La cresta de Ilión. Cristina Rivera Garza
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Evito mencionar su nombre por consideración, por caballerosidad. Lo evito también porque seguramente su historia conmigo la llena de vergüenza. Si me decido a llamarla la Traicionada no es con el afán de mofa o indiferencia. Lo hago porque este es un apelativo que ella misma ha utilizado para hacer referencia a su relación conmigo. Yo soy, por supuesto, el Traidor.
De eso íbamos a hablar aquella noche. Para eso habíamos planeado esta reunión: hablaríamos del pasado, recordaríamos todo, y después, finalmente, terminaríamos por aceptar que la vida nos había llevado por diferentes rumbos. Lo de siempre. Por lo que pasan las parejas cuando deciden, en definitiva, olvidarlo todo. Supongo que andábamos en pos de una reconciliación con el universo a esta edad en que uno sabe con certeza que tanto el universo como la reconciliación no pasan de ser ambiciones vacías, mapas virtuales, animales en extinción. Sueños. Pero ambos éramos tercos. Ambos teníamos esa necesidad absurda, acaso religiosa, de trascendernos a nosotros mismos. Tal vez andábamos en busca del perdón. La Traicionada, lo sabía yo, no me lo otorgaría y, por esa causa, yo tampoco lo haría. Nuestra reunión estaba destinada al fracaso y, sabiéndolo como los dos lo sabíamos, insistimos en el encuentro. El nerviosismo con que la esperaba esa noche de tormenta se debía, sobre todo, a lo apabullante que es a veces la resignación. Pero cuando a bien tuvo llegar dos horas después de lo acordado, cuando tocó a la puerta y cruzó el umbral con sus dos maletas de cuero y la gabardina húmeda, la Traicionada se desmayó en el acto. Ni siquiera se dio cuenta de que otra mujer se le había adelantado. Amparo Dávila me ayudó a llevarla a una habitación de la planta alta y, una vez que la tendimos sobre la cama, ella se encargó de desnudarla mientras yo evitaba volver a ver el cuerpo en el que alguna vez encontré algo que ya no recordaba.
—Tiene fiebre —dijo sin necesidad de usar el termómetro—. Démosle penicilina.
—Pero si no sabes qué es lo que tiene —le contesté, alarmado.
Por toda respuesta la Muchacha Remojada se dirigió al baño y abrió el botiquín como si se encontrara en su propia casa, como si ella fuera la especialista en las enfermedades del cuerpo y no yo.
—No hay penicilina —le informé con una parsimonia que me conocía bien.
—De cualquier modo, debe ser la epidemia —masculló mientras colocaba compresas de agua fría sobre la frente de la enferma.
La Traicionada entreabrió los ojos y balbuceó apenas un par de palabras antes de caer en un profundo sueño. Amparo Dávila le tomó el pulso. La observó con una mezcla de dulzura y asco en la mirada.
—Aléjate de ella —le dije desde el marco de la puerta—. Te puedes contagiar.
Se sonrió entonces. Arqueó la ceja derecha. Me auscultó con detenimiento y sin piedad alguna. Luego bajó las escaleras y las subió de nuevo con las maletas de cuero. Las abrió. Extrajo las ropas de la Traicionada cuidadosamente, evitando desdoblarlas, y las acomodó dentro de la cajonera sin voltear a verme.
—La convalecencia será larga —me aseguró cuando hubo terminado—. Si sobrevive —añadió.
Tres días después de su llegada, Amparo había creado una rutina que los dos compartíamos y respetábamos por igual. Tan plácida, tan natural, que cualquiera que no nos conociera se habría podido llevar la impresión de que formábamos un buen matrimonio. A primer vistazo nadie habría sospechado que le seguía el juego porque el miedo no había disminuido en absoluto. Al contrario, seguía creciendo.
Amparo se levantaba temprano, se bañaba y, todavía con el cabello mojado, bajaba a la cocina a preparar café para mí y té para la Traicionada. Cuando ella subía a atender a su paciente, yo bajaba al comedor, encontraba el periódico a un lado del jugo de naranja y de una taza vacía que, de inmediato, llenaba con calma, tratando de detectar el murmullo matutino del mar. Amparo me dejaba iniciar el día a solas, que es la única manera en que un día puede empezar, pero se aparecía con una libreta y un lápiz justo cuando yo terminaba de leer el periódico. Entonces mascullaba algo regularmente insulso sobre el estado de salud de la Traicionada y, sin más, se inclinaba sobre su cuaderno y empezaba a escribir.
—¿De qué se trata? —le pregunté la primera mañana señalando con los ojos la libreta abierta y pensando que, de contestarme, me diría que eran cartas personales, cosas sin importancia.
—De mi desaparición —dijo en voz baja pero firme y luego se volvió a ver el reflejo del sol sobre el manto marino. Después, sin añadir nada más, volvió a concentrarse en las páginas de su cuaderno.
Su respuesta me pareció absurda ciertamente, pero plausible. Es más: ayudaba a explicarlo todo. Sólo un desaparecido podría llegar de la manera en que ella llegó a la orilla del mar. Si se hubiera tratado de Alguien, por ejemplo, la habrían detenido a la entrada de la comunidad de la playa donde el hospital para el que trabajaba me asignó una casa grande y austera sobre el agua. Por Alguien ya habrían hecho llamadas telefónicas. Alguien con datos y con historia me habría preguntado si se podía quedar en mi casa y me habría informado, por lo menos, acerca del número de días, las condiciones de su estancia. Sólo un desaparecido como Amparo, lo comprendí de súbito, podía actuar como si en realidad no existiera porque, he aquí la ausencia de paradoja, no existía en realidad. La mujer, ahora no me cabía la menor duda, era totalmente consciente de su condición. Y lo era a tal grado que su conducta, su manera de caminar y de ver, de interactuar y hasta de callarse, correspondía a reglas del todo ajenas a mí. Desconocía, por ejemplo, el orden de los factores en la relación causa-efecto. No sólo ignoraba que los actos, todos los actos, tienen consecuencias, sino también que las consecuencias proceden de, y nunca preceden a, las causas. Parecía no entender que hay que conocer al anfitrión para llegar a visitar su casa. Amparo, apoyada en la singular lógica del desaparecido, actuaba de manera contraria: llegaba a visitar al anfitrión con el objetivo de conocerlo. Porque eso me dijo la primera noche, justo antes de despedirse de la Traicionada con un beso sobre la frente y de cerrar la puerta de la que en ese momento se convirtió en su recámara.
—Vine a conocerte —dijo y a la mañana siguiente empezó a dirigir la rutina de mi casa.
Gracias a mi trabajo en el hospital municipal yo pasaba poco tiempo en ella. Digo gracias ahora y esto parecería indicar que me gustaba mi trabajo. La verdad es todo lo contrario. Por años había despreciado intensamente los muros altos de esa fortificación que algún burócrata de imaginación malévola decidió colocar a la orilla del mar, justo en uno de los puntos más hermosos de la costa donde altos arrecifes de complicados rasgos angulares le daban refugio a pelícanos, gaviotas y vagabundos. Cuando cruzaba la puerta principal y me internaba poco a poco en aquel marasmo de olores nauseabundos y gritos desmesurados no hacía otra cosa que odiarme a mí mismo. Caminaba lentamente, con la vista sobre la punta de los zapatos que avanzaban por el camino recto que conducía a las oficinas administrativas y, mientras tanto, odiaba mi falta de ambición, esa predisposición casi bovina a conformarme con las cosas, mi obsesiva fascinación con el océano que, sin duda, había determinado con mucho mi decisión de aceptar este trabajo. Cuando finalmente abría la puerta del cuarto húmedo, frío y sin ventana alguna al que pomposamente llamaba mi consultorio, el odio era tanto que sólo pensaba en recetar veneno a los pacientes. No me interesaba curarlos. Actuaba con la firme convicción de que lo mejor que podía hacer era contribuir a su muerte para así ahorrarles el duro trance de una estancia larga en este