Primera luz. Charles Baxter

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Primera luz - Charles  Baxter

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penetra en sus pulmones como traguitos de licor, Hugh mira al primer piso y ve la ventana de la habitación de huéspedes, donde Dorsey y Simon están haciendo lo que hagan juntos. Al pensar en Dorsey allá arriba, en su antigua habitación, Hugh imagina que el tiempo retrocede. Es una idea desagradable y, pese al calor, se estremece. Mira a Tina, que le escribe una nota a Noah antes de correr al interior de la casa. Hugh le hace un guiño a Noah y este le guiña el ojo a su vez. Es un gesto de complicidad. A Tina le gusta que Noah sea sordo. Puede escribirle notas, como si estuvieran enamorados. Si le grita, el chico sigue sonriéndole. Puede fingir que conoce el lenguaje de señas y Noah fingir que la entiende. Ambos son buenos atletas y les encanta jugar juntos al fútbol. En este grupo de dos chicas y un chico sordo, la intrusa es Amy, con sus ojos oscuros y vigilantes y su impecable memoria para los desaires. Su primo, el chico sordo, y su hermana se confabulan contra ella. Desde la hamaca, Hugh puede ver la cara de Amy, ensombrecida por el enojo, mientras sigue a Noah al interior de la casa y trata de llamar la atención del chico arrojándole hierba a la espalda.

      Hugh mira el pararrayos inclinado. Su temperamento lo lleva a fijarse en la madera pintada de la fachada, el vidrio unido con masilla y las canaletas ladeadas que no ha logrado ponerse a reparar. Da una última calada al cigarrillo, apaga la colilla en el césped y se levanta. Una nube cubre el sol y desde lo lejos llega a sus oídos el arrullo de una paloma. Nadie lo está mirando. Hugh tiene la sensación de que en ese momento goza de una amplia, rara libertad.

      Entra en el garaje, desprende de las vigas la escalera extensible de aluminio y, jadeando, tambaleándose, la lleva al lado sur de la casa, desde donde se puede subir al tejado y apoyar las patas antideslizantes de la escalera en el césped, en lugar de hacerlo en las rosas o las gipsófilas de Laurie. Extiende al máximo la escalera y comprueba el gancho para asegurarse de que las secciones traseras estén bien trabadas. Cuando levanta la escalera, pierde por un momento el dominio, oscila y se inclina. Hugh extiende una pierna, se afianza y echa la escalera atrás hasta que queda apoyada en la canaleta. La parte superior queda sesenta centímetros por encima del borde inferior de las tejas. Hasta ahora apenas ha hecho ruido, solo un vago sonido metálico.

      Mientras sube, nota que el endeble aluminio se zarandea con un temblor oscilante, como de paralítico. Se detiene, aguarda a que el temblor remita y sigue subiendo.

      Se alza sobre las tejas verdes y avanza lentamente por la empinada pendiente hasta el vértice, ayudado por la adherencia que tienen las suelas de sus zapatillas deportivas. Las tejas están tan calientes como las veredas y las barandas del infierno (es una frase de su padre que acaba de recordar, y sonríe, mientras el calor le baña la cara). Sigue adelante poco a poco hasta el borde del tejado, extiende el brazo, toma el pararrayos de veinticinco centímetros de altura y dobla el metal de modo que señale hacia arriba. Piensa que es importante. Los rayos no caen de lado.

      Nota en el bolsillo de los pantalones el bulto de la caracola que le diera Noah. Retrocede y se permite un momento de esparcimiento, contemplando el entorno.

      La colina en la que fue construida su casa hace ochenta y cinco años desciende en una serie de pequeños bancales hasta el río, que se ensancha en el borde del pueblo para convertirse en el llamado lago de Five Oaks, invisible para Hugh, tapado como está por los sauces que crecen en la orilla. Pero puede ver los diversos tejados de las casas y comercios de Five Oaks, y los nombra en silencio: los Quimby, los Russell, la ferretería, el techo plano con el incinerador humeante al fondo y el parque municipal con el campo de béisbol en la misma colina. Cuenta otras casas, conoce los nombres de las familias que habitan cada una de ellas. Bajo sus pies está su propia casa, antigua y sólida. Procede de ella un murmullo bajo, casi inaudible, que le atraviesa la piel.

      Las llaves que tiene en el bolsillo del pantalón le irritan, le presionan la pierna. Saca el llavero y lo arroja a lo alto. Las llaves desaparecen hacia el sol, trazan una larga curva y aterrizan en el césped, con tintineo de cascabeles.

      Esa noche, Simon no baja a cenar. Dorsey se sienta a la mesa al lado de Noah, que ya se ha colocado junto a Tina, e informa que Simon todavía está estudiando su papel y se saltará la cena. Delante de Hugh las salchichas apiladas en la fuente forman una pirámide, rodeadas de frascos de ketchup y mostaza, cuencos de papas fritas, encurtidos, ensaladas y gelatina de frutas.

      Hugh mira primero la comida y luego a sus dos hijas, a su sobrino, a su mujer y a su hermana. Los mira y se levanta.

      —Voy a buscar a Simon —les dice.

      —¿Qué? —dice Dorsey—. No.

      Los tres niños miran a Hugh. Noah tira del brazo de su madre, y Dorsey le hace una seña explicativa.

      —Espera, Hugh —dice Laurie, pronunciando su nombre con desacostumbrado énfasis—. Ya he hablado con él. No quiere cenar.

      —Iré a ver —dice Hugh.

      Abandona la habitación a grandes zancadas y se apura a subir los escalones de dos en dos. Oye hablar a las mujeres, oye que su hermana lo llama para que vuelva. «No me seguirán —se dice—. Soy mayor que ellas». Avanza a paso vivo por el largo pasillo de la planta alta y se detiene ante el cuarto de huéspedes, el que ocupan Simon y Dorsey. Aguarda un momento antes de llamar. Simon lo invita a entrar, su voz es poco más que un susurro.

      Simon está sentado junto a la ventana. La luz del atardecer, que le ilumina el hombro, deja su cara en la penumbra. Tiene sobre el regazo un guion encuadernado y el dedo índice de la mano derecha señala una frase. El ambiente de la habitación es sofocante, pero Simon parece fresco y relajado. No suda.

      —Hola, Hugh —dice—. Qué sorpresa.

      —Solo vengo a preguntarte si quieres cenar. Estamos comiendo salchichas.

      Hugh mira las prendas de vestir en el suelo, la cama sin hacer, el arce en el jardín al otro lado de la ventana. Mi arce, se dice. La habitación huele a actividad sexual.

      —Lo sé —suspira su cuñado—. Dorsey me habló del menú. Salchichas, papas fritas, encurtidos con helado, ensalada de gelatina y galletas con sorpresas. No en ese orden, desde luego. Muy apetitoso. Muy 4 de Julio. Lo siento, no puedo bajar. —Sonríe—. Tengo que aprenderme el papel.

      Hugh asiente con la cabeza. Intenta no mirar la cara de Simon, iluminada por detrás, ligeramente transformada al servicio del papel que está aprendiendo. Hugh nunca sabe qué aspecto adoptará la cara de Simon de un momento a otro. Su rostro tiene una plasticidad desagradable.

      —¿Bajarás a ayudarme a lanzar los fuegos artificiales? —pregunta Hugh.

      —Sí, claro, ya tengo todo eso planeado.

      —Muy bien. —Hugh se detiene en la puerta—. ¿Cuál es la obra?

      —Una farsa. De un inglés, Joe Orton.

      —¿Un papel importante?

      Simon se encoge de hombros.

      —Un buen papel.

      Hugh asiente de nuevo. Parece incómodo y sabe que da esa sensación.

      —Bueno, hasta luego —dice.

      Se vuelve y está a punto de bajar la escalera cuando Simon lo llama.

      —Hugh.

      —¿Qué?

      Mira una vez más al interior de la habitación. La cara de Simon ha cambiado: parece mayor, paternal. Un juez. La suya es la expresión de un

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