Por qué se suicida un adolescente. Héctor Gallo

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Por qué se suicida un adolescente - Héctor Gallo

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“nada lo motiva”, “uno se queda solo y solo le trabaja y le trabaja la mente”. Tal progresión manifiesta deja ver que “cuando una persona va a atentar seriamente contra su vida, lo hace sin decir, sin amenazar, se queda callada y cuando menos piensa, se suicidó”. (29) Esto quiere decir que antes del suicidio o del intento real de suicidio, ya se ha producido una especie de suicidio subjetivo, una muerte simbólica, pues el sujeto empieza por cortar con los vínculos que le sirven de sostén, se va alejando del mundo y por esta vía todo se va volviendo oscuro, cada amanecer se vuelve un día más de tortura psíquica y como poco importan los logros alcanzados, se pasa a soltar todo, como si le fuera retirado valor afectivo a la mayoría de las cosas.

      Entre las soluciones que se les ocurren a las personas en calidad de consejo para que la gente no se suicide, tenemos estás: “la comunicación en la casa, con los vecinos, con los amigos, expresar lo que se siente”, pues “uno traga y traga, y es ahí donde toma malas decisiones, hay que hablar”. Sin duda, no hay que quedarse callado, hay que buscar ayuda, pero no en cualquiera, pues a veces no es suficiente hablar con los padres, la pareja, un amigo, un consejero espiritual. Lo más adecuado, aunque tampoco es garantía de salvación, es dirigirse a alguien que se ha formado en la escucha de personas en quienes, por haberse debilitado su relación con la vida, aparecen de manera recurrente ideas suicidas, a veces acompañadas de pasajes al acto contra sí mismo, cuestión que requiere haberse escuchado a sí mismo mediante un análisis o alguna modalidad de terapia relacional.

      Cuando un psicólogo recibe a un adolescente en busca de ser escuchado porque está sufriendo y parte de este sufrimiento tiene que ver con que ha perdido el sabor de vivir, si aquel no cuenta con la garantía de una formación suficiente en la escucha de la relación del sujeto con la existencia y con su parte autodestructiva, puede suceder que experimente angustia por no saber de antemano cómo responder en estos casos. Por otro lado, si trabaja en una institución de salud, ha de remitir al psiquiatra; y si es educativa o pedagógica, hay la recomendación expresa de activar inmediatamente lo que se denomina la “ruta de atención en salud” establecida no solo para estos casos, sino también para el abuso sexual y el acoso. Esto quiere decir que institucionalmente se considera al psicólogo inhabilitado profesionalmente para atender estos casos de urgencia subjetiva, así que, de no seguir el protocolo establecido para tal efecto, se expondrá a sanciones éticas y jurídicas por mala práctica, cuestión que puede dar al traste con el ejercicio de su profesión.

      En cuanto al psiquiatra de orientación biológica y que interviene teniendo como soporte de su acto médico la química farmacéutica, por contar con la potestad de hacer uso de la camisa de fuerza química para aquietar el cuerpo, puede sentirse más seguro, porque al obrar de acuerdo con un protocolo, se pone a salvo de posibles demandas por mala práctica. Sin embargo, queda la interrogación sobre su posición ética en cuanto al uso que hace del medicamento, sobre todo cuando después se produce un pasaje al acto suicida en la persona que fue atendida.

      Ahora bien, dado que las causas del suicidio son psíquicas y no genética, ni cerebrales, las investigaciones cuantitativas al respecto no pasarán de una descripción general del fenómeno.

      Se suicidan niños, adolescentes, jóvenes adultos, adultos maduros, ancianos –hombres y mujeres–. Los distintos entrevistados coinciden en que esto sucede porque ya no hay conversación y en los hogares hay poca comunicación. Uno de los entrevistados dice al respecto lo siguiente: los unos viven

      La falta de comunicación, dicen los entrevistados,

      La pregunta que, en estos casos, hay que dejar planteada es la siguiente: aparte de activar el protocolo correspondiente a la ruta de atención en salud o de denunciar ante las instancias directivas del colegio si se trata de algo relacionado con violencia sexual, física o psíquica, ¿qué otra cosa se autoriza a hacer el psicólogo de la institución educativa con aquello que van a contarle los niños y que en no pocos ocasiones y por distintas razones, esperan que se guarde confidencialidad? No basta con que las directivas de un colegio digan que ahí se escucha a los niños, adolescentes y jóvenes que hacen parte de la institución y que allí se conducen como si todos formaran parte de una familia –amistad, cuidado, acompañamiento, solidaridad, respeto–, valores que constituyen la familia imaginaria que todos quisiéramos tener; también hay que formarse profesionalmente para saber hacer con eso que se escucha y dicha formación no la dispensa la universidad.

      Las ideas espontáneas de la gente del común sobre un fenómeno tan enigmático como lo es el suicidio, si bien no lo explican, sí dan cuenta de la importancia de que en las instituciones de salud, en las instituciones educativas, públicas y privadas, se implementen, de manera decidida, dispositivos de escucha, en donde les sea dada en serio la palabra a los niños para que ellos y los adolescentes que sufren aprendan a escucharse a sí mismos. En las instituciones públicas de salud, lo común es contentarse con tener a una persona que, entre otras cosas, se encargue de los indicadores de suicidio, con dar cuando más tres citas al año de psicología y con ordenarle al psicólogo remitir al adolescente deprimido al psiquiatra, para que su vida sea medicada.

      Una joven entrevistada, encargada de recibir los reportes de suicidio o de intentos de suicidio en un hospital y que luego le fue encomendada la labor de manejar los indicadores del mismo fenómeno en una alcaldía, dice lo siguiente: “acá, a la Alcaldía, no me llega sino como el número; pero cuando trabajaba en el hospital, sí me tocaba hasta reportarlos, y leerlos”. Pasa de reportar los suicidios y de leer el informe, a recibir un número, o sea que el tratamiento dado al suicidio a nivel oficial es bastante frío. Cada suicida simplemente pasa a hacer parte de una cifra que engrosa las estadísticas y de este modo se termina banalizando el fenómeno o, como dicen los investigadores sociales, naturalizándolo y haciéndolo parte de una epidemia que habrá que ver cómo se erradica o al menos se disminuye porcentualmente.

      Cuando se trata de un fenómeno psíquico y social como lo es el suicidio, el problema es que no hay vacuna para erradicarlo, y si para prevenirlo se empieza a hablar en todos lados del fenómeno, en lugar de disminuir, aumentará. Esto fue lo que sucedió en Medellín, con unas campañas preventivas contra la anorexia de las adolescentes. La respuesta fue: no pocas de las niñas de la ciudad, cuyos padres gozaban de buenos ingresos, pasaron a ser diagnosticadas como anoréxicas; de este modo, las cifras aumentaron de manera alarmante y con ello también la consulta por anorexia: todas anoréxicas, pues la identificación histérica produce epidemias, sobre todo entre adolescentes, y ser anoréxica puede dar una identidad. No es gratuito que, en esa época, no pocas jóvenes ingresaron a grupos de anoréxicas por redes sociales para intercambiar alrededor de este significante.

      Alguna vez recibí a un adolescente con un empuje bastante fuerte al suicidio, pero mi hipótesis es que no pasaba al acto porque se volvió el líder, por internet, de un grupo de adolescentes suicidas. Solo vino a verme tres veces, pero de acuerdo con sus allegados, al parecer había logrado que el grupo quedara muy diezmado, en tanto la mayoría se había ya suicidado con su eficaz orientación. Me quedó la pregunta qué iría a pasar con él si en algún momento, por sustracción de materia, perdía esta nominación que se había inventado: ser el que sabe cómo orientar hacia el suicidio a otros adolescentes o a hacerse daño en el cuerpo.

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