La guardia blanca. Arthur Conan Doyle

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La guardia blanca - Arthur Conan Doyle страница 8

Автор:
Серия:
Издательство:
La guardia blanca - Arthur Conan Doyle

Скачать книгу

dejándose caer rendido sobre la hierba.

      —¡Por vida de! Muy callado lo teníais, señor músico, dijo el otro imitándolo. ¿Dónde aprendisteis á tañer de tal suerte?

      —Lo que acabo de tocar lo aprendí yo solo, sin música ni maestro, por haberlo oído varias veces allá en Belmonte, de donde vengo.

      —¡El diablo me lleve si no sois vos el auxiliar que nos hace falta! dijo el juglar que parecía de más edad. Tiempo hace que busco un vihuelista, flautista, ó lo que sea, que nos acompañe y pueda tocar de oído, y vos lo tenéis magnífico. Venid con nosotros á Pleyel, que no os ha de pesar, ni os faltarán algunos ducados, buena cerveza y mejor humor mientras sigamos juntos.

      —Sin contar con que jamás hemos tenido cena sin una buena tajada de carne en el plato y vos no seréis menos. Por mi parte os prometo media azumbre de vino los domingos, mientras estemos en poblado, dijo el otro. Es gascón y del añejo, agregó guiñando un ojo para dar más valor á su oferta.

      —No, no puede ser, contestó el joven. Otro es mi destino y si he de llegar á él en sazón no puedo permitirme muchas paradas tan largas como ésta. Con Dios quedad.

      Dicho esto se alejó apresuradamente, sin atender á las repetidas ofertas de los juglares, quienes por fin se despidieron de él deseándole buena suerte. La última vez que los vió, antes de doblar un recodo del sendero, el más joven de los saltimbanquis se había subido sobre los hombros de su compañero y desde aquella altura lo saludaba con dos banderolas de chillones colores, que agitaba sobre su cabeza.

      Roger les hizo un ademán de despedida y emprendió sonriente el camino de Munster.

      Extraños y en gran manera interesantes le parecían todos aquellos variados incidentes de su jornada. Las pocas horas pasadas desde que abandonó el apacible claustro le habían procurado más emociones que un año de vida en Belmonte. Se le hacía increíble que el fresco pan que iba comiendo con placer fuese reciensalido de los hornos de la abadía.

      No tardó en dejar el terreno montañoso cubierto de arbolado y se halló en la vasta llanura de Solent, cuyos campos esmaltados de florecillas multicolores presentaban aquí y allá grupos verdes ó bronceados de ondulantes helechos. Á la izquierda del viajero y no muy lejos continuaba el espeso bosque, pero la senda divergía rápidamente de él y serpenteaba por el valle. El sol próximo á su ocaso entre purpurinas nubes, iluminaba con luz suave los alegres campos y rozaba de soslayo los primeros árboles del bosque, poniendo entre las ramas toques inimitables de oro y rojo. Admiró Roger el bellísimo paisaje, pero sin detenerse, porque según sus informes lo separaba todavía una legua larga del primer mesón donde se proponía pasar la noche. Lo único que hizo fué dar algunos mordiscos al pan y al apetitoso queso que llevaba de repuesto.

      Por aquella parte del camino se cruzó el viajero con buen número de personas. Vió primero á dos frailes dominicos de negros hábitos, que pasaron sin mirarle siquiera, fija la vista en el suelo y murmurando sus oraciones. Siguióles un obeso franciscano, mofletudo y sonriente, que detuvo á Roger para preguntarle si no había por allí cierta venta famosa por sus tortas de anguilas; y como el joven le contestase que siempre había oído poner por las nubes los guisos de anguilas de Solent, el epicúreo padre tomó el camino de aquel pueblo relamiéndose de gusto. Poco después vió venir nuestro viajero á tres segadores que cantaban á voz en cuello, con acento y jerga tan diferentes de cuanto hasta entonces había oído en su convento, que más bien le parecieron hombres de otra raza expresándose en lenguaje bárbaro. Llevaba uno de ellos una garza que habían cogido en la ciénaga vecina y se la ofreció á Roger por dos cornados. Excusóse éste como pudo y se alegró de dejar atrás á los cantantes, cuyos enmarañados cabellos rojos, afiladas hoces y risa brutal los hacían nada gratos compañeros de viaje y menos para encontrados al caer la noche en campo raso.

      Más peligroso que aquellos alegres campesinos demostró ser un macilento pordiosero que le salió al encuentro poco después, supliendo con una muleta la pierna que le faltaba. Aunque endeble y humilde al parecer, no bien hubo pasado Roger sin depositar en el grasiento sombrero la moneda que le pedía, oyó el grito de rabia del miserable y una blasfemia atroz, seguida de una pedrada que si hubiera acertado á nuestro héroe en la cabeza habría puesto probablemente fin á sus aventuras. Por suerte la piedra pasó rozándole una oreja y fue á dar violentamente contra un árbol cercano. Detrás de su tronco se guareció Roger de un salto y desde allí efectuó su retirada ocultándose entre la maleza, sin volver al sendero hasta que hubo puesto buen trecho entre su persona y el andrajoso energúmeno. Íbale pareciendo que en Inglaterra no había más protección de vidas y haciendas que la que cada cual pudiese proporcionarse con sus propios puños ó con la ligereza de sus piernas. ¿Dónde estaba la ley, aquella ley de que había oído hablar en el claustro, superior á prelados y barones y de la cual no veía indicio ni señal? Sin embargo, no debía de ocultarse el sol aquel día sin que Roger viese por sí mismo un ejemplo inolvidable de la ley durísima de aquella época y de la más pronta distribución de justicia que jamás presenciaron ojos humanos.

      En el centro del valle había una hondonada por la que corrían las aguas de cristalino arroyuelo. Á la derecha del camino, en el punto donde cruzaba el arroyo, veíase un informe montón de piedras, acaso un antiguo túmulo, que desaparecía casi por completo bajo los brezos y helechos. Buscando estaba Roger el vado cuando vió venir por el lado opuesto á una pobre mujer cargada de años y achaques, que por dos veces trató inútilmente de poner el pie sobre una ancha piedra plana colocada en medio del arroyo. Roger la vió sentarse desalentada en el ribazo y cruzando el vado se le acercó y le ofreció ayudarla.

      —Venid, buena mujer; el paso no es tan difícil como parece.

      —No puedo, doncel; la edad ha nublado mis ojos y aunque sé que hay una piedra en el vado, no acierto á verla.

      —Pues por eso no ha de quedar, dijo Roger; y tomando en brazos á la enjuta viejecilla la trasladó prontamente á la otra margen. Muy débil y anciana parecéis para viajar sola, continuó cuando la vió vacilar y caer de rodillas. ¿Venís de muy lejos?

      —De Balsain, donde dejé mi arruinada casuca tres días há. Voy en busca de mi hijo, que es montero del rey en Corvalle y me ha ofrecido cuidar de mí estos últimos días de mi vida.

      —Deber suyo es hacerlo, que vos cuidasteis de él en su niñez. Pero ¿habéis comido? ¿Lleváis provisiones?

      —Tomé un bocado al rayar el día, en el ventorrillo de Dunán.... Pero allí dejé también la última moneda que me quedaba y por eso necesito llegar esta misma noche á Corvalle, donde nada me faltará. ¡Si vierais á mi hijo, tan arrogante, tan generoso! Olvido mis tribulaciones al figurármelo con su verde sayo de montero, bordadas sobre el pecho las armas del rey.

      —Grande es la tirada de aquí á Corvalle, sobre todo para vos y ya casi de noche. Pero aquí tenéis un poco de pan y queso y también algunos sueldos para que con ellos completéis vuestra cena en el primer mesón. Á Dios quedad.

      —Él os guarde, generoso mancebo, dijo la viejecilla alejándose y menudeando sus bendiciones.

      Al volverse Roger para emprender la marcha descubrió lo que hasta entonces no había reparado; que su breve entrevista con la pobre mujer había tenido testigos. Eran éstos dos hombres, ocultos hasta entonces entre los brezos que cubrían el montón de piedras antes citado y que abandonando su escondrijo se dirigían hacia la hondonada. Uno de ellos, viejo de andrajosos vestidos, inculta barba y retorcida nariz, tenía más apariencias de bandido que de caminante; el otro era uno de los pocos negros que había en Inglaterra por aquella época, y Roger contempló asombrado los abultados labios y grandes y blancos dientes que hacían resaltar la negrura

Скачать книгу