La guardia blanca. Arthur Conan Doyle

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La guardia blanca - Arthur Conan Doyle

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cómo fué ello? preguntó Roger, lleno de asombro.

      —¿Son ésas las ropas que me traéis? Dadme acá, por favor, que éstas ni el Papa me las quita, aunque le ayude todo el Sacro Colegio. ¿Que cómo fué? Pues apenas me dejasteis volvió corriendo don ladrón y como yo empezase á apostrofarle me preguntó muy dulcemente si creía posible que un buen religioso abandonase su sayal nuevecito y abrigado para vestir el jubón y las calzas de un artesano. Empecé á quitarme el hábito muy regocijado, mientras él explicaba que se había ausentado para que yo dijera mis oraciones con mayor recogimiento. También hizo como que se desabrochaba mi jubón para devolvérmelo, pero no bien le entregué su sayal apretó á correr otra vez, dejándome con lo puesto, que no es mucho que digamos. ¡Habrá tuno! ¡Y cómo se reía el bigardón!

      Roger escuchó el relato de aquellas lástimas con toda la seriedad que pudo. Pero cuando contempló al pobre hombre vestido con los guiñapos del carbonero y vió la expresión de dignidad ofendida que tenían el rostro mofletudo y los ojillos saltones de maese Rampas, le fué imposible contener la risa. Jamás se había reido tanta ni de tan buena gana, é incapaz de tenerse de pie se apoyó contra el tronco de un árbol, sin poder hablar, saltándosele las lágrimas y riéndose á todo trapo.

      El batanero le miró gravemente; nuevos accesos de hilaridad retorcieron el cuerpo de Roger y maese Rampas, viendo que aquello no llevaba trazas de acabar, le hizo un ceremonioso saludo y se alejó pausada y altivamente, contoneándose. Roger le miró hasta perderle de vista, y aun después de ponerse él mismo en camino se reía de todo corazón cada vez que recordaba la facha y los visajes del batanero de Léminton.

       DE LA JUSTICIA INGLESA EN EL SIGLO CATORCE

       Índice

      EL camino que seguía Roger era poco frecuentado, mas no tanto que el viandante dejase de encontrar de vez en cuando ya unos arrieros, ya un pobre pedigüeño, y otros viajeros tan cansados como él. Entre los que halló Roger á su paso se contó también uno al parecer fraile, que gimoteando le pidió algunos cornados para comprar pan, pues estaba muerto de hambre. El joven apresuró el paso sin contestarle, porque en el convento había aprendido á desconfiar de esos frailes vagabundos; sin contar con que del morral que el pordiosero llevaba á la espalda vió salir el hueso no muy mondo de una pierna de cordero que para sí la hubiera querido el buen Roger. No anduvo largo trecho sin oir las maldiciones que le lanzaba el supuesto religioso; seguidas de tales blasfemias que el caminante echó á correr por no oirlas y no paró hasta perder de vista al deslenguado fraile.

      En los linderos del bosque descubrió Roger á un chalán que con su mujer despachaba un enorme pastel de liebre y un frasco de sidra, sentados ambos al borde del camino. El brutal chalán lanzó una exclamación grosera al pasar Roger, quien siguió su marcha sin darse por entendido; pero como á la mujer se le ocurriese llamar á gritos al apuesto joven invitándole á comer con ellos, su marido se enfureció de tal manera que empuñando la vara empezó á dar de palos á su caritativa compañera. El joven comprendió que lo mejor era poner tierra por medio, muy apesadumbrado al ver que por todas partes sólo hallaba violencias, engaños é injusticias.

      Pensando iba en ello y comparando aquellos episodios de su jornada con la vida monótona del convento, cuando detrás de un vallado que á su derecha quedaba vió el más raro espectáculo que imaginarse pueda. Cuatro piernas cubiertas con ajustadas medias de arlequinados colores y largos borceguíes de retorcidas puntas en los pies, se movían á compás, sin que el matorral permitiese ver los cuerpos invertidos á que pertenecían aquellas extremidades. Acercándose prudentemente oyó Roger los sonidos de una flauta y rodeando el vallado creció de punto su sorpresa al ver á dos jóvenes que, sin gran dificultad al parecer, se sostenían cabeza abajo sobre la hierba y tocaban sendas flautas, á la vez que imitaban con los pies los movimientos de la danza. Hizo Roger la señal de la cruz y tentado estuvo de echar á correr; pero en aquel momento lo descubrieron los músicos, que inmediatamente se le acercaron dando saltos sobre sus cabezas, como si fueran éstas de pedernal y no de carne y hueso. Llegados á pocos pasos de Roger, doblaron sus cuerpos aquellos rarísimos danzantes, y posando los pies en el suelo asumieron sin el menor esfuerzo su posición normal y se adelantaron sonrientes, con la mano sobre el corazón, en la actitud de acróbatas ó payasos saludando al público.

      —Sed generoso, príncipe mío, dijo uno de ellos tendiendo un birrete galoneado que recogió del suelo.

      —Mano al bolsillo, apuesto doncel, repuso el otro. Aceptamos toda clase de moneda y en cualquiera cantidad que sea, desde una talega de ducados ó un puñado de doblas, hasta un solo cornado, si no podéis hacer mayor ofrenda.

      Roger creyó hallarse en presencia de un par de duendes y aun procuró recordar la fórmula del exorcismo; pero los dos desconocidos prorrumpieron en grandes carcajadas al ver el espanto y la sorpresa reflejados en su semblante. Uno de ellos dió un salto y cayendo sobre las manos comenzó á andar con ellas, dando zapatetas en el aire. El otro preguntó:

      —¿No habéis visto nunca juglares? Por lo menos habréis oído hablar de ellos. Tales somos, que no brujos ni demonios.

      —¿Á qué ese espanto, rubio querubín? preguntó el otro.

      —No os extrañe mi sorpresa, repuso por fin Roger. No había visto un juglar en mi vida y mucho menos esperaba contemplar en el aire dos pares de piernas danzando misteriosamente. ¿Pues y el saltar sobre vuestros cráneos? Bien quisiera saber por qué hacéis cosas tan extraordinarias.

      —Difícil es la respuesta, y á buen seguro que si de mí dependiera no volveríais á verme andando cabeza abajo, tragando estopa encendida ni tocando el laúd con los pies, para entretenimiento de mirones y espanto de tiernos pajecillos como vos.... Pero ¿qué veo? ¡Un frasco! ¡Y lleno, lleno "del rico zumo de las dulces uvas"! ¡Decomiso!

      Y haciendo y diciendo se apoderó de la botella de vino que el hermano despensero regaló á Roger y que éste llevaba en el entreabierto zurrón. Beberse la mitad del vino fué obra de un instante para el juglar, que después pasó el frasco á su compañero. Apenas lo agotó éste hizo ademán de tragárselo, con tanta verdad que asustó á Roger; después reapareció el evaporado frasco en la diestra del juglar, que lanzándolo en alto lo recibió sobre la pantorrilla izquierda, de la cual pareció extraerlo para presentárselo á Roger, acompañado de cómica reverencia.

      —Gracias por el vino, mocito, dijo; es de lo poco bueno que hemos probado en largos días. Y contestando á vuestra pregunta, os diremos que nuestra profesión nos obliga á inventar y ensayar continuamente nuevas suertes, una de las cuales y de las más difíciles y aplaudidas habéis presenciado. Venimos de Chester, donde hemos hecho la admiración de nobles y plebeyos y nos dirigimos á las ferias de Pleyel, donde si no ganamos muchos ducados no nos faltarán aplausos. De mí os aseguro que daría buen número de éstos por uno de aquellos. Ó por otro trago de vuestro riquísimo vino. Y ahora, amiguito, si os sentáis en aquella piedra, nosotros continuaremos nuestro ensayo y vos pasaréis el rato entretenido.

      Hízolo así Roger, quien notó entonces los dos enormes fardos que formaban el equipaje de los juglares y que por lo que dejaban ver contenían jubones de seda, cintos relucientes y franjas de oropel y falsa pedrería. Junto á ellos yacía una vihuela que Roger tomó y empezó á tocar con gran maestría, mientras los acróbatas continuaban sus sorprendentes ejercicios. No tardaron éstos en tomar el compás de la vihuela y era cosa de verlos con los pies en el aire, bailando sobre las manos, con tanta presteza y facilidad como si toda la vida hubiesen andado en aquella postura.

      —¡Más

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