La cresta de Ilión. Cristina Rivera Garza
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Y ahí me perdía entre pacientes y enfermeras con muy poca conciencia de, o consideración por, mi entorno. En lugar de pensar en la muerte, que era en lo único que acostumbraba pensar dentro y fuera del hospital, ahora pensaba en el equipo de mujeres que había tomado mi casa por asalto de la manera más artera y mejor planeada. Y así, mientras auscultaba ámpulas y administraba morfina, mientras cerraba los párpados de una mujer o tomaba la mano temblorosa de un niño, lo único que me obsesionaba era desentrañar la naturaleza del lenguaje con que lucubraban cosas contra mí.
Mi espionaje continuó. Me levantaba temprano para comprobar lo rigurosa que era la rutina establecida por Amparo. No hubo excepción: estaba en pie a las 5:30 de la mañana.
Ningún día faltó el café o el té. Y cada mañana subía con la charola de alimentos al cuarto de la Traicionada. Ese era el momento que yo aprovechaba para tratar de capturar la estructura interna de su idioma desconocido. Me apostaba del otro lado de la puerta y, con los ojos cerrados, me concentraba como sólo lo había hecho antes, muchos años antes, frente a los libros de anatomía. El sonido de los vocablos era insoportablemente melodioso, casi dulce. Y había una repetición intrigante de la que me di cuenta como al tercer día de mi espionaje. Se trataba de un sonido parecido a la sílaba «glu». La repetían incesantemente y, al hacerlo, parecían replicar el eco de la lluvia, el momento en que una gota de agua cae pesada y definitiva sobre la corteza del mar. De mis espionajes, por otra parte, sólo pude sacar en claro que su idioma no era, como supuse al principio, una copia de ese juego infantil que consiste en incluir la sílaba «fa» entre las sílabas de todas las palabras. Se trataba, en cambio, de un idioma completo, sofisticado, compuesto por largas unidades gramaticales donde se presentía el uso significativo de la repetición. Los sonidos guturales en que se enunciaba le otorgaban el aura de algo lejanamente infantil, de ciertas resonancias redondas. De lo demás —sus reglas internas, sus conjugaciones, sus modos— no llegué a saber gran cosa. Cada vez que las oía platicar me hundía en una rabia inconmensurable, paralizadora. No podía hacer nada contra su lenguaje. No podía entrar en él.
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