La guardia blanca. Arthur Conan Doyle

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La guardia blanca - Arthur Conan Doyle

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llena de pecas, los ojos negros y el pelo rojo, á quien por mi mal acabo de encontrarme en este camino. ¿Le conocéis? No puede haber otro tan grande ni tan malvado como él en la abadía.

      —Por las señas es ése el novicio Tristán de Horla. ¿Qué os ha hecho?

      —¡Pesia mi alma que lo hecho por él no lo hicieran conmigo salteadores de camino! No sino que el menguado me quitó cuanta ropa llevaba puesta dejándome en gregüescos y después me enjaretó este sayal blanco, quedándome yo aquí corrido y sin atreverme á volver al pueblo y mucho menos á presentarme á mi mujer, que si me ve en esta guisa pondrá el grito en el cielo, tratándome de borracho y correntón.

      —¿Pero cómo fué eso? preguntó el amanuense, que á duras penas podía contener la risa.

      —Yo os lo contaré de la cruz á la fecha, repuso el otro. Pasaba por este mismo camino y muy cerca del lugar en que estamos, cuando me topé con el fraile bandido de la cabeza roja. Creyéndolo un religioso como Dios manda, entregado á sus oraciones, lo saludé y seguí mi marcha hacia Léminton, donde vivo y me gano el sustento como batanero que soy. Pero á los pocos pasos oí que me llamaba; volvíme y me preguntó si tenía noticia de la nueva indulgencia concedida á favor de los monjes del Císter. "No," le contesté. "Tanto peor para vuestra salvación eterna," me dijo; y habló largamente de la gran estimación de Su Santidad por las virtudes del abad de Berguén y cómo en reconocimiento y recompensa de las mismas había resuelto el Papa conceder indulgencia plenaria á todo pecador que vistiese el hábito cisterciense y lo tuviese puesto el tiempo necesario para recitar los siete Salmos de David. Al oirlo me arrodillé á sus pies, rogándole que me dejase obtener tan grande gracia prestándome su hábito, á lo que se avino después de muchas súplicas y de entregarle yo doce sueldos para dorar la imagen del bendito San Lorenzo. Quitádose que hubo esta vestimenta, tuve que prestarle mi buen jubón y calzas de paño para que no le viese algún caminante en ropas menores y aun me pidió el grueso par de medias que yo llevaba para preservarse, dijo, del airecillo algo frío, mientras rezaba yo mis oraciones. Llegado apenas al segundo salmo, acabó él de arroparse y gritándome que procurase conducirme cual cuadraba á un piadoso fraile, apretó á correr camino arriba como si lo persiguieran los demonios. Cuanto á mí, pecador, ni puedo correr metido en este saco harinero que por todos lados me sobra, ni tampoco es cosa de quitármelo y presentarme en el pueblo sin más vestimenta que una almilla rabona, unos gregüescos remendados y un par de zapatos. Ni siquiera medias. ¡Por vida del fraile ladrón!

      —No os descorazonéis, buen hombre, dijo el doncel, que bien podréis trocar vuestro sayal por un jubón en el convento, cuando no tengáis más cerca algún conocido que os saque del paso.

      —Sí tengo, repuso el batanero. Allende el seto vive un pariente de mi mujer, pero la suya es lo más mordaz y maldiciente que conozco y como mi aventura llegase á oidos de aquella bruja no me atrevería á asomar la cara fuera de mi casa en un mes. Pero si vos quisierais, mi buen señor, podríais hacerme una grandísima merced con sólo desviaros de vuestro camino cosa de dos tiros de ballesta y....

      —Eso haré yo de muy buena gana, dijo Roger compadecido del pobre hombre á quien en tan duro trance habían puesto las diabluras de Tristán, su amigo del convento.

      —Pues tomad aquel sendero de la izquierda, que no tardará en llevaros á un claro del bosque, y allí veréis la choza de un carbonero. Decidle que os dé un par de prendas de ropa y que os envía con grande urgencia maese Rampas, el batanero de Léminton. Razones tiene para no negarme eso que en nombre mío váis á pedirle.

      Hízolo Roger como se lo decían y halló muy pronto la cabaña y sola en ella á la mujer del carbonero, por hallarse su marido trabajando en el monte. Expuso su misión y complaciente la mujer comenzó enseguida á preparar el hatillo, mientras Roger la contemplaba con la curiosidad natural en quien jamás había hablado á una mujer y mucho menos vístose mano á mano con una hija de Eva en solitaria cabaña perdida en el bosque. Observó que sus desnudos brazos eran de redondeadas formas, aunque requemados por el sol y que llevaba modesta basquiña parda y un pañolón cruzado y prendido sobre el pecho con enorme alfiler de cobre.

      —¡Maese Rampas el batanero! repetía ella yendo de aquí para allá en busca de las ropas. Si fuese yo su mujer ya le enseñaría á dejarse desbalijar en medio del camino por el primer perdulario que pase. Pero á bien que él ha sido siempre un alma de Dios y que no he de ser yo quien le ponga tachas ni le niegue un favor, que muy grande me lo hizo él pagando de su bolsillo el entierro de Frasquillo, mi hijo mayor, á quien tenía de aprendiz en el batán y me lo llevó la peste negra de hace dos años. ¿Y quién sois vos, mi buen señor?

      —Un caminante. Vengo de Belmonte y me propongo llegar á Munster esta noche ó mañana.

      —Y viniendo de Belmonte, me basta miraros para conocer que habéis sido discípulo de los monjes. Pero conmigo no hay por qué bajar los ojos ni poneros rojo como un pimiento. ¡Bah! ¿Á mí qué? ¡Buenas cosas os habrán contado los frailes de nosotras las mujeres, y á fe que se diría que ninguno de ellos ha conocido ni querido á su propia madre! ¡Bonito estaría el mundo si los padres priores echasen de él á todas las mujeres!

      —No lo quiera Dios, dijo fervientemente Roger.

      —Amén mil veces. Pero vos sois un gentil mozo y tanto más me lo parecéis á mí por lo mismo que sois á la vez modesto y comedido. Fácil es ver también que no habéis pasado vuestros pocos años á la intemperie, sufriendo las inclemencias del frío en invierno y quemado por los rayos del sol en verano, como tuvo que sufrirlo mi pobre Frasquillo, y eso que no había cumplido los catorce cuando me lo llevó Dios.

      —La verdad es que he visto muy poco del mundo, buena mujer, respondió el joven.

      —Tanto mejor para vos. Y ahora, aquí tenéis el hatillo para el bueno de Rampas y decidle que no se dé prisa por devolver esas ropas. Cuando buenamente pase por aquí cerca puede dejarlas en la cabaña. ¡Virgen Santa, cómo estáis cubierto de polvo! Bien se ve que en los conventos no hay mujer que os cuide. Os limpiaré un poco. ¡Vaya! Y ahora, dadme un beso é id en paz.

      Inclinóse Roger para que ella lo besase, saludo muy en boga en Inglaterra por aquella época, y así lo hizo notar Erasmo mucho después, diciendo que el beso como saludo era más usado en aquel reino que en ningún otro país. Pero la experiencia era nueva para Roger, y el contacto de la villana le produjo una impresión para él desconocida hasta entonces. Pensando iba en ello al dejar la casuca y recordó las palabras del abad, acabando por preguntarse qué hubiera dicho y sentido éste en caso parecido al suyo. Pero llegado de nuevo al camino vió Roger un cuadro que le hizo olvidar todo lo restante.

      El malhadado maese Rampas se hallaba á corta distancia del lugar donde él lo dejara, gimiendo, pateando y desesperándose más que nunca y lo que era peor, sin el hábito, ni más vestimenta que una cortísima almilla y los zapatos. Á lo lejos desaparecía entre los árboles á todo correr un hombrachón que llevaba un lío en una mano y apoyaba la otra sobre el costado como si le dolieran los ijares de tanto reirse.

      —¡Vedlo! aulló el batanero. ¡Allí va! Vos me sois testigo, para dar con él en la cárcel de Chester. ¡Que se me lleva mi hábito!

      —¿Pero qué ha pasado aquí? ¿Quién es aquel hombre?

      —¿Quién ha de ser, pesia mí, sino vuestro Tristán el ladrón, Tristán el bandido, que no contento con haberme dejado casi en cueros vivos, volvió para llevárseme el sayal, como si un cristiano pudiera andar por el camino público con este camisín. ¡Me ha robado mi hábito, mi hábito!

      —Perdonad, buen hombre, el hábito era suyo....

      —Corriente,

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