Primera luz. Charles Baxter

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Primera luz - Charles  Baxter

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curiosidad por saber… ¿Qué diablos hacías?

      —¿Dorsey y tú me vieron?

      —Te he visto yo. Dorsey estaba dormitando.

      Simon sigue dirigiéndole una mirada paternal, la mirada inexpresiva de un vigilante.

      —Lo cierto, Simon, es que subí para enderezar el pararrayos y comprobar el estado de las tejas. Además, estaba un poco aburrido. Todo el mundo se había metido en la casa.

      —Sí. —La expresión de Simon se acerca a la socarronería, sin dejarla traslucir del todo—. Comprendo. Todo hombre quiere trepar al tejado de su casa. Eso le hace sentirse propietario y forajido, una combinación perfecta e imposible.

      —No sabía que me estuvieras mirando.

      —Y yo sabía que no lo sabías. —Simon sonríe—. La mayoría de la gente no…

      —¿No qué?

      —No sabe que estoy mirando cuando lo hago. —Sus dedos tamborilean sobre el guion—. Habría sido un gran espía.

      —Me sentía… —dice Hugh, pero no concluye la frase.

      —Te sentías viejo —dice Simon.

      Los dos hombres desvían los ojos y finalmente Hugh pregunta:

      —¿Estás seguro de que no quieres cenar nada?

      —No, ya comí —responde Simon.

      —¿Qué? ¿Qué comiste?

      —Lo que fuera —dice Simon—, me lo comí.

      Cuando se pone el sol, Hugh enciende la luz de la galería y lleva todos los fuegos artificiales y el balde de arena a la parte trasera del jardín, que ha segado, rastrillado y podado dos días atrás. Se le ocurre que no tiene ningún sentido mantener encendida la luz de la galería cuando todos están en la parte trasera de la casa, pero la deja encendida: siempre hay intrusos y ladrones, delincuentes especializados en los días festivos. Tina, Amy y Noah están cerca de un poste del tendedero con las cabezas inclinadas como si estuvieran hablando. Al ver a su tío, Noah corre hacia él y alza los brazos. Hugh le da al chico una de las bolsas y ambos caminan hasta el extremo del césped. En cuanto dejan las bolsas sobre la hierba, Hugh nota que el sobrino le toma la mano y se la lleva rápidamente a los labios. Hugh nunca ha entendido por qué lo quiere el sobrino, pero ha visto ya tantos gestos similares al de ahora, que debe aceptar ese cariño como un regalo. Se queda ahí inmovilizado, sintiendo, incluso después de que Noah se haya reunido con las chicas, la impronta de los labios del niño en la mano.

      —Tina —dice finalmente Hugh—, ¿dónde están tus tíos Dorsey y Simon?

      Ella señala con la mano y enseguida empieza a reírse entre dientes. Simon ha aparecido por la esquina norte de la casa con una caja del tamaño de una silla entre los brazos. Cuando llega al césped deja la caja en el suelo, saca de ella pequeños edificios de cartulina rotulados con lápices de colores y los coloca en líneas paralelas, como si formaran parte de una ciudad en miniatura.

      —Que empiece la diversión —dice.

      —Estamos todos menos Laurie —dice Hugh—. ¿Dónde está?

      —Aquí, tonto —dice ella, detrás de él.

      Hugh se vuelve rápidamente y la ve de pie con una mano en la cadera, mirándolo sonriente.

      La gente siempre me ve antes de que yo la vea, se dice Hugh. Laurie sonríe ante su visible sorpresa.

      —Eres el único hombre que conozco que se sobresalta cuando ve a su mujer —dice ella susurrando a medias—. Qué distraído puedes llegar a ser. Bueno, he sacado las velas de citronella, ¿ves?

      Señala los cuatro soportes de cristal rojo colocados en los cuatro puntos cardinales del césped. En su interior oscilan las llamas. El olfato de Hugh percibe tardíamente su aroma afrutado y ácido. No le gusta el aspecto de esas velas. Son fúnebres. Sacude la cabeza, confiando en despejarse.

      —De acuerdo —dice—. Empecemos.

      —Yo primero —dice Simon. Tiene en la mano una bomba de estruendo y la inserta en la puerta de uno de los edificios de cartulina—. Este es el hotel Hilton de Beirut, cuyas relucientes plantas se elevan a gran altura por encima del París de Oriente Medio.

      Mira a Tina y a Amy y les hace una señal con el dedo.

      —Yanqui, vete a casa; yanqui, vete a casa —canturrean las chicas.

      Simon enciende la mecha y retrocede hacia la casa. Hugh aguarda, mirando las ventanas minuciosamente dibujadas del Hilton de Beirut. Piensa que el petardo no va a estallar, justo cuando el hotel salta por los aires.

      La explosión produce una violenta sacudida. Hugh la nota en el cuerpo como una oleada de fuerza. El ruido le golpea los tímpanos y la cabeza al mismo tiempo; no se necesitan oídos para oír semejante estruendo. La cartulina se rompe, se astilla, vuela en fragmentos del tamaño de un pulgar que trazan irregulares arcos circulares, y dejan un halo de piezas de cartulina de distintos tamaños en el suelo y una bolita de humo azul pálido que se alza en el aire. Hugh piensa en las ventanas de sus vecinos e, instintivamente, mira a los niños. Oye los aplausos de Simon. Mientras el eco se apaga, los grillos, alarmados, guardan silencio.

      La cara de Noah resplandece, tiene una expresión pura, angelical. Con los ojos cerrados mueve la cabeza lentamente atrás y adelante. Cuando los abre, mira a la madre, luego a Simon y finalmente al tío. Sus ojos están humedecidos.

      —Cochinos americanos —dice Simon—. Lacayos imperialistas. —Da el pie a las niñas—: Muerte al nido de espías y traidores.

      —Muerte al nido de espías y traidores —dice Tina.

      Amy no recuerda la frase y suelta un bufido.

      Simon está colocando una segunda bomba de estruendo en un edificio rotulado Embajada de Estados Unidos.

      —Abajo la agresión imperialista yanqui —dice con voz gutural—. Abajo la injerencia norteamericana.

      —Muerte al Sha —dice Tina.

      —Esperen un momento —los interrumpe Hugh.

      Al ver la expresión de Hugh, Simon vuelve a adoptar su propia voz.

      —Solo es una broma, Hugh. Un chiste. No son embajadas norteamericanas de verdad, solo cajitas de cartulina. O tal vez enclaves cubanos en Granada o Nicaragua. ¿Qué te parece eso? ¿Mejor así?

      —Hmm.

      Simon enciende la mecha de la bomba en la embajada norteamericana. Cuando salta por los aires, Hugh observa a su sobrino. La expresión de placer en el rostro del chico es tan franca y pura que Hugh se siente avergonzado de verla. La explosión es una delicia, una ruptura del aire que de alguna manera penetra en el silencio interior del chico.

      Hugh mira a sus dos hijas, que se tapan los oídos y chillan alegremente. Nota que el peso de la jornada se aligera, reducido por la felicidad de los niños.

      —¿Y si lanzamos un cohete? —pregunta.

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