La pirámide visual: evolución de un instrumento conceptual. Carlos Alberto Cardona
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Las críticas de Aristóteles a Platón sacan a la luz el encuentro entre lenguajes inconmensurables. El fuego de Platón no es el de Aristóteles, no es una manifestación de las afecciones calor-sequedad en una materia primitiva. El origen de los elementos platónicos (y sus posibles afectaciones) está anclado a una suerte de simetrías geométricas, que surgen cuando la superficie envuelve en su interior una profundidad. Lo corpóreo reúne tridimensionalidad y las distintas maneras como la superficie encierra la profundidad determinan la diferenciación de los elementos (Tim, 53c3-55c3).
Así las cosas, si los que encierran la profundidad son cuatro triángulos equiláteros constituyendo cuatro ángulos sólidos (tetraedro), se da origen al fuego; si se trata de ocho triángulos equiláteros organizados en seis ángulos sólidos (octaedro), se origina el aire; si encerramos la profundidad con veinte triángulos equiláteros agrupados en doce ángulos sólidos (icosaedro), se genera el agua; y, finalmente, si la superficie que abarca la profundidad se construye agrupando ocho ángulos sólidos a partir de seis cuadrados (cubo), se origina el elemento tierra.10
Si el fuego en cantidad choca con la tierra, por su agudeza puede fragmentarla y obligarla a desplazarse. Si el agua es partida por la agudeza del fuego, puede llegar a transmutarse en un cuerpo de fuego y dos de aire. Si el fuego, en leve cantidad, es rodeado por aire o agua, luchará hasta ser vencido y quebrado.
Sigamos con atención la conclusión de Platón:
Cuando el fuego encierra alguno de los otros elementos y lo corta con el filo de sus ángulos y sus lados, dicho elemento deja de fragmentarse cuando adquiere la naturaleza de aquel […], pero mientras el que se convierte en otro elemento, aunque inferior, luche contra uno más fuerte, no cesa de disolverse. Y, a su vez, cuando unos pocos corpúsculos más pequeños, rodeados por muchos mayores, son destrozados y se apagan, si mutan en la figura del que domina, cesan de extinguirse y nacen del fuego el aire y del aire, el agua (Tim, 57a-57b3).
La reserva crítica de Aristóteles a Platón demanda, entonces, que aceptemos su lenguaje de la materia primera investida de cualidades. Si nos resistimos a aceptar ese lenguaje y acogemos la cosmología de las formas superficiales que encierran la profundidad, no tenemos por qué esperar que el fuego sea apagado de inmediato por el agua que lo cubre. Podemos esperar, por ejemplo, que sólo se apague si la concentración de agua en el aire alcanza una densidad apabullante con respecto a la del fuego. Así podemos, por ejemplo, explicar por qué no vemos los objetos en medio de una densa niebla.
Aristóteles no ha mostrado que Platón se equivoca; ha mostrado, simplemente, que cuenta con otras categorías que encajan en una cosmología diferente, para lograr ofrecer lo que, en principio, parece una explicación.
La teoría de las emanaciones, bien sea las que se originan en el ojo, o las que llegan a él, subrayan el papel dinámico de algún tipo de contacto. Ver un objeto sería algo análogo a tocarlo, ora con efluvios enviados desde el ojo, ora con proyectiles emanados del objeto (atomistas). Aristóteles, en oposición a sus antecesores, se resiste a explicar la sensación como el contacto que surge de emanaciones; prefiere hablar de ella como el resultado del movimiento del medio por la acción del sensible sobre este. La preferencia por la acción del medio se puede justificar así:
Una prueba evidente de ello es que si colocamos cualquier cosa que tenga color directamente sobre el órgano mismo de la vista, no se ve. El funcionamiento adecuado, por el contrario, consiste en que el color ponga en movimiento lo transparente —por ejemplo el aire— y el órgano sensorial sea, a su vez, movido por éste [sic] último con que está en contacto. No se expresa acertadamente Demócrito en este punto cuando opina que si se produjera el vacío entre el órgano y el objeto, se vería hasta el más mínimo detalle, hasta una hormiga que estuviera en el cielo. Esto es, desde luego, imposible. En efecto, la visión se produce cuando el órgano sensorial padece una cierta afección; ahora bien, es imposible que padezca influjo alguno bajo la acción del color percibido, luego ha de ser bajo la acción de un agente intermedio […] por tanto, hecho el vacío, no sólo no se verá hasta el más mínimo detalle, sino que no se verá en absoluto (Aristóteles, De anima, 419a12-22).
La sensibilidad es, para Aristóteles, una afección que padece el alma. Los cuerpos naturales se dividen entre aquellos que tienen vida, es decir, se alimentan, crecen y envejecen; y aquellos que no la poseen. Los seres vivos, en tanto entes, son un compuesto de materia y forma; la primera no determinada por sí, mientras que la segunda es aquello en virtud de lo cual la primera se halla determinada. El alma es, según Aristóteles, la forma (entelequia) del cuerpo que en potencia tiene vida; es decir, del cuerpo que posee en sí mismo el principio del movimiento.11
El principio de movimiento, unido a la disposición de conseguir alimento para crecer, constituye la expresión más primitiva de vida —facultad nutritiva— y está presente, de hecho, en todos los seres vivos. Esta forma de ser vivo es, también, la única manifestación de vida presente en las plantas. Los animales, por el contrario, poseen, además de la facultad nutritiva, una facultad sensitiva, cuya expresión más primitiva es el tacto. Olfato, audición y visión se dan solo en los animales capaces de moverse, pues de otra manera no podrían buscar alimento o huir del peligro. Los seres humanos, además de la nutrición y la sensación, poseen las facultades deliberativa y discursiva. Así las cosas, Aristóteles nos ofrece un paisaje estratificado de facultades del alma: nutrición, sensación, intelección.
¿Qué les falta a las plantas para llegar a tener sensación? La sensación es la capacidad de recibir las formas de los objetos sin su materia. Las plantas, en efecto, pueden ser afectadas por el contacto físico con otros objetos que llegan a tocarlas. No obstante, estos efectos no merecen el nombre de “sensaciones”, porque no constituyen de suyo una recepción de formas sin materia. Para que esta recepción sea de alguna manera posible, el ser vivo necesita de órganos que posibiliten la mediación. Las plantas carecen de dichos órganos.
La recepción sensible exige que el individuo sea alterado (sensación) y esté en condiciones de padecer dicha afección (percepción). La sensación, como lo reseña Guthrie, es una excitación del alma a través del cuerpo (1993, vol. 6, p. 304). La facultad sensitiva consiste en ser, en potencia, cualquiera de las formas sensibles, a la espera de ser afectada por una de ellas; cuando esto ocurre, se da una suerte de coincidencia entre el objeto percibido y el fantasma que llamamos “visión”: “[La facultad sensitiva] padece ciertamente en tanto no es semejante, pero una vez afectada, se asimila al objeto y es tal cual él” (Aristóteles, De anima, 418a5). Así, un sentido particular no puede equivocarse cuando discierne acerca del sensible que le es propio.
Aristóteles, quien es experto en taxonomías, distingue entre sensibles por sí y sensibles por accidente. Si digo “percibo a María, quien viste de rojo”, es el rojo el que percibo en sí, en tanto que el hecho de percibir a María, quien precisamente viste de rojo, se percibe por accidente. Los sensibles por accidente no son tales en sentido estricto; ellos son el producto de la interpretación o la inferencia por asociación. Por otra parte, los sensibles en sí se distinguen entre propios y comunes: el primero es aquel que no puede ser percibido por ningún otro medio u órgano; en este caso, el color es propio de la visión, el sonido de la audición y el sabor del gusto. El segundo es aquel sensible que se puede captar por diversos órganos: movimiento, número, figura y tamaño.12
Ahora bien, ¿qué es, pues, el color? “Todo color es un agente capaz de poner en movimiento a lo transparente en