El liberalismo herido. José María Lassalle
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Locke registró su legado en tres libros que condensan su proyecto liberal: el El ensayo sobre el entendimiento humano (1689); Los Dos tratados sobre el gobierno civil (1689) y la Epístola sobre la tolerancia (1690). Spinoza fraguó el suyo en otros tres: Tratado teológico-político (1670), Ética (1661-1675) y Tratado político (1675). De los dos pensadores, Locke fue quién logró éxito y fama política. Se convirtió en el pensador de la Revolución Gloriosa de 1688, mientras que Spinoza quedó oculto, tras su temprana muerte, en el papel de filósofo de extraordinaria relevancia intelectual pero escasa proyección política. De hecho, la fertilidad de sus ideas alimentó el genio de otros que vinieron después sin que su contribución quedara explicitada nítidamente.
Se atribuye a Locke casi en exclusiva la autoría promocional del liberalismo por la preponderancia política y económica que acompañó la historia del Reino Unido a lo largo del siglo XVIII. A ella contribuyó el autor inglés al consolidar con sus ideas el diseño constitucional de la monarquía británica sobre una concepción de la propiedad con una fuerte raigambre humanista. Componente moral que daba una dimensión ética al capitalismo, tal y como luego analizaría Max Weber4. Algo que se contraponía claramente —desde sus orígenes— al diseño neoliberal que luego favorecieron los librecambistas y sus herederos de la Escuela de Chicago. En cualquier caso, después de varios intentos frustrados de conspiración y un exilio en Holanda, las ideas promovidas por Locke y el partido whig que lideraba intelectualmente, se convirtieron en un programa de reforma política que materializó la Bill of Rights aprobada por la primera revolución liberal de la historia: la Revolución Gloriosa.
Después vino un segundo hito revolucionario que reforzó el protagonismo de Locke. El motivo estuvo en que los artífices del mismo reivindicaron su nombre. Además, invocaron sus ideas como propias. Fue en 1776, cuando las trece colonias norteamericanas redactaron la Declaración de Independencia. En ella se delimitó el programa liberal y su relato fundacional. Se describió como un proyecto de progreso y cambio para la humanidad. Lo hizo basándose en evidencias fundadas en la naturaleza. Veía en la modernidad filosófica el soporte de una democracia cívica legitimada por la mayoría de edad de sus protagonistas. Se plasmó en una serie de acciones políticas, sociales y económicas que surgieron de la Ilustración y donde la presencia de Spinoza se dejó sentir, casi clandestinamente, a través de las controversias intelectuales de autores como Bayle, Leibniz, Wolff, Vico, Diderot o Rousseau, todos ellos influidos por sus ideas.
Pocos años después, la independencia americana volvió a Europa en un ida y vuelta trasatlántico que condujo a la Revolución francesa de 1789 y su famosa Declaración Universal de Derechos del Hombre y el Ciudadano. Otra vez la figura de Locke tuvo su reconocimiento a través de los fisiócratas franceses y pensadores como Montesquieu, Voltaire y Turgot, que lo vieron como su antecedente. Spinoza, sin embargo, quedó de nuevo silenciado, aunque en 1787 apareció la primera traducción alemana de su Tratado teológico-político y unos años después Goethe expresó la fascinación que le producían sus ideas.
Desde entonces el liberalismo se convirtió en una ideología que combatía por el progreso de todos los seres humanos. Un programa ilustrado que derribó el Antiguo Régimen, el feudalismo y la tutela moral de las iglesias. Asumió sin reparos, siguiendo a Kant, que su propósito era liberar a la humanidad de la culpa y le otorgaba confianza para tomar las riendas de su destino. A partir de estas premisas surgió la institucionalidad del liberalismo como una estructura de libertad y derechos al servicio de una democracia igualitaria y solidaria. Un diseño político que fijó el marco de un relato colectivo emancipador que cambió la faz del mundo.
Este se basó en una generosidad organizada al servicio de educar a los seres humanos en una libertad responsable, empática y tolerante. Un proyecto colectivo que favorecía una libertad solidaria y sin exclusiones, que hacía progresar la prosperidad de la mano de una arquitectura institucional que promovía la felicidad del mayor número y su seguridad jurídica frente a la arbitrariedad y el egoísmo del poder. En este proceso, autores como Montesquieu, Adam Smith o Jefferson tuvieron papeles asimismo decisivos. En todos ellos, la estirpe del muchas veces centenario pensamiento republicano fue también determinante. A través de ella se consolidó una reflexión que combatía el despotismo cercenador de los derechos individuales; propugnaba la separación de poderes y el establecimiento de mecanismos institucionales que limitaran legalmente el riesgo de corrupción innato al ser humano. Especialmente si entraba en contacto con el poder.
Así, el liberalismo y la virtud fueron de la mano desde el principio, una relación esencial si queremos entender el fundamento moral del liberalismo. Lo explica Helena Rosenblatt cuando analiza cómo el siglo XX interrumpió la relación virtuosa que sonaba en la partitura fundacional del liberalismo. A ello contribuyó desgraciadamente el estruendo ideológico neoliberal. Sobre todo debido al énfasis subjetivista con el que priorizó su exacerbada defensa del egoísmo individual. No solo como soporte psicológico de la libertad personal, sino como resorte íntimo de la acción humana, tanto cuando se volcaba sobre el mercado como sobre los mecanismos de socialización de la identidad individual5.
Y es que el liberalismo, según Rosenblatt, fue diseñado históricamente como una actitud generosa paulatinamente socializada. De hecho, nunca se declinó como una ideología egoísta ni esencialmente individualista, a pesar de lo que digan algunos. Este giro último fue asumido por el neoliberalismo a partir del enfoque que, como veremos en el quinto capítulo, impulsó la Escuela Austriaca a finales del siglo XIX siguiendo la estela de Bastiat. El liberalismo, por el contrario, nació a partir de una conducta virtuosa de liberalidad. Concretamente vino al mundo asociado al valor moral que se atribuía a la generosidad hacia los otros, mayor aún si estos eran débiles y vulnerables. Hablamos, por tanto, de una disposición que estaba en el espíritu libre que originariamente acompañó el cultivo formativo de la conducta de los patricios romanos y que, siglos después, la Reforma protestante cristianizó e introdujo en el discurso de la ley natural y del contrato social, tal y como se produjo en Locke.
No nos detendremos en la importancia que este autor tuvo en el diseño virtuoso de las ideas liberales a través de su concepto de propiedad. Un diseño en el que la obligación republicana fue revisitada por una lectura iusnaturalista que la transformó en derecho individual, pero siempre dentro de una lógica de deber moral vinculada a la observancia estricta de la ley natural. El peso del calvinismo puritano fue determinante en la construcción de un liberalismo anglosajón que tuvo a Locke como protagonista principal, al poner en circulación un individualismo virtuoso que anteponía las obligaciones a los derechos, también cuando estos tenían un carácter económico. Incluso en el seno de las relaciones laborales entre empleador y empleado, Locke reclamaba que se desarrollaran dentro de un respeto riguroso a la dignidad, pues tan legítimo era el comportamiento de los que maximizaban su obligación de trabajar empleando a otros, como el de quienes cumplían con este deber haciéndolo por cuenta ajena.
Retomando la reflexión de Rosenblatt, la conducta «liberal» que practicaban las élites bajo la República romana fue democratizada y extendida más allá del ámbito original de comportamientos que asumía la nobleza. Vinculada desde entonces al calvinismo que profesaban las clases medias —por cierto, mayoritario entre ellas en Inglaterra y Holanda—, transformó la liberalidad aristocrática de los antiguos en el liberalismo democrático de los modernos. Rosenblatt considera el dato más significativo del proceso, la aparición moderna de un contexto moral y educativo que favoreció que la liberalidad romana se dotara de atributos semánticos democráticos que complementaron y ampliaron el antiguo ideal de generosidad.