por un momento, y entonces le llegó a los oídos el débil chirrido de metal contra metal.

      Colocó la pila de cartas en una de las gavetas del escritorio y la cerró con llave. Tomó su bastón y lo giró hasta que emitió un chasquido, luego caminó por la casa tratando de ubicar el sonido. Llegó a una puerta trasera, vieja y pequeña, que daba a un enrejado cubierto de malas hierbas en el pequeño claro que hacía las veces de jardín entre su casa y la de atrás. Al jardín se podía llegar desde la casa en sí o desde un pequeño pasillo que corría entre ambas casas, donde había una puerta cerrada con llave.

      Adamat abrió la puerta de un tirón, bastón en mano. Tres hombres se lo quedaron mirando. Dos de ellos llevaban ropa gastada y las sencillas gorras de los trabajadores callejeros. El primero tenía las rodillas y las mangas manchadas de negro, probablemente por palear carbón en un horno; el segundo, el de las ganzúas, llevaba prendas demasiado grandes para él, la típica costumbre de un ladrón callejero que necesita ocultar varios objetos. El tercer hombre llevaba prendas ostentosas, un abrigo gris encima de un chaleco de un negro inmaculado, y sus zapatos estaban tan lustrados que uno podría mirarse los dientes en su reflejo.

      El ladrón se encontraba de rodillas frente a la puerta.

      —Están haciendo tanto ruido que bien podrían haber llamado a la puerta —dijo Adamat. Suspiró, bajó el bastón y le habló al mejor vestido de los tres—. ¿Qué quieres, Palagyi?

      Palagyi parecía estar sorprendido de verlo allí. Se acomodó unos lentes redondos, que se sostenían más de sus regordetas mejillas que de su delgada nariz. Era un hombre realmente extraño, con un cuerpo que parecía más propio de un circo que de cualquier otro lado. Tenía una barriga redonda que le colgaba por encima del cinturón, pero sus brazos y piernas eran delgados como una ramita, como una bala de cañón con palitos por brazos.

      Era un viejo matón callejero que tenía suficiente crueldad para mantener negocios legítimos, pero no la suficiente inteligencia para dejar atrás su faceta más oscura. El hombre adecuado para ser banquero.

      Adamat catalogó mentalmente sus antecedentes penales en un instante.

      —Se rumoreaba que habías huido de la ciudad —dijo Palagyi.

      —¿Por “rumor” te refieres a lo que te contó el endogámico que has tenido rondando cerca de mi casa las últimas semanas?

      —Tengo motivos para vigilarte. —De hecho, parecía molestarle que el inspector siguiera allí.

      Adamat dio un suspiro sufrido y vio que el otro apretaba los dientes. Palagyi odiaba que no se lo tomara en serio. Casi no había cambiado desde sus días de usurero ebrio.

      —Me quedan dos meses para saldar mi deuda.

      —Es absolutamente imposible que juntes setenta mil kranas en dos meses. Entonces, cuando me entero de que tu familia se va de la ciudad en medio de la noche, mi conclusión es que quizás tomaste el camino más cobarde y decidiste huir.

      —Ten cuidado de a quién llamas cobarde —dijo y apuntó con el bastón hacia ellos.

      Palagyi se estremeció.

      —Me diste la última paliza hace mucho tiempo —dijo—, y ya no tienes la protección de la policía. Ahora eres uno de nosotros, una ordinaria rata de alcantarilla. No deberías haberme pedido un préstamo. —Se rio. Su risa era un ruido metálico que puso nervioso a Adamat.

      Esta vez le tocó a él apretar los dientes. No había tomado un préstamo con Palagyi, sino con el banco que pertenecía a un amigo. Uno que no resultó ser no tan buen amigo cuando le vendió el saldo a Palagyi por casi un ciento cincuenta por ciento de su valor. Palagyi había triplicado los intereses de inmediato y se había sentado a esperar que la nueva editorial de Adamat quebrara. Que era lo que había sucedido.

      Palagyi se limpió una lágrima de risa y resopló.

      —Cuando me entero de que un deudor envió a su familia fuera de la ciudad a pocos meses de que venza su préstamo, me involucro personalmente.

      —¿Y tratas de entrar a su casa por la fuerza? —dijo Adamat—. No puedes quitarme todo y echarnos a la calle hasta después de vencido el período acordado.

      —Quizás me he vuelto ambicioso. —Palagyi sonrió levemente—. Ahora bien, necesitaré que me digas dónde está tu familia, así puedo ir a ver si siguen ahí.

      Adamat habló con los dientes apretados.

      —Están en la casa de mi primo. Al este de Nafolk. Ve a ver todo lo que quieras.

      —Bien. Lo haré —dijo Palagyi. Se volvió para irse, pero se detuvo bruscamente—. ¿Cómo se llama tu hija? La menor. Creo que haré que uno de mis muchachos la traiga de regreso, por si intentas escabullirte en uno de esos nuevos barcos de vapor y escapar hacia Fatrasta.

      El hombre apenas tuvo tiempo de moverse antes de que el bastón de Adamat lo golpeara en el hombro. Lanzó un grito y cayó hacia el jardín. El paleador de carbón le dio un puñetazo a Adamat en el estómago.

      El inspector se dobló por el dolor. No había contado con que aquel hombre fuera a golpearlo tan rápido ni tan fuerte. Casi soltó el bastón, y apenas pudo mantenerse en pie.

      —¡Te denunciaré a la policía! —gimoteó Palagyi.

      —Inténtalo —resopló Adamat—. Todavía tengo amigos en la fuerza. Te sacarán a la calle a risotadas. —Recuperó la compostura y retrocedió lo suficiente para poder dar un portazo—. ¡Vuelve dentro de dos meses! —Cerró la puerta con llave y echó el cerrojo.

      Adamat se sostuvo el estómago y caminó con dificultad al estudio. A causa del golpe, tendría indigestión por una semana. Rogó que no estuviera sangrando.

      Pasó unos minutos recuperándose antes de juntar las cartas y salir a las calles. Percibía la creciente

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