El liberalismo herido. José María Lassalle
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Esta idea virtuosa de deber y generosidad hacia los demás fue retomada intensamente por la Ilustración escocesa. En ella, la educación de la conciencia individual fue el soporte narrativo de un proyecto que, como explica Adam Smith en esa educación sentimental del liberalismo que escribió antes de reflexionar sobre la riqueza de las naciones, debía fundamentar moralmente la política y la convivencia colectiva. Así, dejó dicho una década antes de la Revolución francesa que la preocupación por la felicidad de cada uno recomendaba practicar la virtud de la prudencia, la preocupación por los demás, así como las virtudes de justicia y beneficencia. Un proyecto benevolente al servicio de la dignidad personal que debía ser socializado dentro de una dinámica de cooperación que tenían que promover los gobiernos.
De la acumulación de ideas que liberaron esas revoluciones surgieron las que, para Edmund Fawcett, son las directrices básicas del liberalismo y que, en mi opinión, delimitan lo esencial de sus fundamentos. Hablamos de cuatro principios que definieron la práctica política que se desarrolló a partir de la derrota definitiva de Napoleón y que siguen en pie a pesar del tiempo transcurrido.
El primero es la relación estrecha del liberalismo con la diversidad. La razón está en que fundamenta las bases de la estabilidad social al impulsar directamente la cooperación entre todos los miembros de la comunidad. De hecho, la diversidad que aloja una sociedad plural es el valor superior sobre el que se hace posible convivir en libertad. Entre otras cosas porque a partir del pluralismo que genera se desarrolla una estructura de derechos individuales y colectivos que está a su servicio mediante un gobierno que protege e impulsa el debate, la experimentación y el intercambio de ideas y acciones.
El segundo descansa en cómo se relaciona el liberalismo con el poder. Lo hace considerando que, sea cual sea su naturaleza, tiende a la arbitrariedad y la dominación si no es condicionado, regulado y limitado de antemano. De aquí surge la insistencia liberal de que las leyes y la instituciones se diseñen para impedir que un «interés, una fe o una clase determinados» tomen «el control del Estado, la economía o la sociedad» y los pongan «al servicio de sus propósitos de dominio».
El tercero es la convicción de que el progreso surge de la innovación técnica y científica, del impulso del talento individual y de la difusión socializada de sus avances. Un progreso que requiere cooperación social e iniciativa individual y que ha hecho posible con el tiempo no solo el Estado del bienestar, sino los sistemas educativos, de salud y seguridad social que han favorecido un progreso humano abierto al conjunto de la sociedad.
El cuarto, por último, defiende que el poder siempre está al servicio de los gobernados. Lo que no solo significa que no podrán ser maltratados ni excluidos por razón de su identidad o creencias sino que, además, el poder está limitado en su capacidad de acción, pues no podrá entrometerse en la vida privada de sus gobernados, interferir en cómo administran sus iniciativas empresariales y decisiones económicas, o como desarrollan y dan a conocer sus opiniones7.
Alrededor de estos principios surgió el liberalismo, que fue codificado conceptualmente gracias a la Revolución francesa. Con ella, la libertad de los antiguos, siguiendo a Constant, se hizo definitivamente moderna y se democratizó. Los fundamentos del liberalismo trascendieron el ámbito personal para generalizarse socialmente, y de este modo se propulsaron los cambios que llevarían al siglo XIX y a la Revolución Industrial.
La guerra de la Independencia española bautizó esos fundamentos como liberales. Fue entonces cuando la Modernidad política vio cómo se acuñaba el término «liberal» para adjetivar su relato. Llevaba ya un siglo de vida a las espaldas y tres revoluciones, pero todavía le faltaba un nombre que identificara su narrativa, y encontró en la semántica perfilada por la palabra «liberal» la mejor manera de representarse a sí misma.
Lo hizo asumiendo ese trasfondo de generosidad, empatía y virtud que se vinculaba a la liberalidad antigua y que hizo que los políticos de Cádiz se autodenominaran «liberales», aunque ese concepto asociado al pensamiento whig y a sus propuestas políticas circulaba entre autores de la Ilustración escocesa. Aquí, la referencia a Ferguson es fundamental. En sus escritos conectaba whig con liberal, y consideraba que, más allá de cualquier otra intención, el individuo abrigaba un amor por la humanidad intenso y sincero, la parte más valiosa de su carácter. Lo justificaba con la empatía sentimental que tiene el ser humano hacia sus semejantes. Una empatía que era consecuencia de saberse igual en el derecho a disfrutar de un entorno compartido de benevolencia socializada.
En cualquier caso, el bautismo partidista de quienes defendían el conjunto de ideas que hemos visto resumidas bajo la palabra «liberal» tuvo lugar en España, como acabamos de señalar. Lo oficiaron políticos que compartían todos ellos una longitud de onda anglófila y jovellanista. Reflexión que en algún momento merecería ser atendida con profundidad. Argüelles, Quintana, Toreno, Muñoz-Torrero o Alcalá-Galiano fueron algunos de ellos. Fue un bautismo de fuego ya que se abordó en un contexto excepcional como fue el asedio de Cádiz durante las guerras napoleónicas.
Gracias a su resistencia heroica en nombre de la libertad política frente al absolutismo imperialista de Napoleón, las palabras «liberalismo» y «liberal» ganaron fama e hicieron arrancar con fortuna dos conceptos que se anudaron de forma inequívoca al desarrollo político del siglo XIX. Un siglo donde el liberalismo adquirió el estatus de ideología predominante. Precisamente esta circunstancia hizo que comenzara a experimentar tensiones en su seno debido a la aparición de lecturas e interpretaciones diversas acerca del contenido del legado que reivindicaba como propio la familia liberal. El comienzo de las tensiones se produjo en relación con las transformaciones económicas y sociales que surgieron con la Revolución Industrial. Estas, como veremos en seguida, provocaron un paulatino resquebrajamiento de la unidad inicial. Incluso desataron finalmente un conflicto ideológico que desembocaría en la aparición de los presupuestos teóricos de un proceso que arrastró al neoliberalismo a abrazar el populismo y transformarse en promotor de la democracia populista y el neofascismo.
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