La cresta de Ilión. Cristina Rivera Garza
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Mientras tanto, ella actuaba como si nada pasara en realidad. Su rutina la salvaba y la protegía. Seguía levantándose temprano para preparar té y café. Continuaba subiendo el caliente líquido a la recámara donde la Traicionada empezaba a dar señas de una leve mejoría. Bajaba las escaleras con cuaderno en mano y, con una interacción cada vez más corta y monosilábica, se disponía a continuar con la historia de su desaparición al mismo tiempo que yo salía con rumbo al hospital. Así pasaron esos días nerviosos, llenos de expectación, en los que el invierno se perpetuó a sí mismo.
—¿Cuánto tiempo tienes trabajando en el hospital? —me preguntó sin mucho énfasis un día en que la lluvia transformaba el color de las aguas del océano.
—Veinticinco años —le respondí sin percatarme del riesgo que estaba corriendo.
—¿Y tienen expedientes desde entonces?
Su pregunta me hizo volver la cara y enfrentar el efecto de expansión que se producía en sus ojos. Estaba solo, absolutamente solo y sin voz. En ese momento me di cuenta de que mis sospechas eran adecuadas. Amparo Dávila quería tener acceso a los documentos de mi institución por motivos que desconocía y que, con toda seguridad, ella no compartiría conmigo.
—No lo sé —dije con calma, como si no me hubiera percatado de su juego—. Tendrías que preguntarle al Director.
Ella sonrió como si creyera en realidad lo que le estaba diciendo. Luego volvió a subir las escaleras y a encerrarse, para mi total desconcierto, en la habitación de la Traicionada. Fue así como supe que habían empezado a dormir juntas. Y una vez más, de manera por demás irracional, temí por la suerte de mi examante. Desaparecería también, estuve seguro en ese momento. Luego, casi de inmediato, no pude evitar reírme de mí mismo. Recordé el lugar donde vivía, su aislamiento agreste, la manera en que nos llegaban los víveres en cajas de cartón semanalmente desde las dos ciudades que nos circundaban, la ausencia de correo, el limitado número de teléfonos. Tomé conciencia, tal vez como nunca antes, de que la comunidad que se había formado alrededor de un puñado de moribundos estaba desaparecida. Y desaparecidas nuestras voces, nuestros olores, nuestros deseos. Vivíamos, por decirlo así, a medias. O mejor: vivíamos con un pie dentro de la muerte y otro todavía pisando el terreno de algo parecido solamente de manera remota a la vida. Pocos sabían de nosotros y aún menos se preocupaban por nuestro destino. Iba a ponerme melancólico, a punto estuve, pero me incorporé a observar el mar, su silueta nocturna, su lomo inmenso. Me serví, de entre todos los licores disponibles, una copa de anís y recapacité: nuestra irrealidad, nuestra falta de evidencia, no sólo constituía una cárcel, sino también una forma radical de libertad. ¿Cuántos en las ciudades vecinas podían darse el lujo de posar los ojos ininterrumpidamente sobre el animal marino? ¿Cuántos entre todos ellos podían disfrutar esta relajación, este tremendo descanso ocasionado por la carencia de una historia propia, por la falta de una inscripción? ¿Cuántos, entre todos ellos, podían vivir su muerte día tras día, hora tras hora, puntualmente? ¿Cuántos la conocían tan de cerca, saboreándola sin resquemor, aprendiendo poco a poco a no temerla? Iba a ponerme eufórico pero me contuve. Nunca he sido dado a victorias fáciles después de todo. Las respuestas, que sabía ciertamente, que podía ofrecer sin chistar y sin sonrojarme, no le interesaban a nadie. Reí otra vez en silencio y a solas. Abrí la puerta trasera de la casa y bajé los escalones hasta llegar a la playa. Caminé por horas. Perdido. Ensimismado. Preguntándome a cada paso si estaba realmente vivo. Si estos eran, en realidad, mis huesos.
Empecé a espiarlas al día siguiente. Dejé la puerta de mi cuarto entreabierta para detectar con precisión la hora en que Amparo empezaba la rutina de toda la casa. Se levantaba a las 5:30 de la mañana, salía de puntillas del cuarto de la Traicionada para darse un regaderazo rápido en su propio baño. Una media hora más tarde ya estaba trajinando en la cocina. No sólo preparaba brebajes calientes sino también desayunos suntuosos, de complicados aromas, que llevaba en una charola hasta el cuarto de mi examante. Me di cuenta también de que no la dejaba sola mientras comía y que, incluso, la ayudaba a llevarse la cuchara a la boca cuando se quedaba sin fuerzas. La cercanía entre las dos me molestó. Desde la rendija de la puerta pude observar la delicadeza con la que se trataban, la dulzura con la que se veían la una a la otra. Su mutuo encariñamiento acaecido en unos cuantos días y, además, con una de ellas en estado semiconsciente, me hizo sospechar de toda la situación. Supuse que se conocían de antes y que, aliadas en mi contra, no hacían otra cosa más que planear una venganza femenina. Supuse que la Traicionada había convencido a Amparo de venir con ella hasta esta casa perdida en la costa con la intención de que la ayudara a convencerme a mí de lo poco hombre que había sido con ella. Seguramente, me dije, se trata de una especie de refuerzo moral porque, en las pocas veces que habíamos hablado del asunto, cuando la Traicionada se aferraba a su historia de mi maldad, yo usualmente lograba amainar sus acusaciones con preguntas inesperadas y razonamientos lógicos. Supuse que a Amparo Dávila le gustó el reto. Además de ofrecerle una oportunidad de airar sus rencores contra los hombres en general usando a uno en particular, algo que ninguna mujer deja pasar, el viaje le garantizaba una estancia algo cómoda, y gratis incluso, en la costa. Debió haber sido una especie de mendiga. Una vagabunda o una bohemia. Una de esas indigentes de espíritu libre que ha perdido el contacto con la realidad y sus rituales. Debió de haber pensado que aquí podría escribir sin interrupción alguna acerca de su desaparición con el océano de fondo y el silencio de forma. Y en todo eso, mucho me temo, Amparo Dávila estuvo en lo correcto.
Ese primer día de mi espionaje, sin embargo, traté de calmarme. Salí a caminar por la playa donde me distraje recogiendo fósiles marinos y persiguiendo cangrejos pequeñísimos. El océano, como siempre, me sacó de mi aprehensión. Me recosté sobre la arena y, observando la lenta transformación de unas nubes altas, imaginé el rostro afiebrado de la Traicionada, los ojos expansivos de Amparo. Contra toda expectativa, justamente al contrario de las emociones que me habían llevado hasta la playa, sentí conmiseración por ellas. Ahí estaban las dos, débiles y perdidas, tratando de encontrar en su mutua compañía un remedo de contacto humano. Desaparecidas las dos, aunque cada cual a su manera, daban la impresión de estarse obligando a entrar en un estado de aparición que las volviera reales otra vez, aunque esto sólo ocurriera en el escenario que formaban ellas mismas. Todos esos esfuerzos, todas esas injusticias, todos esos imaginarios dolores que, sin embargo, veía claramente en sus rostros, me hicieron sentir lástima por ambas. Lejos estaba ya de considerarlas mis enemigas patibularias. Me reí de mí mismo incluso. Me dije que el miedo que las mujeres provocan en los hombres era siempre tal que, cuando uno menos lo esperaba, se descubría inventando conspiraciones demenciales que sólo existían, por otra parte, dentro de la mente. Entonces decidí regresar y, mientras caminaba descalzo sobre la arena, me acomodé sin más en un nuevo estado de plena relajación.
Tan pronto como abrí la puerta trasera de la casa, sin embargo, la placidez se transformó en horror. Las oí hablar. Al inicio sólo distinguí los murmullos pero, conforme subí la escalera, descubrí que compartían palabras totalmente desconocidas para mí. No se trataba, además, de algún idioma extranjero. Puse atención. Me senté del otro lado de su puerta entreabierta. Cerré los ojos. Traté de asimilar los sonidos, los ritmos de expresión, buscando similitudes con lenguajes que conocía o que, al menos, había escuchado en mis viajes, pero todo fue inútil. Para mi total desconcierto supe entonces que, en el poco o mucho tiempo que llevaban juntas, se habían hecho de un idioma propio. Me sentí aislado y débil como el exiliado que vive en un país que nunca le resultará familiar. Y tuve que comprender, y aceptar, en ese justo momento,