El liberalismo herido. José María Lassalle

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El liberalismo herido - José María Lassalle

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facto la soberanía popular al disponer de un poder aristocrático que condiciona todo lo que sucede en la infoesfera. Nos adentramos, por tanto, en una era hostil a la libertad y a los valores que acompañaron la construcción de la democracia. Al menos, de acuerdo con los patrones liberales que la han definido hasta ahora. Una era que anuncia que el eje de legitimidad de aquella se desplaza, quizá irreversiblemente. Tanto, que se insinúa una democracia distinta. Una democracia que sigue siéndolo en apariencia pero que resignifica sus presupuestos y modifica sus bases y fundamentos conceptuales mediante un giro autoritario que verticaliza la relación con el poder. Como señala Pierre Rosanvallon, la democracia evoluciona de nuevo porque nunca fue un universal predeterminado, estable e inamovible. La democracia nació movediza. Algo que se ha evidenciado con la historia. Ahora nos enfrentamos a una nueva mutación que hace que se decline probablemente como una democracia personalista, directa, polarizada e inmediata, por seguir citando al politólogo francés5.

      Entrado el siglo XXI la democracia adopta nuevas adjetivaciones. Evoluciona de un gobierno liberal hacia otro cesarista que la reconfigura como una organización agónica y excepcionada de la política. Basada en el conflicto y no en el consenso. Dominada por las pasiones y por una multitud acechante que reclama ser gobernada a golpes de autoridad y sin más limitaciones que el alcance de la seducción populista de sus líderes. Es cierto que hay otras versiones posibles para ella, aunque todas parecen abocadas a revestir en alguna medida estos rasgos. Pero la que se impone sobre todas ellas tiene un relato detrás que estudiaremos con detalle en los próximos capítulos. Se escribe desde una óptica autoritaria y neoliberal, que convierte al mercado en un sustituto del Estado. Así, mientras este se despolitiza, aquel se politiza hasta convertirse en un Mercado total. De este modo, se produce por la vía de los hechos una reconfiguración del fascismo a través del mercado. Una resignificación neoliberal del orden en donde el Estado y el Mercado se hibridan como una estructura disciplinaria que normaliza una teología del laissez faire tecnologizada.

      Si se confirmaran estas impresiones, habrá que buscar cómo limitar y condicionar el nuevo statu quo. Es más, si acabara siendo inevitable un perímetro político tan asfixiante, habría que encontrar un espacio para que fuese posible la libertad. Esto solo podrá hacerse si se define una estrategia circunstancial que devuelva al liberalismo su razón de ser como pensamiento al servicio del humanitarismo y la dignidad crítica de la persona. Algo que, de antemano, aventuro que no será fácil. El populismo está actuando como un tsunami político. Sin embargo, ¿cuándo ha sido fácil trabajar por la libertad? ¿Lo fue cuando nació el liberalismo a finales del siglo XVII? ¿Lo fue después, en el contexto de las revoluciones atlánticas, o en el difícil marco social del siglo XIX, o en el escabroso contexto político del siglo XX? En todos esos momentos el liberalismo tuvo que evolucionar y adaptarse a las circunstancias si no quería perecer. Baste recordar cómo John A. Hobson escribía en 1909 un ensayo que no dudó en titular como La crisis del liberalismo6. Apenas una década después la influencia de este autor, y otros que también mostraron sus críticas a la situación por la que entonces atravesaban las ideas liberales, condujo a sentar las bases para un desarrollo que retomó la estirpe humanitaria y democrática que desde Tocqueville y Stuart Mill mantuvo en pie un pensamiento que ha ido siempre de la mano de la transformación de la democracia que contribuyó a legitimar. Algo que hoy, como entonces, tendrá que volver a hacer, aunque cueste más. Para ello deberá localizar el hilo que permita reconectar con el presente y ser útil para que nuestro tiempo sea más acorde con la continuidad de sus ideales emancipatorios, críticos, pluralistas y tolerantes.

      La multitud se impone sobre el individuo, pero quizás haya que revisitar aquella y comprender, como advertía Spinoza, que hay «multitudes libres, y hay también multitudes sojuzgadas: una multitud libre se guía más por la esperanza que por el miedo, mientras que una multitud sojuzgada se guía más por el miedo que por la esperanza. Aquella, en efecto, procura cultivar la vida, esta, en cambio, evitar simplemente la muerte; aquella, repito, procura vivir para sí, mientras que esta es, por fuerza, del vencedor»7. Llevado por las palabras de Spinoza, me atrevo a aventurar que la nueva democracia que se insinúa en el horizonte posterior a la pandemia será básicamente multitudinaria. Pero entiéndase bien, o una multitud colaborativa o una multitud polarizada. O una multitud en la que el individuo desempeñe, como veremos en el capítulo 9, un papel que le impulse a cooperar voluntariamente con los otros, o una multitud atomizada y dispersa, en la que los individuos se confronten en una guerra civil permanente y que reactive la tesis hobbesiana de que el hombre es un lobo para el hombre.

      Por desgracia, la tendencia que en estos momentos nos muestra la democracia liberal es que la tentación de un populismo multitudinario se ve favorecida por una serie de cambios sociales que han hecho a los individuos especialmente inclinados al egoísmo y el miedo. Algo que, como analizaremos con detalle, afrontó el neoliberalismo a partir de los años 80 del siglo pasado, cuando se hizo hegemónico. La interpretación del mundo a través de las claves de un sujeto que se veía a sí mismo como un homo oeconomicus al que gobernaba un imperativo maximizador de egoísmo individual y una búsqueda desenfrenada de bienestar material, ha desembocado en la desaparición de la acción colectiva y su disolución en fragmentos integrados en multitudes. Bajo este panorama la sociedad se ha hecho ingobernable, pues el imperativo neoliberal asumido por el capitalismo cognitivo de las grandes plataformas y los datos disuelve más y más las bases consensuales de racionalidad cívica y contractualista del liberalismo de estirpe lockeana y nos aboca a una forma pura de dominación algorítmica sin contestación ni disidencia. De este modo, articular mayorías de acuerdo con las propuestas del liberalismo democrático es cada vez más difícil. Desmenuzada la sociedad dentro de un melting pot de multitudes emocionalizadas, el poder democrático se resignifica en clave populista como una suma de grupos que configura coaliciones negativas frente a algo o alguien.

      Esta es la razón por la que se impone una gestión del poder que se traduce en ahormar de manera eficiente esa estructura socialmente multitudinaria y en permanente conflicto, relegando al liberalismo como relato de legitimación intelectual de la política. Frente a él, el populismo, especialmente autoritario, gana peso y atractivo. Adopta una variedad de formas que comparten una narrativa más o menos idéntica, aunque, según se hace la sociedad más ingobernable, se abre camino la figura de un líder redentor que ofrece una visión que da sentido frente a la inseguridad, la incertidumbre, la precariedad o la división. Un proceso de exacerbación populista que puede revestir narrativas diferentes según los agentes que las promuevan, pero que conducirán todas ellas al mismo destino: una democracia asentada sobre dimensiones emocionales que abren horizontes interpretativos de liderazgo carismático. Una democracia que se nivelará por abajo al desaparecer la intermediación pero que, a cambio, se jerarquizará y verticalizará en uno que concentrará por arriba toda la capacidad de decisión. Aquí es donde se insinúa una forma de democracia autoritaria o democradura. No a la manera literalmente descrita por Marx en El dieciocho de Brumario de Luis Bonaparte, sino conforme a un cesarismo 4.0 que utilizaría la inteligencia artificial y las tecnologías exponenciales para, dentro de un proceso de soberanía algorítmica, hacer que nuestras vidas estén predeterminadas y automatizadas al servicio del orden y no de la cooperación. Un autoritarismo de nuevo cuño, capaz de manejar y disciplinar tecnológicamente a multitudes barbarizadas que se vivirán a sí mismas dentro del bucle simplificador de unas redes sociales y una estructura de identidades atomizadas que carecerá de cualquier ánimo crítico.

      Pero al hablar de posibilidad rehúso hacerlo desde una visión determinista. Me limito a describir una tendencia que gana peso porque enfrente no hay nadie, todavía, con capacidad de réplica que esté organizado conforme a un relato actual que pueda voltear la energía populista. ¿Lo habrá más adelante? Ojalá. Aunque en términos objetivos pienso que estoy describiendo un proceso más o menos inevitable, subjetivamente aún creo que pueden cambiarse las cosas. Es indudable que la pandemia no ayuda. Ha acelerado el vector de cambio social y político que conduce a nuestras sociedades hacia la instauración de un Ciberleviatán. El biggest data que estamos viviendo durante estos meses de confinamientos y reducción de la movilidad ha incrementado exponencialmente nuestra huella digital y contribuye de manera decisiva a

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