Autorretrato de un idioma. Группа авторов

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Autorretrato de un idioma - Группа авторов страница 28

Autorretrato de un idioma - Группа авторов

Скачать книгу

style="font-size:15px;">      «Para que los indios aprendan castellano» constituye una fuente clave para comprender las regulaciones eclesiásticas destinadas a la castellanización de los pueblos de indios de la Nueva España en el siglo XVIII. El contexto político y económico en que se produjo este documento está dado por la orientación que tuvo la empresa colonial a partir de la Recopilación de las Leyes de Indias (1680) y culminó con el establecimiento de un nuevo sistema de gobierno para la América española: el régimen de Intendencias (1776-1786). En este marco y con la casa de Borbón a la cabeza de la corona de Castilla se fueron estableciendo medidas cada vez más puntuales para hacer efectiva la enseñanza y el aprendizaje de la lengua castellana, la generalización de su empleo en las esferas del gobierno civil y eclesiástico y la reducción del número de intérpretes, intermediarios imprescindibles que no gozaban de la confianza de las autoridades españolas. Elaborada por el arzobispo Lorenzana, la «Pastoral V. Para que los indios aprendan castellano» presenta un diagnóstico sobre las causas y efectos de la vitalidad del multilingüismo amerindio, así como un conjunto de propuestas para eliminar los obstáculos que impedían el despliegue exitoso de la empresa castellanizadora.

      Los prelados españoles al servicio de Felipe V, Fernando VI, los arzobispos José Lanciego y Eguilaz (1655-1728), Manuel Rubio y Salinas (1703-1765) impulsaron medidas lingüísticas disciplinares más estrictas para controlar las actividades de la clerecía de la diócesis de México. De manera selectiva ordenaron a los párrocos bajo su jurisdicción que establecieran «escuelas de castellano» en parroquias y conventos, idearon distintas formas para su mantenimiento, vigilaron sus actividades, así como sus recursos. Lanciego y Eguilaz puso énfasis en el cumplimiento de los reglamentos para examinar la calidad y el destino de los numerosos clérigos que aspiraban al ordenamiento a «título de idioma» (subdiáconos, diáconos y presbíteros), encargados de predicar y administrar los sacramentos en lenguas indígenas. Su sucesor, Rubio y Salinas llevó a cabo la mayor empresa de secularización de las doctrinas en manos del clero regular (franciscanos, dominicos y agustinos) y ordenó el empleo exclusivo del castellano en la enseñanza de la doctrina y en cualquier otro acto eclesiástico.

      Las medidas que tomaron estos arzobispos pusieron sobre la mesa de debate la legislación lingüística vigente: las cédulas reales derivadas de la Ordenanza de Patronato (1574) y las constituciones del III Concilio Mexicano (1585). En sendas normativas se condicionó la provisión de parroquias de indios al conocimiento de las lenguas indígenas habladas en la respectiva jurisdicción. Este requisito, que en su origen respondió a la estrategia multilingüe del papado para la evangelización y al proyecto misionero de división de la sociedad en dos repúblicas (asentamientos y legislación diferente para indios y españoles), era extensivo para el clero regular y secular.

      A dos siglos de distancia de la emisión de estas regulaciones, la Nueva España había experimentado cambios profundos tanto en el paisaje urbano y rural como en la población (número, estratificación, composición étnica y complejidad lingüística). En el siglo XVIII, la diócesis de México tenía una considerable extensión, ocupaba los actuales estados de México, Morelos, Hidalgo, gran parte de Querétaro, una fracción de Guanajuato, la franja central de Guerrero y las sierras huasteca y veracruzana. En las villas y ciudades, principalmente en la de México, en la jurisdicción de un mismo curato residían españoles, criollos, indios, negros y castas. En el extenso mundo rural, las parroquias atendían al mayor número de la feligresía, constituida por centenares de pueblos de indios (cabeceras y sujetos) y misiones. En estos asentamientos se hablaban otras tantas variedades dialectales de las cinco macro lenguas registradas hasta ese momento: mexicano (náhuatl), otomí, mazahua, tepehua y totonaca, además de numerosas lenguas y dialectos de menores dimensiones demográficas.

      Carlos III nombró a Francisco Antonio Lorenzana y Buitrón (n. León, España 1744 y m. Roma, Italia 1804) arzobispo de la diócesis de México (1766-1772). Respaldado por una amplia experiencia en el gobierno diocesano en España, estuvo a cargo de reorganizar la administración y las finanzas de la Iglesia novohispana. Durante su estancia en la Nueva España, Lorenzana no solo protegió los derechos y atribuciones que poseían los monarcas en el orden eclesiástico sino, además, por su adhesión a la tendencia regalista de la época, favoreció el aumento del poder real absoluto. Actuó al lado del visitador real José de Gálvez (1720-1787) y del virrey Francisco de Croix (1699-1786) en la expulsión de los jesuitas (1767), continuó con la secularización de parroquias, iniciada por Rubio y Salinas, y puso en marcha profundos cambios administrativos en la diócesis de México. Componente sustantivo de su programa reformista fueron las estrategias diseñadas para hacer efectiva la generalización del castellano.

      Las actividades que realizó Lorenzana durante los seis años de estadía en la Nueva España dan muestras claras de su experiencia y expectativas como eclesiástico, jurista, administrador e historiador, inspirado en un ambiente racionalista e ilustrado. Sus habilidades e intereses se materializaron en este corto período de tiempo con una amplia producción: la elaboración del Plan de División Territorial de las Parroquias (1767) y el Padrón de Comulgantes (1768), resultado de la consulta de los archivos eclesiásticos en España y en la diócesis de México, así como de las observaciones y entrevistas que realizó durante la Visita pastoral; la realización de una nueva edición de las constituciones de los tres primeros Concilios Mexicanos (1555-1565-1585), obras publicadas en 1769 y 1770; la composición de Historia de la Nueva España (1770) y los preparativos para la celebración del IV Concilio Mexicano. De manera paralela a estas labores, se dio a la tarea de redactar y difundir numerosas disposiciones disciplinares y doctrinales con la finalidad de depurar las actividades pastorales de la clerecía. La reunión y publicación de este último conjunto de disposiciones conformaron el volumen Cartas Pastorales y Edictos (1770).

      Desde los inicios de su prelacía en México, Lorenzana manifestó su desconfianza hacia los «clérigos ordenados a título de idioma». La mayoría de estos párrocos eran mestizos e indígenas, pertenecían al bajo clero, se desempeñaban como vicarios (ayudantes) de los curas titulares de las parroquias; muchos de ellos carecían de empleo fijo y además era común que sirvieran de intérpretes. En su primera Carta Pastoral (1766), el arzobispo se refirió «a los padres lengua», señalando que muchos de ellos no tenían «suficiencia y literatura» ni tampoco trabajo estable: «los vemos mendigar». En las Reglas para que los naturales de estos reinos sean felices en lo espiritual y temporal (1768) les solicitó que difundieran este texto entre sus feligreses, «si fuese necesario en Idioma, y si no acostumbrarles el Castellano», al ser labor suya persuadir a los indios para que asistieran a las escuelas y explicarles cuáles eran las ventajas de hablar y escribir en castellano (erradicar su ignorancia, cuidar sus bienes, ampliar la compra y venta, participar en el gobierno de sus pueblos y comunicarse directamente con sus superiores). En las notas que acompañan la nueva edición de los Concilios Mexicanos I y II, el arzobispo dejó asentado que los «clérigos lengua» eran «enemigos del bien de los naturales, de su felicidad y racionalidad» y así también «perturbadores del gobierno eclesiástico». Su falta de disciplina era ostensible al no encauzar a los feligreses al aprendizaje de la lengua castellana.

      El virrey F. de Croix colaboró con Lorenzana, al solicitarle que cumpliera a cabalidad con las instrucciones que había dado la cédula real de 1754, tres lustros antes, a las autoridades eclesiásticas. Esta cédula presentaba de manera selectiva y sucinta distintas disposiciones registradas en Las Leyes de Indias (1680), destacando, por una parte, la desconfianza y las dificultades habidas por el empleo de las lenguas indígenas en las labores pastorales (gran número de lenguas, insuficiencia de las cátedras instituidas y dudosa calidad de las traducciones de los textos catequéticos) y, por otra, la persistente petición hecha a los ministros eclesiásticos para que contribuyeran a la enseñanza del castellano. Los medios recomendados para tal efecto eran: emplear maestros o sacristanes para «los indios que voluntariamente la quieran aprender», o bien «curas y doctrineros, [que] usando de los medios más suaves, dispongan y encaminen que a todos los indios sea enseñada la lengua española, y en ella la doctrina cristiana».

      La respuesta de

Скачать книгу