Primera luz. Charles Baxter

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Primera luz - Charles  Baxter

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Baxter encontrarán aquí la satisfacción de todas sus esperanzas».

       Madison Smartt Bell

      «Una novela con gran potencia emocional, de una intimidad y una fuerza intelectual desgarradoras».

       Newsday

      «Un libro intrincadamente reflexivo y sencillamente hermoso».

       Los Angeles Times

      «Una lectura placentera de la primera hasta la última palabra por la delicadeza y la verdad de sus percepciones».

       J. M. Coetzee

      Copyright

      Título original en inglés: First Light

      Primera edición en inglés por Viking, 1987

      © 1987, Charles Baxter

      © de la traducción, Jordi Fibla, 2006

      © de esta edición, Fiordo, 2021

      Tacuarí 628 (C1071AAN), Ciudad de Buenos Aires, Argentina

      [email protected]

      www.fiordoeditorial.com.ar

      Dirección editorial: Julia Ariza y Salvador Cristofaro

      Diseño de cubierta: Pablo Font

      ISBN 978-987-4178-44-2 (libro impreso)

      ISBN 978-987-4178-47-3 (libro electrónico)

      Hecho el depósito que establece la ley 11.723

      Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra

      sin permiso escrito de la editorial.

      Baxter, Charles

      Primera luz / Charles Baxter. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Fiordo, 2021.

      Libro digital, EPUB

      Archivo Digital: descarga y online

      Traducción de: Jordi Fibla.

      ISBN 978-987-4178-47-3

      1. Narrativa Estadounidense. 2. Novelas. 3. Literatura Estadounidense. I. Fibla, Jordi, trad. II. Título.

      CDD 813

       Para Mary Eaton y John Baxter

       La vida solo puede entenderse volviendo atrás, pero es preciso vivirla mirando adelante.

      Sören Kierkegaard

PRIMERA PARTE

      1

      El 4 de julio, Hugh acuerda ir en coche a la casa de la señora LaMonte en busca de «los explosivos», como le gusta llamarlos. A medio camino, su hermana emerge de un largo silencio y lo corrige. No son explosivos, dice, solo fuegos artificiales. Juguetes. Hugh mantiene ambas manos cerca de la parte superior del volante, como suelen hacer los hombres cautos y, en un primer momento, no se vuelve para discutir con ella. Durante un minuto entero contempla el panorama de colores propios de la sequía que pasa a su lado, antes de decir en voz muy baja:

      —Sí, eso ya lo sé.

      —¿Qué? ¿Qué es lo que sabes?

      Dorsey está acurrucada en el asiento del acompañante, tiene los pies descalzos levantados y cruzados a la altura de los tobillos sobre el tablero símil cuero y los brazos alrededor de las rodillas; es una compacta masa circular.

      —Sé que no son explosivos —responde él—. Aunque lo cierto es que explotan. Lo dije irónicamente.

      —Ah —dice su hermana. Esta vez es ella quien deja que transcurra un minuto. Entonces añade—: Es raro en ti.

      Y ambos sonríen para sí mismos, mirando en distintas direcciones la autopista, el ancho panorama de pastos secos junto a la carretera y las cosechas agostadas.

      Un junio caluroso y seco ha hecho palidecer los verdes naturales de los campos en los alrededores de Five Oaks, hasta darles un tono pastel desvaído cuyo amarillo ahora, a comienzos de julio, empieza a ser visible. Los tallos del maíz están atrofiados y cada hoja de árbol está cubierta de polvo. Con ese calor, el cielo es de un azul estancado y ceniciento. Noah, el hijo de Dorsey, un niño sordo, viaja en el asiento trasero y suda tanto que tiene la camiseta oscurecida aquí y allá por la humedad. Hace girar una pelota de fútbol sobre el dedo índice y golpea rítmicamente con el pie el respaldo del asiento bajo y cóncavo de su madre. Sin volverse, por encima de la cabeza, Dorsey hace la señal de «basta» en el aire: con el filo de la mano derecha golpea la palma de la izquierda. La segunda vez que lo hace, los movimientos de la mano se intensifican hasta remedar un grito.

      El coche huele a cuero caliente y a la loción con que Hugh se ha restregado esa mañana las piernas quemadas por el sol. Trabaja de vendedor en una concesionaria, pocas veces se expone directamente al sol y cuando lo hace, sobre todo en las vacaciones y los fines de semana, se queda bajo los rayos inerte como un lagarto. Dorsey desvía la mirada de los campos y señala las piernas de su hermano.

      —¿Por qué no tomas nunca precauciones contra el sol? —pregunta.

      —El dolor no me causa ninguna impresión.

      —Eso es mentira, lo dices por arrogancia —dice Dorsey—. ¿Y por qué no has reparado el aire acondicionado? Eres vendedor de autos. Deberías ser capaz de…

      —Ayer —dice él—. El condensador se rompió ayer. No he tenido tiempo de hacer nada. Estoy bien, no es necesario que pierdas tiempo en preocuparte por mí ni por el coche. Nos cuidamos bien.

      —No es que me preocupe —dice ella en voz baja—, y si lo hiciera, no estaría perdiendo el tiempo.

      Noah comienza de nuevo a patear el respaldo del asiento. Dorsey se vuelve para dirigir una breve y furibunda mirada a su hijo. Forma una rápida frase con las manos.

      —¿Qué le estás diciendo? —pregunta Hugh.

      —Que se porte bien o no vamos a comprar los fuegos artificiales.

      —Bueno, esa es una mentira arrogante —dice Hugh—. Tenemos que comprarlos para mis hijas, para tu marido y…

      —Deja a Simon al margen de esto, y cuidado con ese coche —dice Dorsey, señalando un Dodge rojo descapotable que avanza como es debido por su carril, se les aproxima, pasa por el lado y desaparece. Hugh emite un bufido de fastidio con cierto dejo de burla. Dorsey se encoge de hombros—. Nunca se sabe —dice.

      Apoya la cabeza en las rodillas, se acurruca de nuevo. Hugh recuerda esa postura de otros viajes que los dos hicieron juntos de niños y adolescentes. No solo la postura

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