Primera luz. Charles Baxter

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Primera luz - Charles  Baxter

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problema estriba en que si calculas la densidad con las galaxias que se observan actualmente, te falta más o menos el ochenta por ciento de la masa que se supone que debería estar ahí. Si cuentas los leptones y la materia bariónica, sigue faltando el ochenta por ciento. Quizá sea materia no bariónica, quizá sean otras partículas, pero nadie está seguro. En eso consiste la masa faltante. Ahora se habla incluso de materia fantasma, planetas, estrellas y galaxias invisibles que tienen atracción gravitacional. En eso estoy trabajando.

      —La masa faltante.

      —Exacto.

      —No lo entiendo —dice él.

      —No tienes por qué.

      Hugh observa un cuervo con el plumaje erizado, posando de perfil en el tejado de la tienda de autopartes de Tom Rangan. Detrás del edificio hay un terreno alargado lleno de Buicks y Ramblers oxidados, de Cougars y Lynxes rotos. Los vehículos han sido partidos por la mitad, amputados, cortados en tercios. Les han arrancado trozos en ángulos agudos, pura geometría metálica. A Hugh siempre le han encantado los depósitos de chatarra automovilística, y especialmente ese. Los metales marrones y oxidados le procuran serenidad de espíritu. Contra la imagen de Simon despatarrado en el suelo o el problema de la masa faltante, Hugh se consuela con piezas de coche y cromo abollado.

      —Siempre has tenido cerebro —le dice a la hermana.

      —No es cosa de broma —responde ella. Al cabo de una pausa, extiende las manos y traza unos arcos—. Imagina que retrocedes al primer segundo del Bing Bang, a la primera fracción de una fracción de segundo. Imagina que llegas en una máquina del tiempo y ves que el espacio se contrae. Imagina el tiempo invertido. Si tú…

      —No —dice él.

      —¿Qué?

      —No. Piensa tú en eso. Yo no tengo por qué hacerlo… vivo aquí.

      A orillas del lago, en el lugar donde antes estaba el parque de diversiones se levantan ahora unos condominios. La tienda de artículos agrícolas en las afueras del pueblo se ha convertido en La Talabartería de Kathy; la tienda de baratijas ha sido renovada y ahora vende antigüedades.

      —¿Qué ha ocurrido aquí? —dice Dorsey—. Se ha frivolizado.

      —Terratenientes —responde Hugh—. Se han mudado muchos ricos. No tengo idea de dónde vienen. Están por todas partes. Supongo que es porque los pueblitos a la orilla de un lago son chic. Algunas de estas tiendas aún venden lo que uno necesita. Todo lo demás son artículos de lujo.

      Cinco semáforos, seis cuadras, la estatua de un veterano de la Primera Guerra Mundial, dos giros a la derecha, un puente por encima de la vía arrancada del tren y estacionan en el sendero de acceso a la casa de Hugh. Sus hijas, Tina y Amy, se largan a correr desde la galería, con el pelo al viento, y se ponen a golpear las ventanillas traseras y el baúl con los puñitos.

      —¿Dónde están? —gritan—. ¿Dónde están las cosas?

      Hugh les responde. Saca las tres bolsas de fuegos artificiales y las deja en un rincón de la galería, cerca del balde de arena. Les dice a las niñas que no toquen nada y les pregunta qué han hecho durante su ausencia.

      —Jugar con el tío Simon —responde Tina.

      —¿Y qué hicieron?

      —Construimos embajadas —dice Amy, con una risita nerviosa.

      —Y terminales aéreas y coches y edificios.

      —¿Por qué? ¿Con qué las fabricaron?

      —Cartulina —se apura a decir Tina.

      Cuando terminan de hablar con el padre, las niñas corren con Noah y dan la vuelta a la casa. Dorsey ya ha desaparecido en el interior, de esa manera silenciosa y casi inmóvil que la caracteriza. Hugh acaricia una caracola cónica que tiene en el bolsillo derecho y se dirige a la entrada. Se detiene en el vestíbulo, el oído atento. Le gustaría jugar con Noah, pero el chico está en otra parte. Dentro de la casa hace calor y reina el silencio. En verano, siempre es capaz de oler la antigüedad de la casa en la polvorienta madera de pino y en las viejas alfombras. Llama hacia el piso superior, pero nadie responde. Cree oír el sonido de una radio. Debe de ser Simon que, o bien está escuchando la radio, o bien imita a un locutor. Hugh mira el largo pasillo, más allá de la sala de estar, se asoma a la cocina y cree ver a Laurie en la parte trasera del jardín, inclinada sobre alguna planta. Sabe que en realidad no la ha visto, pero la imagina ahí entre las flores, de rodillas en medio de las gipsófilas.

      No son gipsófilas sino pensamientos. Laurie está arrancando los pétalos secos de las flores y deja montoncitos de colores desvaídos sobre la hierba a uno y otro lado de sus rodillas. Hugh se acerca sigilosamente por detrás y le da un beso en la nuca.

      —Qué mosquitos tan grandes —dice ella, mirándolo de arriba abajo. Frunce el ceño, el sudor se desliza despacio por su cara—. ¿Qué tal está la señora LaMonte? ¿Estaba Roy?

      —Está bien. Este año vendió poco, así que tenía mucha mercadería. No vimos a Roy. Habló del calor, de la sequía y los predicadores. Habló de besos. —Hugh se permite mirar a su mujer, pero ella no se molesta en reaccionar—. ¿Dónde tienes el sombrero? —le pregunta.

      Laurie se toca la parte superior de la cabeza.

      —Lo perdí. Me está hirviendo la tapa del cráneo. ¿Cuánto has gastado en los fuegos?

      —No deberías estar al aire libre sin sombrero.

      —Estoy bien. No importa el calor que haga. Me quemaré y luego me despellejaré. Debes de haber gastado mucho.

      No se ha levantado, así que Hugh se acuclilla para estar a la altura de sus ojos. No sabe por qué no se ha levantado Laurie. Prioridades.

      —¿Dónde está Simon? —pregunta.

      —Dentro, en el piso de arriba. No ha salido en todo el día. Ha estado haciendo algo con las chicas. Ya sabes que detesta el sol.

      —Amy me dijo que se han dedicado a construir embajadas.

      —Bueno, no sé. Yo estuve aquí. —Arranca otra flor—. Embajadas. Tal vez sea una broma.

      —Tal vez —dice él, y mira el techo de la casa.

      Observa que el pararrayos está torcido, en diagonal.

      —Mira las rosas —dice ella, señalando las flores—. Deberíamos hacer algo. Tienen todo lo habido y por haber: manchas negras de hongos, moho pulverulento, roya. Pobrecitas.

      Hugh cuenta hasta diez y entra en la casa a buscar un vaso de agua.

      A las tres, Dorsey y Simon siguen sin aparecer, Laurie ha entrado a tomar una siesta y Noah, Tina y Amy están encendiendo bengalas y luego juegan un partido de softball, cuyas reglas, equivocadas, se han comunicado por medio de un improvisado lenguaje de señas. Juegan al revés, rodeando las bases en el sentido de las agujas del reloj. Hugh está sentado en la hamaca en la parte trasera del jardín con la mirada fija en la casa. La remera se le pega a la espalda. A su izquierda, en la oquedad de un olmo que tiene encima, zumban unas abejas. No debe quedarse dormido y teme tenderse en la hamaca. A su alrededor, a lo lejos, hay detonaciones, explosiones, bombazos. Siente

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