La pirámide visual: evolución de un instrumento conceptual. Carlos Alberto Cardona

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La pirámide visual: evolución de un instrumento conceptual - Carlos Alberto Cardona Ciencias Humanas

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de este y produce los destellos que identificamos como colores. Si se trata de un fuego más lacerante, genera la percepción de un rojo-sangre. Los colores restantes surgen de múltiples posibilidades de mezcla entre blanco, negro y rojo (Tim, 67d-68e).6

      Los pasajes que explican el origen de los colores han llevado a algunos comentaristas a defender que la teoría de la visión de Platón conjuga el extramisionismo del rayo visual con el intramisionismo de la llama que fluye desde los objetos. David C. Lindberg, por ejemplo, se apoya en un pasaje del Teeteto, en el que Platón sugiere que el ojo llega a ser pleno de visión cuando se produce el encuentro entre el rayo visual y la llama que viene del objeto (1976, p. 5). Platón sugiere que, en el momento de la coalescencia, el ojo se hace, por ejemplo, blanco, y el objeto visto se hace un ejemplar de la blancura. Cito parte del complejo pasaje:

      […] cuando llegan a un punto intermedio la visión, desde los ojos, y la blancura, desde lo que engendra a la vez el color, es cuando el ojo llega a estar pleno de visión y es precisamente entonces cuando ve […]. Así mismo, lo que produce conjuntamente el color se llena por completo de blancura y, a su vez, llega a ser no ya blancura, sino algo blanco. (trad. en 1988, 156e).

      El pasaje no sugiere que algo regresa al ojo. Si procuramos conservar la coherencia con el extramisionismo del Timeo, tendríamos que sostener que la llama del cuerpo altera o modifica el rayo visual, que es quien se ha encargado realmente de tocar al objeto. En ese preciso momento, sin que nada retorne al ojo, el cuerpo afín adquiere ciertas cualidades cromáticas. El pasaje del Teeteto ofrece un intento interesante de justificar por qué cree Platón que las cualidades del cuerpo afín coinciden con las del objeto observado.

      Volvamos al relato del Timeo. Centro del ojo, centro de la pupila, cuerpo afín y objeto se hallan sobre la misma línea recta. El fuego interior que abandona el ojo sale en búsqueda de lo semejante y cuando esa búsqueda se sumerge en el fracaso, cesan las afecciones del alma, que en un inicio denominamos “visión”. Si esta ausencia de visión es acompañada por un estadio de calma, los movimientos residuales del alma, si es que aún los hay, adquieren la forma de reminiscencia de imágenes anteriores. El alma se recreará, entonces, con fantasmas que simulan ser afines a los cuerpos que efectivamente tuvo ocasión de abrazar.

      El interesante relato de Platón no solo explica por qué vemos objetos externos a plena luz del día; explica también por qué persisten imágenes remanentes, aun cuando hemos cerrado los párpados y ya no hay rayos visuales que emigran al exterior.

      El encuentro de lo semejante con lo semejante nos sumerge ya en dificultades de interpretación. En primer lugar, se trata del encuentro de dos fuegos que no queman —en eso consiste su parentesco—. Pero de este encuentro surge un cuerpo afín, que contemplamos no a la manera de colisión entre dos fuegos hermanados, sino de imagen —visión— en el campo visual. El cuerpo afín, la colisión entre dos fuegos hermanados y el objeto detonante de la llama que fluye no se hallan en el mismo nivel ontológico.

      A este hecho hay que sumar que el cuerpo afín aparece bajo un aspecto en nuestro campo visual. Ver el objeto bajo un aspecto, es decir, verlo como ejemplar de un concepto que lo abarca, nos da pie para sugerir una segunda interpretación del encuentro de lo semejante con lo semejante.7 Cuando dirigimos nuestra mirada a un árbol y lo percibimos como un árbol, podemos evocar la semejanza con aquel tipo de árbol original que las almas divisaron cuando, antes de ser instaladas en un cuerpo, fueron obligadas a recorrer el mundo en un carruaje para que pudieran contemplar de primera mano la naturaleza del universo. Así, el sujeto puede ver el árbol que contempla como el individuo que instancia la clase o idea universal de árbol que el alma contempló antes de caer en un cuerpo. En ese orden de ideas, la percepción visual comporta doble actividad del sujeto: por un lado, la que consiste en emitir fuego sutil que sale al encuentro de lo semejante y, por otro, la de aprehender el cuerpo afín como instancia de una idea con la que el alma se había familiarizado antes de caer en un cuerpo.

      Los atomistas griegos y Aristóteles coincidieron en que la percepción visual se da gracias a un proceso que se inicia en el objeto. Ellos diferían a la hora de identificar el tipo de proceso. Demócrito, por ejemplo, asumía que los objetos están en permanente emisión de efluvios de átomos que, al conservar aproximadamente la forma de las superficies originales, pueden llegar a constituirse en imágenes de su fuente. En ese sentido, como lo reseña Aristóteles, la percepción visual, para Demócrito, ocurre gracias a que el ojo refleja las imágenes que recibe tal y como lo hace un espejo, o la superficie de un lago (De sensu, 438a7). La sensación visual demanda, pues, el contacto físico directo entre el ojo y los emisarios del objeto.

      No resulta fácil aseverar que dos personas confíen en que ven el mismo objeto, si podemos esperar que los efluvios que reciban sean muy diferentes en virtud de las modificaciones que sufren en los múltiples choques que enfrentan antes de llegar a cada observador. Tampoco sabríamos explicar qué hace diferente un ojo de un espejo ordinario, ni por qué un cuerpo no se desgasta de tanto emitir constituyentes suyos. De cualquier manera, tanto atomistas como aristotélicos llegaron a confiar en que el alma, que es quien realmente ve, cuenta con una imagen que es copia fiel del objeto percibido.8

      Además de la oposición a los atomistas, Aristóteles descarta también la explicación que conjetura la presencia de un fuego tenue que emana del ojo.9 El filósofo pregunta: ¿por qué no podemos ver en la obscuridad? ¿Por qué se apaga el fuego ocular en la obscuridad? (De sensu, 437b13). En la formulación de dicha reserva, Aristóteles pierde de vista el hecho de que Platón postula el fuego que emana del ojo como una condición necesaria, pero no suficiente; se requiere, además, el encuentro con lo semejante. El que no veamos en la obscuridad pone en evidencia, según un platónico, que el acto de ver requiere la cooperación de la luz interior con su semejante.

      Aristóteles insistió y formuló una reserva más fuerte aun:

      No es razonable, en general, suponer que la vista ve por algo que sale del ojo y que puede llegar hasta las estrellas, o que, después de salir, se produce una coalescencia al llegar a cierto punto, como dicen algunos. Mejor que eso sería, en efecto, que la coalescencia se produjera en el propio origen del ojo. Pero incluso eso es una ingenuidad. Pues ¿qué es una coalescencia de luz con luz? ¿O cómo es posible que se dé, dado que no se combina cualquier cuerpo con otro al azar? ¿O cómo puede la luz de dentro combinarse con la de fuera si hay en medio una membrana? (De sensu, 438a26-438b1).

      Le sorprende a Aristóteles que el ojo albergue tal cantidad de fuego interior como para alcanzar al instante la inmensidad del cielo estrellado; tampoco acepta con facilidad que pueda hablarse de la luz como un algo que puede interactuar con otro de su naturaleza. Pero, aun si aceptamos ese tipo de interacción, debemos preguntar si ella se da fuera o dentro del ojo. Si se da fuera, no entendemos por qué el ver parece un acontecimiento interior, ni tampoco cómo lo notamos si se da a distancia; si se da dentro, no entendemos por qué no basta esperar que la luz externa ingrese al ojo y produzca el efecto sin contar con el despliegue de un fuego interior. También le incomoda a Aristóteles que Platón no diga nada de las membranas intermedias, que tendrían que obstaculizar tanto la salida del fuego tenue como los efectos de la coalescencia al regresar al ojo.

      Además de las dificultades para concebir el encuentro de dos fuegos, Aristóteles se siente también incómodo con las inconsistencias físicas que surgen a propósito de la naturaleza del fuego sutil que emana del ojo. Pregunta el filósofo: ¿qué haría extinguir el fuego ocular en la oscuridad? (De sensu, 437b15). El fuego, que ha de ser caliente y seco, según la doctrina de Acerca de la generación y la corrupción, se extingue si transformamos calor en frío o sequedad en humedad (Aristóteles, trad. en 1987a, 330b). Sin embargo, la luz del día no se extingue con la presencia de la humedad

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