Michel Foucault, la música y la historia. Pedro Antonio Rojas Valencia

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escritura hubiera actuado sobre las cosas, creando así sus propiedades, sus virtudes y sus secretos), la reflexión se centraba en la posibilidad de restituir ese lenguaje originario. Pero este lenguaje no podía ser enunciado sino por aproximación: “tratando de decir al respecto cosas semejantes a él y haciendo nacer así al infinito las fidelidades vecinas y similares de la interpretación” (2007, p. 49). El universo aparecía como algo para leer (legenda) y el pensamiento aparecía entregado a un (infinito) quehacer exegético, de allí la necesidad de la interpretación y el comentario, de la hermenéutica y la semiología31.

      Una de las relaciones más fáciles de trazar entre la práctica musical y el lenguaje se encuentra en los cantos. Recordará el lector que en el tiempo de Agustín abundaban las obras corales, en la composición primaba lo que ahora llamamos textura monódica —en la que todos los intérpretes cantan una sola melodía— y, en general, la música instrumental no estaba bien vista por la Iglesia católica. Esta relación de la música con la palabra va ser crucial durante la Edad Media. Incluso cuando el canto responsorial comenzó a ser sustituido por las primeras obras de textura polifónica llamadas organum, y cuando en las Schola Cantorum de San Marcel y de Notre Dame se practicaba el discantus, la palabra no perdió su relevancia. Estos cantos serán recordados como salmodias, porque cantaban fragmentos bíblicos. Cantar significaba interpretar el texto sagrado: leer.

      Foucault sostiene que los estudios en torno al lenguaje durante la época preclásica no obedecían, como se verá más adelante, a la figura binaria de la Logique de Port-Royal, dividida en significante y significado. La Grammaire de Ramus (1515-1572), por ejemplo, tenía dos partes: (i) el estudio de la etimología, buscando las “propiedades” intrínsecas de letras, sílabas y palabras completas; y (ii) el estudio de la sintaxis, que examinaba la conveniencia y comunión mutua de las propiedades de las palabras. Ninguno de los dos estudios se centraba en la búsqueda del sentido de las palabras. El signo era una figura “ternaria” (heredada de los estoicos y de los primeros gramáticos griegos), que era estudiado siguiendo tres aspectos: el dominio formal de las marcas, el contenido señalado por ellas y las similitudes que ligan las marcas y las cosas. Según el filósofo francés el lenguaje, al no depender de un contenido representativo, alcanzaba un “ser propio”, no era reductible a un simple instrumento32.

      La escritura de la música tampoco se reducía a una simple representación de sonidos. Al revisar la notación musical de ese tiempo se evidencia que se encontraba estrechamente relacionada con la palabra. La notación seguía “trazos” que guardaban similitud con los acentos y signos de puntuación (eran prosódicos y sintácticos) tanto en la música más representativa de la época como Leoninus33 (1150-1200) y Perotinus34 (1200-1250) y en las piezas menos reconocidas como las de Hildegard von Bingen35 (1078-1179). Su significado se modificaba según el contexto. Incluso, cuando la notación dejó de ser alfabética gracias a Hucbaldo (840-930) y Guido d’ Arezzo36 (995-1050) no se logró representar con precisión ni las duraciones, ni las alturas, ni el timbre de cada sonido. La escritura musical, a partir de lo que se podría llamar unos dibujos melódicos, se relacionaba estrechamente con la palabra, lo cual no cambió desde los tiempos de Agustín hasta bien entrada la época moderna.

      La música sacra, desde el punto de vista agustiniano, obedecía a un orden sagrado, buscaba asemejarse a lo divino, extendiéndose a lo largo de la cadena de la convenientia; las palabras bíblicas determinaban sus regulaciones métricas y estas a su vez comportaban unos numeri iudicales (en cuya potencia se revelaba lo eterno). En este sentido, las palabras que los grandes coros entonaban en las iglesias eran indicios de una especie de lenguaje previo repartido por Dios en el mundo, una suerte de huella de lo divino, razonamiento que ahora solo le es familiar a un conocimiento cabalístico o esotérico de las escrituras. En todo caso, la semejanza parece escabullirse entre las páginas de las teorías sobre la música de la Edad Media y de la antigüedad. Estas maneras de pensar la música afectaron profundamente la práctica de la misma; como se pudo ver, la estética en ocasiones se redujo a la legitimación de un tipo de música particular y condenaba otra porción de prácticas musicales. Si en el tiempo de Agustín se le permitió a la teorización de la música hacer parte del cuadrivio (conjunto de las cuatro artes liberales: aritmética, música, geometría y astrología o astronomía) se debe a su articulación con la palabra, porque no se había pensado en términos de “representación”, sino como desciframiento de los indicios dejados aquí y allá por la divinidad. En todo caso, esta manera de pensar la música cambiará radicalmente con el paso del tiempo, generando una discontinuidad con el pensamiento de la época clásica.

       La música en la cuadrícula

      Con la llegada de la época clásica, la semejanza comienza a ser considerada de manera negativa y se identifica como un error37. El derrumbe de esta práctica discursiva prefigura una discontinuidad entre el período preclásico y el clásico. Algunos de los rasgos de esta discontinuidad se pueden rastrear, por ejemplo, en la creciente necesidad de ordenar el mundo por medio del análisis, partiendo de lo simple a lo complejo; en definitiva, se trata del empeño de remplazar la capacidad de tejer relaciones, por el ejercicio de discernir las cosas con mayor claridad y evidencia38.

      En palabras de Michel Foucault: “A partir del siglo XVII, la semejanza es rechazada hasta los confines del saber, del lado de sus fronteras más bajas y más humildes. Allí, se liga a la imaginación, a las repeticiones inciertas, a las analogías empañadas” (2007, p. 57).

      René Descartes jugó un papel importante en esta discontinuidad, su filosofía confirma la exclusión de la semejanza como experiencia fundamental y forma primera del saber, a sus ojos esta práctica discursiva no sería más que una mixtura, una confusión: “Es un hábito frecuente —dice Descartes en las primeras líneas de las Regulae—, cuando se han descubierto algunas semejanzas entre dos cosas, el atribuir a una y a otra, aun en aquellos puntos en que de hecho son diferentes, lo que se ha reconocido como cierto solo de una de las dos” (Foucault, 2007, p. 77). Así es que, durante el período clásico la semejanza se desplazó por el orden, por la comparación en términos de identidad y diferencia. Por esta razón, el caballero andante para quien las figuras más cotidianas desencadenaban las similitudes más maravillosas, quien a cada paso se tropezaba con castillos, doncellas y gigantes, fue considerado loco y sus libros de caballería no eran otra cosa que un encantamiento.

      Ahora bien, la comparación sigue ocupando un papel privilegiado en el pensamiento, incluso, en la lógica cartesiana:

      Si Descartes rechaza la semejanza, no lo hace excluyendo del pensamiento racional el acto de comparación, ni tratando de limitarlo, sino por el contrario universalizándolo y dándole con ello su forma más pura. En efecto, por la comparación, encontramos «la figura, la extensión, el movimiento y otras cosas semejantes» —es decir, las naturalezas simples— en todos los sujetos en los que pueden estar presentes. Y, por otra parte, en una deducción del tipo: «toda A es B, toda B es C, en consecuencia, toda A es C», queda en claro que el espíritu “compara entre sí el término buscado y el término dado, a saber, A y C, en el respecto en que ambos son B”. En consecuencia, si ponemos aparte la intuición de una cosa aislada, puede decirse que todo conocimiento se obtiene por la comparación de dos o más cosas entre ellas. (Foucault, 2007, p. 78)

      Si la semejanza determinaba los discursos en torno a la música que circulaba antes del siglo XVII, en el período clásico hay una preocupación por el orden y la comparación en términos de identidad y diferencia. ¿Acaso el pensamiento musical obedecía a la misma práctica discursiva que determinaba, entre otros, a la gramática general, la matemática, la física y el análisis de la moneda de ese tiempo?

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