Impresiones y paisajes. Федерико Гарсиа Лорка
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En esos días Lorca se sumó a la condición de escritor-cronista del grupo, y publicó cinco artículos en el Diario de Burgos: «Notas de estudio. La ornamentación sepulcral» (31 de julio); «San Pedro de Cardeña. Paisaje» (3 de agosto); «Las monjas de las Huelgas» (7 de agosto); «Divagación: las reglas de la música», primer intento de clarificación de sus ideas sobre el arte (18 de agosto); y «Mesón de Castilla» (22 de agosto). Excepto el ensayo sobre estética musical, el resto de los textos, con numerosos cambios, irían a parar a Impresiones y paisajes. La decisión de publicar un libro que apuntalase su nueva condición estaba tomada. La anunció al final del artículo del 3 de agosto: «Para el libro en preparación Caminatas románticas por la España vieja, prologado por el señor Berrueta». Lorca volvería a recordarlo al final de su artículo del 22 de agosto, pero suprimió románticas del título y toda alusión a su profesor.
¿Qué sucedió entre la publicación de uno y otro artículo? Lorca se había quedado solo en Burgos con Berrueta, como hemos dicho, pues fue el único de los alumnos que tuvo dinero para costear tres semanas más de viaje. No hay apenas información sobre aquellos días. No disponemos de cartas a su familia, excepto las de los días 1 y 17 de agosto, donde se muestra orgulloso de los artículos que ya ha publicado y que publicará, pero sí sabemos que Federico veló armas19 durante aquellas semanas como caballero andante de la literatura, es decir, decidió hacerse escritor, estableció las bases de su poética literaria, anunció la pronta conversión de sus notas de viaje en un libro y ahondó definitivamente en su proceso de autoconocimiento, con el telón de fondo de su crisis existencial. Una fotografía tomada unos días antes, a finales de julio, en el llamado compás de afuera del monasterio de las Huelgas, muestra al Federico que nos gusta imaginarnos durante las semanas siguientes, solitario, reflexivo, empequeñecido entre las imponentes arquitecturas góticas de la torre del monasterio que se alzan como emblemas de sus graves disquisiciones.
A principios de septiembre, ya en Granada, la noticia de su conversión a la literatura fue bien recibida, sobre todo entre los artistas de la tertulia del Rinconcillo. Siguió trabajando en Impresiones y paisajes a la vez que no dejaba de producir sus prosas confesionales, centradas en los problemas de su identidad sexual, religiosa y filosófica. Fue muy consciente del tipo de textos que debían ir a parar al libro y del tipo de textos que debía guardarse para sí. El que en agosto de 1917 iba a ser convencional libro de viajes por la «España vieja» se transformó meses más tarde en un conjunto de prosas modernistas sobre la experiencia del mirar. Excluyó cuidadosamente del libro cualquier texto que evidenciase sus angustias íntimas y no estuviese dirigido a la observación externa. Por eso, como dice Andrés Soria Olmedo, en las prosas de Impresiones y paisajes predominan la iconoclastia y las turbaciones de la sensualidad sobre el arrebato místico.20 Poblado como está de descripciones de arquitecturas y paisajes naturales, no aparecen por ningún lado géneros como la crónica periodística, la erudición académica o el ensayo de indagación histórica. Aquí reside el consciente distanciamiento tanto de Berrueta como de los textos producidos por sus compañeros, tan ajustados a las directrices del profesor. En términos de García-Posada, la prosa de Lorca es prosa de poeta y no de narrador: no cuenta, siente. Aunque la influencia de Rubén Darío y el modernismo hispánico sea palpable en la imaginería descriptiva utilizada, y los textos de la primera parte del libro, los dedicados a Castilla, sean deudores también de la mirada noventayochista, el libro contiene dos mensajes originales: el mensaje de la afirmación de Lorca como escritor —el de su irrupción segura y decidida en el sistema literario— y el mensaje de que la reflexión sobre la propia poética artística debe formar parte del libro, algo asombroso en unos textos escritos con dieciocho y diecinueve años, y que será una constante en todas las obras lorquianas posteriores.
Es cierto que Lorca habló poco de Impresiones y paisajes, y que el libro quedó olvidado, cual reliquia de su prehistoria literaria, confinado a los estudios académicos y especializados, como si se dudase de su capacidad para ser disfrutado sin más por lectores comunes. No compartimos la idea establecida de que Impresiones… tenga solo un valor testimonial y no pueda ser leído contemporáneamente. Tampoco creemos que Lorca se mostró humilde o inseguro cuando afirmó en el prólogo que se trataba de un libro «pobre» o cuando dijo estar preparado para que durase apenas unos días en los escaparates de la ciudad de provincias. Esas afirmaciones son mera captatio benevolentiae: Lorca tiene una seguridad asombrosa en sus poderes como escritor.
Impresiones y paisajes es el resultado inopinado de aquel feliz taller literario que resultaron ser los viajes de Berrueta. Contienen una sabia lección para todo aspirante a escritor: la literatura es una mirada. Por supuesto, la plasmación por escrito de la forma lorquiana de mirar de 1917-1918 es deudora de sus lecturas, pues ya sabemos, con Robert Louis Stevenson, que todo escritor primerizo es un simio diligente. Lorca mira el mundo exterior, y las iglesias, los palacios, los jardines, los claustros, los conventos, las ruinas, las montañas, los ríos, las esculturas, las criaturas vivas y los amaneceres están descritos con los colores y las adjetivaciones modernistas y simbolistas, con todo lo mimetizado en sus lecturas de Darío, Villaespesa, Salvador Rueda y el primer Juan Ramón Jiménez. Artefacto cultural empapado de referencias, cada prosa que lo conforma evidencia las lecturas concretas que Lorca tiene detrás, de Lautréamont a Wilde, de Maeterlinck a san Juan de la Cruz. Es cierto que las reflexiones sobre las artes plásticas adolecen de los tópicos de la literatura finisecular, que su mirada sobre Castilla está filtrada por la perplejidad azoriniana, la melancolía machadiana o el fervor unamuniano, y que la Granada que describe es deudora del orientalismo romántico, ese arco que sale de Washington Irving y va a dar a Ángel Ganivet. Pero cuánta originalidad y facilidad encontramos en las referencias musicales, de las que el libro está lleno, para honrar al músico que dejó de ser: Händel, Beethoven, Wagner, la sinfonía de los campos, las notas melancólicas de las casonas, las cantinelas de los humildes, los sonidos de la luz, del color y de las formas. La mirada del escritor no se conforma con la descripción poética de las formas de lo real, sino que también incorpora una detección de la vida que llevan dentro: «A mí únicamente me convence el interior de las cosas, […] el alma incrustada en ellas», dice en «La Cartuja» a modo de manifiesto. Pues «la poesía existe en todas las cosas, en lo feo, en lo hermoso, en lo repugnante; lo difícil es saberla descubrir, despertar los lagos profundos del alma». El artista es el que tiene el don de mirar, el que sabe describir el mundo mientras adivina la esencia íntima que lo anima. Así, el paseo por el pétreo y silencioso mundo de los monjes cartujos lo lleva a una diatriba de la penitencia y a una defensa paralela de la caridad y de la figura de Cristo que acaba en una sensual apología del amor, de la misma manera que se burla de los jazmines castellanos que no huelen con tal de no pecar o contrapone la armonía y majestuosidad de la vega de Granada a la tragedia y la angustia de las callejuelas retorcidas del Albaicín. Los pasajes del libro son de una inagotable variedad; la mirada del poeta puede ir sin transición de una reflexión sobre las ruinas románticas a una estampa casi costumbrista y llena de humor. Estas contraposiciones y acumulaciones delatan, de nuevo, la filiación romántica y modernista-simbolista del libro. Es la mirada del artista la que dota de unicidad a la variedad infinita del mundo: «Hay que interpretar siempre escanciando nuestra alma sobre las cosas, viendo un algo espiritual donde no existe, dando a las formas el encanto de nuestros sentimientos». Tal vez Lorca no identificara el momento epifánico de su conversión en escritor, pero sí supo darse prisa en publicar este libro a modo de manual romántico del artista adolescente que dejaba atrás. Por fin había cumplido