Primera luz. Charles Baxter

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Primera luz - Charles  Baxter

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Dorsey.

      La señora LaMonte se muestra perpleja.

      —Pero tu chico es sordo —dice.

      —No a las bombas de estruendo —dice Dorsey—. Nota en la piel las ondas expansivas. Es lo que más lo acerca a la sensación de oír.

      —En ese caso… —dice la señora LaMonte. Se dirige con rapidez a un rincón oscuro y toma una delgada bolsa de red blanca. Introduce la mano y saca media docena de esferas, que muestra con una sonrisa benevolente—. Royal las compró a un calvo tatuado que usa corbatín y se mueve en una camioneta por los alrededores de Fargo. Estos despiertan a los zorrinos. —Los deja caer en las manos extendidas de Dorsey—. Más ruido por tus monedas —dice.

      Hugh y Dorsey compran un buen surtido y llenan tres bolsas de provisiones que cargan en el baúl del Buick. Luego se sientan en la galería, mientras la señora LaMonte les sirve a todos limonada y Noah juega con una pelota, dirigiéndola al tronco de un arce del Canadá que se alza en el jardín. Corre de un lado a otro por la hierba seca, sin jadear siquiera. La señora LaMonte se acomoda en un sillón de mimbre, al lado de Hugh y Dorsey, y contempla a Noah con el murmullo aprobador de una anciana.

      —El padre de ustedes habría estado orgulloso de ese chico —dice—. Es buenmozo y no le importa el calor. Admiraba a aquel hombre. Siempre fue franco conmigo. Su madre también. —Dorsey y Hugh dejan flotar el silencio—. ¿Dónde está Laurie? —pregunta la señora LaMonte—. Nunca la traen.

      —Se encuentra en casa, cuidando a las chicas —responde Hugh—. Dijo que hacía demasiado calor para venir. Las sequías así la deprimen.

      —Las sequías… —dice la señora LaMonte, haciendo tintinear los cubitos de hielo en el vaso—. ¿Saben? Cuando era pequeña, solían venir predicadores durante las sequías. En esta zona de Michigan la gente siempre se apretujaba en las carpas levantadas junto al lago para escuchar a los predicadores, que venían a lo largo del verano. El que más le gustaba a todo el mundo era un gritón de pelo plateado, James Biggs Hope, que era capaz de curar. Decía que iba a dejar sin trabajo a los médicos con la medicina que llevaba en sus manos. Pero a mí no me gustaba. Nunca vi que devolviera la salud a nadie. El que me gustaba a mí era uno que vino una sola vez, he olvidado su nombre. Se hacía llamar el Buen Pastor del Amor, un hombre bajito y cojo, con una ayudante que se parecía a Bess Truman. Armó su carpa en el lado sur del pueblo, en un lugar desde donde se veía el lago.

      Toma un sorbo de limonada y lo traga ruidosamente mientras examina los rostros de Dorsey y Hugh para ver si la escuchan con atención. Satisfecha, empieza a mover la mano derecha cerca de la mejilla.

      —Bueno, este… este reverendo, se llamara como se llamara, se arreglaba de manera bastante llamativa: pañuelo de seda verde, chaqueta negra, camisa negra, pantalones negros. Y una cadena de oro con un corazón de oro, un corazón de San Valentín que le pendía del cuello, de modo que caía sobre su verdadero corazón, en el lugar donde normalmente habría una cruz. Así que te quedabas mirando el pañuelo, el pelo rígido como el cartón y el corazón, el de oro. Empezaba a hablar en voz baja y sosegada, como uno de esos locutores de radio de altas horas de la noche. Todo el mundo esperaba el fuego del infierno, el catálogo de pecados y los peligros de apartarse de la verdadera fe. Todo el mundo esperaba, bueno, las amenazas de castigo. Y nos hablaba un poco de eso, pero no era más que el preludio de lo que realmente quería hacer: ensalzar lo que él llamaba el inconmensurable poder del amor. Hablaba de amor, ese hombre feo. Nadie se lo esperaba. A la gente siempre le encanta escuchar que ha estado pecando y que por eso no llueve, pero no espera que nadie le diga que lo que le falta es amor.

      La señora LaMonte mira a Dorsey como si lo que relatara estuviese dirigido a ella. Se echa atrás, el sillón de mimbre chirría, y prosigue:

      —Lo que hacía era citar a Mateo y las Epístolas, citaba a Jeremías, Miqueas y el Cantar de los Cantares. Les hacía creer que no había llovido porque la gente no se besaba, no se gustaban lo suficiente unos a otros para dar lo que él llamaba «una pizca de humanidad». Lo llamaba el Evangelio de las Lenguas. Según él, la Biblia dice que debes abrazar al prójimo. Decía que Jesús daba besos. Pensé que tendría gran éxito. Al fin y al cabo yo era una chica de trece años. Lenguas… En fin, Dios mío. Pero no. No lo echaron del pueblo, pero salieron de la carpa taciturnos y gruñones. No consiguió más que unos pocos dólares. La gente de Five Oaks no estaba dispuesta a escuchar a un hombre que predicaba que había que besarse. Mi madre decía que era una indecencia perversa. Mientras volvíamos a casa consiguió que mi padre le diera la razón. Pero recuerdo que al día siguiente llovió. Y al otro día también. A lo mejor la gente siguió el consejo del predicador. Nunca se sabe qué hace la gente en casa. —Se vuelve para mirar a Hugh—. O en cualquier otra parte.

      Durante el camino de regreso, Dorsey vuelve a apoyar los pies en la guantera, pero repiquetea con los dedos en la pierna y está inquieta. A Hugh le gustaría ver la expresión de sus ojos, pero ella se ha puesto las gafas de sol. Ahora Noah está tranquilo, con la pelota de fútbol en el regazo y la cabeza vuelta para mirar el cielo por la luneta trasera.

      —¿Cuánto tiempo piensas quedarte en Minneapolis? —le pregunta Hugh.

      —Hasta que Simon se haya establecido.

      —¿Y entonces volverás a Buffalo?

      Ella asiente.

      —¿Con Noah?

      Dorsey vuelve a asentir.

      —¿No es una separación?

      —No, no es una separación. Solo estaremos separados unos meses. —Juguetea con el cabello, enrollándolo en el dedo índice.

      —¿Simon tiene a alguien en Minneapolis? —pregunta Hugh.

      —Simon tiene a alguien en todas partes y eso no es asunto tuyo, cariño.

      Hugh es consciente de que su hermana sigue sermoneándolo y justificándose a sí misma, pero lo hace en silencio, mirando hacia delante. Aunque él se concentra en la ruta, ve también en su mente, como si la proyectara su hermana, una imagen de Simon: está tendido en el suelo con los ojos cerrados; su postura no sugiere tanto que esté durmiendo sino más bien una forma de martirio perezosa y narcisista. Es la imagen del mártir triunfante que logra beneficios poco claros. Tiene los brazos alzados muy por encima de la cabeza, cruzados a la altura de las muñecas. Alguien está tendido encima de Simon.

      Hugh se lleva la mano izquierda a los ojos, se los restriega con brusquedad y mira por la ventanilla. Ahí sigue el U-pick Apple Orchard de Bastien, pasando por el lado derecho de la carretera, ocho kilómetros al sur del pueblo. Una vez le vendió a Harry Bastien un Buick Century —azul, sin ningún accesorio, solo una radio AM—, pero el banco se quedó con el vehículo por falta de pago y desde entonces Harry no le dirige la palabra.

      El paisaje monótono se desliza a su lado a noventa y cinco kilómetros por hora. Hugh es un conductor temperamental, y pensar en su cuñado, el actor, lo deprime: acelera a ciento cinco.

      —¿En qué trabajas últimamente? —pregunta a su hermana.

      —¿Mi trabajo?

      Dorsey mira a Hugh, boquiabierta por la sorpresa.

      —Sí, tu trabajo. ¿Qué estás haciendo?

      Dorsey aguarda un largo rato antes de responder.

      —Estoy trabajando con otros en algo que se

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