La cresta de Ilión. Cristina Rivera Garza

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La cresta de Ilión - Cristina Rivera Garza

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por su parte, lo manifestaban a través de la indiferencia. Se pasaban horas sin hacer otra cosa que bostezar frente a las pantallas de computadoras casi inservibles. Las cocineras lo canalizaban en guisos inmundos, ya sin sabor o ya con demasiadas especias, que luego otras empleadas de mirada turbia servían en platos de estaño. A los guardias no sólo se les veía en los ojos sino también en las armas que portaban con un orgullo malsano entre el pecho y la cintura. Cuando digo que gracias a mi trabajo no veía a Amparo mucho tiempo en casa, en realidad estoy diciendo que su rutina doméstica me llenaba de un terror profundo, inconfesable, paralizador. La Desaparecida, lógicamente, no parecía dispuesta a darse cuenta de eso.

      —Yo era una gran escritora —me confesó sin que yo se lo preguntara la segunda mañana que pasaba en mi casa.

      Había elevado la mirada hacia mí y, luego, en un movimiento abrupto, la había colocado una vez más sobre el ventanal. Así, sin darme la cara, me empezó a contar lo que sabía sobre el proceso de su desaparición.

      —No sabía que me odiaban tanto —murmuró y luego guardó silencio como si necesitara respirar a solas para poder darse fuerzas, ánimo, y así continuar—. Pero poco a poco me tuve que dar cuenta. Las máquinas de escribir que utilizaba empezaron a descomponerse. Los lápices a desaparecer de mi escritorio. Y luego estuvo todo ese engorroso asunto de los apagones que sólo afectaban a mi casa. Si supiera cuántas veces me quejé con el Departamento de Recursos Eléctricos y nada. Lo único que me dijeron por mucho tiempo fue que estaban investigando mi caso, que pronto iban a identificar la causa.

      —¡Puras mentiras! —la voz se le agitó y, como si eso la molestara, como si estuviera mostrando demasiado y demasiado pronto, se incorporó de la mesa, encendió un cigarrillo y se concentró sobre las aguas azules del océano.

      Tardó un tiempo en calmarse. Una vez que se sintió más segura, capaz de hablar con oraciones completas, se sentó y tomó la pluma con la mano derecha. Pensé que volvería de inmediato a su escritura, pero vaciló.

      —Y las sospechas de los críticos —dijo con una voz dolida— sembrando la discordia y la desconfianza por todas partes, constantemente. ¿De verdad era capaz de escribir esto o aquello? ¿Era quien yo decía que era? ¿Era una impostora? ¡Todo se volvió demasiado insoportable!

      Pensé que había terminado su reclamo. Esperaba que cerrara su cuaderno y se levantara de nuevo para ir hacia el ventanal. Pero continuó, su voz baja, como una pintura que se desvanecía en una casa abandonada.

      —Y luego la turba, siempre en busca de sangre, siempre dispuesta a atacar. Gente pequeña y mala. Gente mala y solitaria —me miró, pero veía algo más, un vacío que llenaba de odio y resentimiento—. Sus dientes. Sus cuchillos. Miren, miren esto.

      Levantó sus brazos desnudos y señaló algo cerca de su codo derecho que no distinguí bien. Por un momento sentí lástima por ella. Pero una vez más me acordé de quién era y cómo había asumido el control de mi hogar, y mi frustración regresó. Y mi rabia.

      No la conocía mucho, no la conocía nada, pero supe instintivamente que ya no saldría de su silencio. Por lo demás, me interesaba muy poco la historia de su desaparición. Y le creía aún menos. Sin despedirme, casi sin voltear a verla, salí de la casa y al abrir la puerta de mi auto pensé en el hospital municipal como un refugio. Nunca se me había ocurrido algo semejante. Manejé aprisa esa mañana. Prendí el radio y, para mi sorpresivo placer, escuché una sonata para violín que a bien tuvo calmarme. Me entretuve observando de reojo los arbustos de colores cenicientos que se extendían al lado derecho de la carretera y las aguas de la playa que casi tocaban los bordes del lado izquierdo de la misma hasta llegar a la puerta principal de la institución. Hospital Municipal. Granja del Buen Reposo. Eso decían los letreros que, ya medio despintados, bordeaban el arco de la entrada aunque ahí difícilmente se administraran medicamentos y casi nadie encontrara reposo, ya fuera malo o bueno. Se trataba en realidad, he de confesarlo, de un establecimiento para enfermos terminales. Los desahuciados. Los desechos. El hospital no era más que un panteón con las tumbas abiertas. Se mantenía gracias a un financiamiento ridículo, casi inexistente, del Gobierno Central. Una especie de limbo a donde llegaban los heridos de muerte que, sin embargo, no podían morir. O no, al menos, todavía. Mi odio, lo comprenderán ahora, no les podía hacer más daño que el que ya traían dentro esos seres, destinados a vivir el resto de su vida insignificante en esa lejana esquina del mundo, la última frontera.

      Esa mañana pues, gracias a mi trabajo, pude escapar de la rutina que Amparo ya había creado en mi casa. Y aunque mi logro sólo duraba ocho horas en cinco días de la semana, lo festejé con un orgullo secreto y anónimo. Amparo Dávila, ya había tomado yo la decisión, no me desaparecería. Nunca lo lograría.

      La desaparición es una condición contagiosa. Todo el mundo lo sabe. Antes se creía que era algo externo, algo impuesto por un agente mucho más poderoso sobre la inocente víctima, usualmente de maneras brutales. Poco a poco, con los avances de la ciencia y de la informática, se ha llegado a saber que para ser un desaparecido se requiere, ante todo, tener contacto previo con uno de ellos. Los mecanismos posteriores del mal varían mucho —mayor o menor grado de violencia, menos o más aislamiento, poco o mucho silencio— pero el elemento común a todos ellos es el contacto. Contacto físico. Piel. Saliva. Tacto. La contaminación física. De ahí que pocos confiesen ese estado y que la desaparición sea algo tan temido. Por esta razón el miedo que me producía Amparo se multiplicó de manera acelerada cuando, casi sin más, casi como si se tratara de algo sin importancia, me confesó que escribía sobre su propia desaparición. Por un par de días anduve pensando en la posibilidad de pedir vacaciones para poder alejarme de ella en esa etapa tan crítica, por temprana, en el proceso de contagio, pero pronto tuve que recapacitar. Recordé que la Traicionada se encontraba también en mi casa, a merced de la ex Escritora, y una sensación de angustia me invadió. Temí por mi examante, sentí una compasión absurda por ella, pero esa no fue la razón por la cual, al final, decidí quedarme y enfrentar las cosas. Ya lo sabía yo de mucho tiempo atrás: no podía alejarme del mar.

      El océano me calma. Su masiva presencia me hace pensar, y creer, que la realidad es bien pequeña. Insulsa. Insignificante. Sin él, el peso de la realidad sería mortal para mí. El océano frente al cual viví por tanto tiempo, en una soledad que la casa de la que me proveyó el hospital me ayudaba a preservar, había salvado mi vida hasta entonces. Pero todo eso, todos esos años de sacrificio, todos esos largos minutos de disciplina y sordo desasosiego ante los que me había resignado con tal de estar junto al mar, empezaron a desmoronarse.

      Me gustaría culpar a Amparo Dávila por esto, pero no podría hacerlo sin faltar a mi sentido de honestidad. Supongo que en realidad todo se desató cuando, irracionalmente, acepté reunirme con la Traicionada. Ocurrió cuando, de manera por demás irresponsable, acepté la llamada por cobrar que pasaron a mi teléfono del consultorio y cuando, en pleno delirio, le describí la ruta para llegar por tierra hasta este lugar de la costa. Tal vez Amparo tenía intervenida la línea. Tal vez espiaba a mi examante y, fingiendo que esperaba utilizar el teléfono público desde donde esta había hecho la llamada, se apostó lo más cercanamente posible a su espalda para así escuchar los datos. Tal vez la Traicionada, que siempre fue tan negligente en cuestión de papeles, escribió la información en hojas tamaño carta que después dejó a la vista de todos. Cualquier opción era posible y, cualquiera que haya sido, funcionó casi a la perfección. Amparo Dávila llegó apenas con unas horas de adelanto para escribir la historia de una desaparición que ella, sin pruebas de por medio, asociaba de manera francamente enfermiza con la Granja del Buen Descanso, donde yo trabajaba. Eso me lo dijo la tercera mañana que pasaba en casa.

      —Tú me puedes ayudar con esto, ¿sabías? —parecía pregunta pero en realidad lo que me estaba lanzando a la cara era una orden.

      Me reí porque estaba nervioso y sabía perfectamente lo que ella quería.

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