Autorretrato de un idioma. Группа авторов

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cuyos futuros ciudadanos debían también ser reflejo de esa pretendida unidad en los ámbitos lingüístico y cultural.

      En efecto, el imaginario nacionalista requería del ensalzamiento de una única lengua común para encarnar el espíritu de la emergente, moderna y uniforme nación española. En consecuencia, el castellano, lengua prestigiosa y prestigiada muy especialmente desde los siglos XVI y XVII, que había gozado de una expansión internacional sin precedentes con el reinado del emperador Carlos I, se alzó victoriosa en el proceso de institucionalización de la cultura monoglósica nacional tanto en la península ibérica como en los dominios conquistados en ultramar, en los cuales, a lo largo del siglo XIX, emergerían las distintas repúblicas hispanoamericanas de la mano de las élites criollas. El resto de las lenguas peninsulares (catalán, gallego, euskera) y americanas3 (quechua, náhuatl, guaraní, aimara, etc.) no tuvieron apenas cabida en los proyectos de construcción de las comunidades nacionales imaginadas a uno y otro lado del Atlántico.4

      La selección de estos textos del siglo XVIII se explica por su importancia desde el punto de vista glotopolítico, en cuanto evidencian la instrumentalización de la lengua española para los fines político-ideológicos del estado —español, primeramente, e hispanoamericanos, posteriormente—, en sus respectivos proyectos de construcción nacional. Estos textos reflejan el metadiscurso surgido en torno al español como única lengua para lograr la unión y cohesión social, a la vez que constituyen muestras evidentes de las medidas explícitas de planificación de corpus y de estatus que situarían al español en una posición superordinada como garante de la participación democrática y activa en la vida pública del estado moderno.

      El primero de los textos no tiene consecuencias jurídicas, dado que forma parte de un borrador para uno de los Decretos de Nueva Planta que Felipe V había solicitado al Consejo de Castilla. Recoge la intervención de dos consejeros: José Patiño, intendente general de Cataluña, y José Rodrigo Villalpando, fiscal del Consejo y secretario de Justicia del monarca. Los textos son, sin duda, muy indicativos de la relevancia del Consejo de Castilla en los designios de la política española. La reforma de este órgano, auspiciada por el jurista Melchor de Macanaz, que ocupaba el cargo de Fiscal General del Consejo desde 1713, fue casi simultánea a la fundación, por iniciativa del Marqués de Villena, de la Real Academia Española (1713), institución que contribuyó, indudablemente, a la iconización del castellano como símbolo nacional. Medina ha analizado la estrecha vinculación entre ambos acontecimientos y el propósito regalista que subyace a los dos eventos, que tuvieron lugar casi simultáneamente por parte de dos reformistas muy próximos al rey: la creación de la RAE como organismo cultural con una solo aparente neutralidad política y la reforma del Consejo de Castilla, institución que, a partir de entonces, no mantendría sus anteriores prerrogativas y sería mucho más dependiente de una monarquía que reforzaba su carácter absolutista.

      En este estado de cosas, cabe poner de relieve que una de las primeras actuaciones del renovado Consejo de Castilla fue, precisamente, la prohibición del empleo del catalán en ámbitos jurídicos, educativos y religiosos, una medida que seguía la misma tónica de uniformización y centralismo que los Decretos de Nueva Planta. De las Reales Cédulas dictadas por Felipe V se han recogido dos textos significativos que aluden a la imposición de las leyes de Castilla en los territorios de la antigua corona de Aragón, cuyos fueros y prerrogativas políticas y judiciales fueron abolidas por haber sido territorios contrarios a su llegada al trono. La entrada en vigor de los Decretos de Nueva Planta (1707 Aragón y Valencia, 1715 Mallorca y 1716 Cataluña), aunque no otorgó una explícita oficialidad a la lengua española, supuso el desplazamiento y marginación del catalán en todos los ámbitos públicos de Aragón, Valencia, Cataluña y Baleares,5 incluida la prohibición de la edición de libros en catalán. Esto no significó, ni mucho menos, la desaparición de la lengua. El catalán continuó siendo la lengua cotidiana de la población —salvo tal vez para la aristocracia y la clase burguesa más elevada— y persistió, como revela Strubell, a lo largo de todo el siglo en los ámbitos litúrgicos y en la educación primaria y secundaria. De hecho, la resistencia tanto entre el clero como entre la población fue manifiesta, según relata el mismo Patiño. En efecto, si bien «las causas en la Real Audiencia se substanciarán en lengua Castellana», según afirma la Real Cédula de 1716 para Cataluña, el catalán siguió empleándose en las administraciones locales y en la documentación notarial. El castellano iría, pues, introduciéndose paulatinamente como orden para los corregidores de una manera más indirecta y soterrada con «las providencias más templadas y disimuladas para que se consiga el efecto sin que se note el cuidado», tal y como parece que había aconsejado al monarca en 1716 José Rodrigo Villalpando en unas «Instrucciones secretas a los corregidores para la aplicación en Cataluña del Decreto de Nueva Planta».

      Fue, sin embargo, Carlos III el monarca que más decidida y explícitamente apostó por el monolingüismo en español. Su manifiesto interés por extender el «idioma general de la Nación» a todos sus confines queda palpable en la Real Cédula de 1768, habida cuenta de que la obligatoriedad de la enseñanza en castellano no se había generalizado en todo el territorio peninsular. Si en la península ibérica se dio una situación diglósica, por la que el resto de las lenguas había visto menguado su prestigio y reducidas sus funciones lingüísticas, su política lingüística de imposición del castellano tuvo, si cabe, una formulación más virulenta y unas consecuencias más funestas con la promulgación de la Pragmática Sanción de 1770 dirigida a las Indias y Filipinas. Como queda patente en el fragmento seleccionado, gran responsabilidad tuvo en la decisión del monarca de fomentar la extinción de las lenguas amerindias el arzobispo de México, Antonio Lorenzana,6 según consta también en las Actas del IV Concilio Mexicano presididas por él.7

      A este respecto, es conocida la ambivalencia de la Corona durante todo el periodo de la colonización en torno a la cuestión de la conveniencia o no de llevar a cabo la evangelización de los indios en las lenguas indígenas, sobre todo en las consideradas lenguas generales (quechua, aymara o náhuatl). Mientras que el Consejo de Indias defendió siempre desde Castilla la asimilación lingüística de los indígenas argumentando que el uso de sus lenguas maternas contribuía al mantenimiento de tradiciones heréticas, idolatrías y supersticiones, las órdenes mendicantes pasaron por alto, hasta bien entrado el siglo XVIII, las diferentes cédulas y prerrogativas reales que los monarcas —desde los mismos Reyes Católicos hasta los Habsburgo— habían propuesto para favorecer la extensión del castellano en el Nuevo Mundo.8 Bien por la dificultad que entrañaba la tarea, bien por ausencia de recursos personales y económicos para acometer la evangelización en español, el propósito de la mayoría de los frailes era la conversión al cristianismo de los indígenas, no su castellanización. Carlos III fue, por lo tanto, mucho menos vacilante que sus predecesores en su orientación hacia la asimilación lingüística en español.

      La política regalista se intensificó también durante el reinado de Carlos III. El monarca redujo considerablemente el poder de la Inquisición y la expulsión de la Compañía de Jesús en 1767 supuso, sin duda, una merma para el dominio de la Iglesia. Las consecuencias de una mayor secularización se dejaron sentir más en América, dada la gran influencia que tenían en el territorio las órdenes religiosas, que habían acumulado mucha riqueza y propiedades y, lo que es muy importante, las cuales ejercían un enorme control sobre la población india: «Las lenguas amerindias fueron el castillo de los misioneros. Su dominio les permitió ser interlocutores necesarios e intermediarios en las relaciones entre la monarquía y sus nuevos súbditos del Nuevo Mundo».9

      En consecuencia, aunque de forma indirecta, la Iglesia dificultó en gran medida la aparición de una conciencia y un sentimiento nacional que llevaba aparejado el uso generalizado de la lengua nacional.10 Por un lado, en España, aunque la institución eclesiástica siguió ejerciendo una gran autoridad, en parte por el monopolio de la enseñanza, hasta bien entrado el siglo XIX, la gran mayoría de la población no tuvo acceso a la educación. Por otro lado, en tierras americanas, el uso y promoción de las lenguas indígenas por parte de las órdenes religiosas

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