La pirámide visual: evolución de un instrumento conceptual. Carlos Alberto Cardona

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La pirámide visual: evolución de un instrumento conceptual - Carlos Alberto Cardona Ciencias Humanas

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vez fueron creados los dioses que marchan de manera visible, el demiurgo platónico, evocado en el Timeo, les comunicó que dado que ellos (los dioses) son indestructibles en virtud de un acto de la voluntad del creador, a pesar de no ser inmortales en sentido estricto,2 tendrían que asumir la tarea de dar origen al género de los mortales, para procurar así el equilibrio que precisa un universo perfecto. El universo en su conjunto, sostiene Platón en el Timeo, hace parte de lo que es generado; ello se prueba por el hecho de que el universo es visible y tangible (Tim, 28b8). Para la creación del universo, el demiurgo tomó como modelo lo que es inmutable y permanente, pues de otra manera su obra no habría sido bella ni buena. Quiso el demiurgo que su obra se asemejara a él y para ello tuvo que dotar al universo de alma, y a esta, de razón.

      Como lo generado se reconoce por su condición de ser visible y tangible, y nada puede ser visible sin fuego o tangible sin tierra, es de esperar que estos elementos constituyan la base misma de todo lo generado. La determinación de la semejanza con la forma perfecta llevó al demiurgo a crear un universo esférico. La unidad, la esfericidad y la singularidad del universo3 obligan a que este tenga límites absolutamente lisos y sin ventanas al exterior: “Pues no necesitaba ojos, ya que no había dejado nada visible en el exterior, ni oídos, porque nada había que se pudiera oír […]. Nada salía ni entraba en él por ningún lado” (Tim, 33c1-7). Los ojos son, pues, ventanas para establecer comercio con el exterior. El universo tampoco necesitaba de manos, porque no habría nada del exterior que tuviese necesidad de acercar o alejar. Las manos se justifican como apéndices para traer hacia sí lo que interesa y alejar lo que perjudica. El demiurgo creó el tiempo como una copia grosera de su eternidad y luego creó los dioses con la condición de ser inmortales para que se asemejen a él, pero no eternos para que no resulten idénticos.

      Estos dioses inmortales asumieron la tarea de crear los seres mortales. Esta tarea no podía asumirla directamente el demiurgo, pues en ese caso su obra tendría que asemejarse estrechamente a él y con ello no se diferenciaría de los dioses que marchan de manera visible y que son inmortales. El demiurgo se limitó a plantar la simiente, para que los dioses se encargaran del resto, entretejiendo lo mortal y lo inmortal. Las almas así creadas fueron montadas en un carruaje para que pudieran contemplar, sin distinción alguna y de primera mano, la naturaleza misma y esencial del universo.

      Entre tanto, los dioses se hicieron cargo de su tarea: tomaron porciones de fuego, aire, agua y tierra, y las ensamblaron de manera armoniosa, procurando que la parte más importante imitase la perfección esférica del universo completo. Nos referimos al diseño de la cabeza. Las partes restantes se unieron a la cabeza, para que ella se sirviera de estas.

      Una vez implantada el alma a cada uno de estos cuerpos, ella debía tener una “única percepción connatural” (Tim, 42a3), producida por cambios violentos. El primer contacto de un alma que se adhiere a un cuerpo trae a la memoria la imagen de una lombriz que se retuerce sobre la tierra sin control: el alma no domina ni es dominada, es movida con violencia y con violencia mueve, avanza sin dirección mientras convulsiona. Mayor resulta la conmoción cuando el cuerpo que recién porta un alma choca con la solidez corpórea de la tierra, encuentra la fluidez escurridiza del agua o la lacerante penetración del fuego.

      Estos encuentros accidentales afectan al alma. Son estas afecciones las que Platón identifica con el nombre de “percepciones” (Tim, 43c6). Al comienzo de la vida, estas afecciones agitan al alma con violencia, obligándola a fluir en sentido contrario a la revolución original. Así las cosas, el alma adquiere una información confusa y en ese sentido es confusa también su primera orientación del cuerpo. El alma, adherida por primera vez a un cuerpo, ha de ser, pues, irracional. Con el tiempo, en la medida en que el curso se tranquiliza, el alma cultiva la prudencia y la templanza.

      Los dioses jóvenes quisieron que un sector del cuerpo dominase la traslación y con ello distinguieron la parte anterior de la posterior. En la anterior instalaron una cara y le ajustaron los instrumentos para la previsión del alma. Entre estos instrumentos se acordó que fuesen los ojos, las ventanas al mundo, los más importantes. Culminemos el relato citando en extenso las propias palabras del autor:

      Los primeros instrumentos que construyeron [los dioses jóvenes] fueron los ojos portadores de luz y los ataron al rostro por lo siguiente. Idearon un cuerpo de aquel fuego que sin quemar produce la suave luz, propia de cada día. En efecto, hicieron que nuestro fuego interior, hermano de ese fuego, fluyera puro a través de los ojos, para lo cual comprimieron todo el órgano y especialmente su centro hasta hacerlo liso y compacto para impedir el paso del más espeso y filtrar sólo al puro. Cuando la luz diurna rodea el flujo visual, entonces, lo semejante cae sobre lo semejante, se combina con él y, en línea recta a los ojos, surge un único cuerpo afín, donde quiera que el rayo proveniente del interior coincida con uno de los externos. Como causa de la similitud el conjunto tiene cualidades semejantes, siempre que entra en contacto con un objeto o un objeto con él, trasmite sus movimientos a través de todo el cuerpo hasta el alma y produce esa percepción que denominamos visión. Cuando al llegar la noche el fuego que le es afín se marcha, el de la visión se interrumpe; pues al salir hacia lo desemejante muta y se apaga por no ser ya afín al aire próximo que carece de fuego. Entonces, deja de ver y se vuelve portador del sueño (Tim, 45b2-46a2).

      El objeto directo de nuestra atención es un cuerpo afín que surge cuando el fuego que emana desde nuestro interior es abrazado por la luz diurna en las vecindades del objeto corpóreo que se deja ver. Este cuerpo afín surge del encuentro de lo semejante con lo semejante. Esa singular explosión que detona la contemplación ocurre a lo largo de la línea recta que se extiende desde el centro del ojo (el centro de la caldera) hasta la ubicación del objeto, siempre que esa línea pase por el centro de la pupila (allí donde se filtra el paso de la luz espesa y se permite solo el de la más fluida).

      Es de aclarar que no estamos en la obligación de interpretar literalmente el fuego interior como si se tratara de una especie de emanación física. De interpretarlo así, nos cuesta trabajo entender cómo puede el ojo tan pequeño almacenar una cantidad tan grande de efluvios como para alcanzar a tocar las estrellas en cada nuevo momento, sin sentir mengua alguna.

      Al postular que el cuerpo afín deviene del encuentro de lo semejante con lo semejante, cree Platón que las cualidades que adscribimos a este cuerpo (imagen) coinciden con las cualidades que imaginamos pertenecen al objeto contemplado. No ofrece Platón ningún argumento para defender esa identidad de cualidades. Peor aún, podemos esgrimir buenos argumentos para tener reservas en relación con dicha identidad. Las imágenes visuales, por ejemplo y en una primera aproximación,4 cambian de tamaño si nos acercamos o alejamos al objeto; este hecho no nos hace pensar que el tamaño encarnado en el objeto varíe con nuestras aproximaciones: el disco solar en nuestro campo visual tiene un tamaño que no es comparable con el que le atribuimos a la esfera solar. Imágenes elípticas en nuestro campo visual pueden inducirnos a la contemplación de objetos circulares. No es necesario que haya identidad en la figura.

      El cuerpo afín aparece como un objeto coloreado. No contamos, en principio, con argumentos para sospechar que el cuerpo externo también esté revestido de color. En un pasaje más avanzado del Timeo, Platón explica el origen de los colores. La explicación sorprende al lector, porque el autor parece defender allí una suerte de intramisionismo. Platón caracteriza los colores como “llama que fluye de cada uno de los cuerpos” (Tim, 67c4). Sostiene el filósofo que las partículas que proceden de esta llama pueden llegar a afectar (alterar) los rayos visuales. Así las cosas, si estas partículas son iguales a las de los rayos visuales,5 el objeto se hace imperceptible (transparente). Si tales partículas son mayores, estas contraen el rayo visual y provocan, en nosotros, la contemplación de un color que pierde brillo, un color obscurecido. Si ellas son menores, dilatan el rayo visual y provocan la percepción de un color empalidecido, un color menos saturado. Platón explica que “lo que tiene la propiedad de dilatar el rayo visual es blanco; negro su contrario” (Tim, 67e). Cuando la

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