La guardia blanca. Arthur Conan Doyle
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—Bueno es todo eso, pero más necesitas hoy otra clase de lecturas, algo de ciencias naturales, geografía y matemáticas. Veamos: desde esta ventana se divisa la desembocadura del Lande y más allá unas cuantas velas de barcos pescadores que han cruzado la barra y salido al mar. Supongamos que en lugar de volver esta noche al puerto, continuasen esas barcas su viaje por días y días en la dirección que ahora llevan. ¿Sabes á dónde llegarían?
—Tienen puesta la proa en dirección á Oriente, contestó prontamente el joven, y van en derechura hacia aquella región de Francia que hoy forma parte de los dominios de nuestro poderoso señor el Rey de Inglaterra. Volviendo la proa hacia el sur llegarían á España y por el nordeste encontrarían los estados de Flandes y más allá la gente moscovita.
—Cierto es. ¿Y si después de llegar á los dominios de nuestro rey en Francia emprendiese un caminante la marcha en dirección á Oriente?
—Pues visitaría las tierras francesas que todavía están en tela de juicio y la famosa ciudad de Avignón, donde reside temporalmente Su Santidad. Más allá se extienden los estados de Alemania, el gran Imperio Romano, las tribus de los paganos Hunos y Lituanos y por último la ciudad de Constantino y el dominio de los odiados hijos de Mahoma.
—Bien, Roger. ¿Y más allá?
—Jerusalén, la Tierra Santa y el caudaloso río que tuvo sus fuentes en el paraíso terrenal. Después... no sé, padre mío; pero el fin del mundo no andará muy lejos de aquellos lugares, á lo que imagino.
—No tal, mi buen Roger, y eso te probará que siempre queda algo que aprender. Has de saber que entre los Santos Lugares y el fin del mundo habitan muchos y muy numerosos pueblos, cuales son el de las amazonas, el de los pigmeos y aun el de ciertas mujeres, tan bellas como peligrosas, que matan con la mirada, como se dice del basilisco. Y al oriente de todas esas naciones está el reino del Preste Juan, cuyas vagas descripciones habrás hallado en los libros. Todo esto lo sé de buena tinta, por habérmelo asegurado y descrito un valiente capitán y gran viajero, el señor Farfán de Setién, que descansó en Belmonte á su paso para Southampton y nos refirió sus viajes, descubrimientos y aventuras en el refectorio, con detalles tan curiosos é interesantes que muchos hermanos se olvidaron de comer por el placer de escucharle sin perder una sílaba de su relato.
—Lo que yo quisiera saber, padre mío, es qué hay al fin del mundo....
—Poco á poco, amiguito, interrumpió el abad. Lo que allí hay ó deja de haber no es para preguntado. Pero hablemos de tu viaje. ¿Cuál será tu primera etapa?
—La casa de mi hermano en Munster. No sólo deseo conocerlo, sino que los informes desfavorables que siempre he tenido de su carácter y método de vida me parecen una razón más para intentar reformarlo y atraerlo al buen camino.
El abad movió la cabeza negativamente.
—Pronto se echa de ver tu inexperiencia. La mala reputación del arrendador de Munster data de antiguo, y quiera Dios que no sea él quien logre apartarte del buen camino que has seguido hasta ahora. Pero ya vivas con él ya te lleve la suerte por otros rumbos, desconfía sobre todo de los falsos atractivos y de las artes de la mujer, el mayor peligro que amenaza á los hombres de tu edad y sobre todo á los que como tú no han encontrado jamás en su camino á ese enemigo de nuestra tranquilidad. Adiós, hijo mío. Abrázame y recibe la bendición del cielo que invoco sobre tu cabeza. Encomiéndote también fervientemente al glorioso San Julián, patrón de los viajeros. Sea tu vida cristiana y feliz.
Penosa fué la despedida de aquellos dos hombres, el uno animado por el cariño paternal que profesaba al huérfano y el otro por su gratitud infinita hacia el bondadoso protector de toda su vida. Hacía más dura su separación la idea que ambos tenían formada del mundo, al que consideraban desde su tranquilo refugio como centro de iniquidades, peligros y rencores. Los monjes y novicios que no habían salido á sus quehaceres esperaban á Roger en el pórtico, donde se despidieron de él con efusión, pues de todos era grandemente apreciado. También le hicieron algunos regalos; un pequeño crucifijo de marfil, un libro de oraciones y un cuadrito que representaba la Degollación de los Inocentes, artísticamente ejecutado en pergamino. Todos aquellos recuerdos de sus cariñosos amigos quedaron pronto bien acondicionados en el zurrón, sobre el cual el previsor hermano Atanasio colocó también un paquete que recomendó mucho á Roger y que según descubrió éste después, contenía una hogaza de pan blanco, un magnífico queso y una botella de buen vino.
Púsose por fin en camino el conmovido joven, en cuyos oídos resonaban las bendiciones y las frases de despedida de los bondadosos monjes. Al llegar á una altura vecina se detuvo para contemplar por última vez aquellos lugares en los que se había deslizado su vida tranquila y dichosa. Allí el obscuro y monumental edificio de la abadía, la residencia de Fray Diego, con su capilla adjunta, los jardines y huertos, iluminado todo ello por un sol espléndido. Más allá la anchurosa ría del Lande, el vetusto pozo de piedra, la capilla de la Virgen y en la esplanada frente al convento el grupo de blancos hábitos, aquellos amigos de su adolescencia, que al verle detenido renovaron sus saludos.
Dos lágrimas surcaron las mejillas de Roger, que suspiró profundamente y volvió á emprender su jornada.
CAPÍTULO III
DE CÓMO TRISTÁN DE HORLA DEJÓ AL BATANERO EN PERNETAS
CASO muy raro sería que un joven de veinte años, lleno de salud y vida, dedicase las primeras horas de absoluta independencia gozadas desde la infancia á llorar la celda de su convento y la disciplina del claustro. Sucedió, pues, que la emoción de Roger fué poco duradera y que aun antes de perder de vista á Belmonte recobró la alegría propia de sus años y pudo apreciar en toda su belleza los primores del paisaje. Era una tarde hermosísima; los rayos del sol caían oblicuamente sobre los frondosos árboles, trazando en el camino arabescos de sombras, alternados con anchas franjas doradas. Entre los árboles y en cuanto alcanzaba la vista, tupidos arbustos, amarilleando algunos al soplo del otoño. Al perfume de las flores se unían las gratas emanaciones resinosas de los pinares y sólo el rumor de claros arroyuelos interrumpía de cuando en cuando el murmullo de la brisa entre las ramas y el canto de los pájaros.
Pero aquella soledad y quietud de los campos eran sólo aparentes. La vida se desarrollaba vigorosa y activa en ellos y en los vecinos bosques. Insectos de brillantes colores zumbaban en torno de hojas y flores; juguetonas ardillas suspendían sus escarceos para mirar al insólito caminante desde lo alto de las ramas, y ya se oía el gruñido del fiero jabalí en el matorral, ya el roce de las hojas secas pisadas por el gamo, que huía á todo correr.
No tardó el risueño caminante en dejar muy atrás á Belmonte y sus verdes praderas y de aquí que fuera mayor su sorpresa al divisar sentado en una piedra junto al camino á uno al parecer religioso de aquella comunidad, á juzgar por los blancos hábitos que vestía. Pero al acercarse notó Roger que el rostro del fraile, desapacible y coloradote, le era totalmente desconocido y que por sus ademanes y la expresión dolorida del semblante más parecía caminante desbalijado que otra cosa. De pronto le vió incorporarse y correr camino arriba, recogiendo y levantando con ambas manos el sayal, lo menos dos palmos más largo de lo que pedía el cuerpo bajo y rechoncho del desconocido. Pero no tardó éste en detenerse, resoplando como si le faltara el aliento y acabando por dejarse caer sobre la hierba. Roger se dirigió hacia él apresuradamente y el otro le preguntó:
—¿Conocéis, buen amigo, la abadía de Belmonte?
—Mucho