El liberalismo herido. José María Lassalle

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El liberalismo herido - José María Lassalle

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ello el conflicto y alega estar dando una guerra cultural contra los consensos normalizados por el liberalismo después del New Deal y la Segunda Guerra Mundial. Su origen es confuso. Nace de aportaciones diversas, aunque el vector primordial en estos momentos proviene de un neoliberalismo que ha experimentado numerosas mutaciones a lo largo de su vida. De hecho, cada una de las crisis que han debilitado al liberalismo durante el siglo XXI han ido de la mano de una mutación específica de su enemigo neoliberal. Este, tras el 11-S, se hizo neoconservador al incorporar el decisionismo, las dinámicas de excepcionalidad y una narrativa sentimental que abrió un proceso de paulatina marginación de la racionalidad política. La adopción de presupuestos extremistas explica por qué, tras la crisis de 2008, se aceleró su transformación de la mano del Tea Party.

      Este movimiento inauguró una estrategia de acoso y derribo hacia el liberalismo progresista que encarnaba la figura de Obama y sus políticas. Abrió la caja de los truenos de una furia antisistema y movilizó una estrategia populista e insurreccional que cuestionaba la legitimidad democrática de la presidencia de Obama a partir del hábil manejo de la propaganda televisiva y las incipientes redes sociales. El éxito del fenómeno fue tan rotundo que hizo posible la victoria de Donald Trump sobre Hillary Clinton al desarrollar un ciberpopulismo del que surgió la derecha alternativa o Alt-Right1.

      La adopción generalizada de medidas extremas bajo los estados de alarma decretados con la pandemia, así como la introducción de infraestructuras tecnológicas de vigilancia y monitoreo, han dado impulso y fuerza renovada a la idea de que el orden urge. Este se ve como imprescindible en sociedades cada vez más ingobernables y necesitadas de seguridad. Sobre todo si se quiere garantizar la consolidación de las nuevas formas de prosperidad basadas en la automatización y la innovación tecnológica. Un reto que aborda sin prejuicios la versión de un neoliberalismo que invoca una libertad antidemocrática y un poder sin más control y límite que su propia autorregulación. Se abre paso la idea de que existe una superioridad técnica en la capacidad de respuesta del autoritarismo frente a situaciones de crisis como la que vivimos con el coronavirus. Esta idea, de hecho, gana terreno y adeptos en la opinión pública. Tanto que, revestido con el uso del big data y la inteligencia artificial, se insinúa en el horizonte como un marco futuro de legitimación de la política. Básicamente por la capacidad que ofrece de respaldar la toma de decisiones en contextos de aceleración que requieren rapidez en las respuestas y que no pueden depender de procesos deliberativos que supongan un cálculo de oportunidad que analice con lentitud los intereses en juego. El uso de tecnologías exponenciales como las mencionadas permite abordar decisiones casi en tiempo real. Solo requieren la voluntad de asumirlas políticamente con la misma rapidez que se procesan. Este ahorro deliberativo que hace el análisis algorítmico le atribuye una superioridad técnica irrebatible por la fuerza argumentativa de una gestión de datos inabarcable por la mente humana. Esta legitimación técnica de decisiones unilaterales es una herramienta antidemocrática poderosísima. Bien a través de la reconfiguración de la propia democracia bajo un diseño iliberal y populista, bien mediante la instauración de cesarismos recubiertos con una mínima capa de formalidades democráticas, o bien, lo que es más probable, mediante una hibridación de ambas fórmulas.

      La clave de esta creencia que resucita el autoritarismo en cualquiera de sus versiones parte de una premisa común, economicista y técnica a la vez: los intereses del poder en el siglo XXI ya no deben alinearse con la ciudadanía sino con la eficiencia sistémica del mercado. La urgencia que provoca la vivencia constante de sucesivas situaciones de excepción aconseja que se instaure un orden despolitizado que permita al capitalismo cognitivo acelerar la revolución digital que lo impulsa. Algo que requiere convertir al laissez faire en el interés general del sistema y que este vaya progresivamente naturalizando las desigualdades sociales con el objetivo de justificar, después, las políticas. Tesis que hizo suya Sandro Gaycken, director del Digital Society Institute, cuando afirmó sin ningún rubor que en el futuro quienes quieran votar tendrán que acreditar su competencia política para hacerlo2. Como analizaremos más adelante, esta premisa que tantos líderes del ecosistema digital suscribirían, tiene su origen en la defensa que hace el neoliberalismo de un modelo corporativo basado en un laissez faire que permita innovar sin los límites que establece la regulación ética del humanitarismo liberal y su desfasado concepto de ciudadanía. Así las cosas, el debate político de los próximos años será si las incertidumbres que plantea la problemática asociada a la globalización automatizada se gestionarán conforme a criterios autoritarios y populistas o democráticos y liberales. Criterios que nos obligarán a dilucidar si las decisiones políticas serán abordadas pensando en proteger y anteponer la seguridad a la libertad, o la multitud al individuo. Algo que ya se produce con la pandemia pero que se intensificará en el futuro. Especialmente si, como sucede en estos momentos, se ensalza el valor de la seguridad como fundamento básico de la comunidad política. Un hecho que se da al tiempo que se desecha la libertad por ser operativamente inviable en un contexto de información cambiante e imperfecta como el que provocan las diversas experiencias catastróficas asociadas a los procesos de globalización.

      En la actualidad aumentan las voces que niegan, incluso, la oportunidad de la libertad humana a la hora de gestionar los desafíos de nuestro tiempo. Es más, se discute si es admisible que tengamos la capacidad de autodeterminarnos para decidir el sentido de nuestras acciones y de cómo respondemos por ellas. Algo que Locke sintetizó en el momento fundacional del liberalismo al afirmar que los seres humanos teníamos por naturaleza una perfecta libertad para ordenar nuestras acciones y disponer de nuestras pertenencias y personas de acuerdo con nuestra razón y experiencia3.

      Precisamente, esto es lo que se discutirá en la sociedad pospandémica. ¿Son viables nuestra libertad y su dinámica de socialización cooperativa frente a retos globales que comprometen nuestra vida y para los que no ofrecen respuestas fiables ni la razón ni la experiencia individuales? ¿No será mejor para nuestra supervivencia someternos a un poder disciplinario que, a la manera china, haga más eficiente la toma de decisiones en tiempo real debido a las urgencias que van a pesar sobre el futuro de la humanidad? Esta última pregunta se propaga ahora como un virus ideológico tras sufrir en nuestra experiencia colectiva el asalto de una enfermedad que ha desestabilizado nuestra sociedad y nuestra economía como no sucedía desde la Gran Depresión de los años 30 del siglo pasado. Lo sintetiza John Gray cuando plantea la siguiente cuestión: ¿qué parte de libertad querrán los ciudadanos que les sea devuelta después de que hayamos vencido definitivamente la pandemia?4

      Aquí radica, sin duda, el problema más acuciante de nuestro tiempo y para el que este libro trata de ofrecer respuestas. Lo haremos a partir de la reivindicación de un liberalismo autocrítico que asume que hay que dejar atrás la obsesión por blindar materialmente una libertad que se confunde con el disfrute sin obstáculos de nuestras preferencias personales, para asumir que estas deben enmarcarse dentro del respeto de vínculos morales, condicionantes ecológicos y contextos culturales que convenzan al conjunto de la sociedad que debe seguirse invocando la libertad como referente ético de una autonomía moral que sea nuestro acompañante en la toma de decisiones colectivas. Un liberalismo que reclama el derecho colectivo a la heterodoxia y el derecho individual a la diferencia como sustentos de una libertad cualitativa que es más necesaria que nunca, cuando el análisis masivo de datos trata de homogenizarnos algorítmicamente y disolvernos en un todo que es una simple agregación de valor de nuestras preferencias. Hablamos, por tanto, de una libertad orientada a la persecución del bienestar humano que no mide ni calcula en términos materiales, sino que valora y juzga en claves morales. Pero una libertad que se proyecta a favor de un ethos cooperativo que implique a los otros porque nace de una predisposición reflexiva que lleva a entender que la personalidad individual no puede existir sin los demás. Algo, por ejemplo, que el krausismo en nuestro país identificó con nitidez cuando se reivindicó a sí mismo como una especie de liberalismo que defendía la armonía social y que hizo posible un diálogo enriquecedor con la izquierda progresista de su tiempo. Habrá quien piense que la renuncia a la libertad que allana el camino hacia el autoritarismo es el problema que también estuvo detrás del auge de los totalitarismos del periodo

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