Tierra de bisontes. Cienfuegos VII. Alberto Vazquez-Figueroa
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–Lejos has ido a parar tú de la tuya… –musitó al poco como si el malogrado Dorantes pudiera oírle–. Nunca he sabido dónde queda exactamente Cáceres, pero imagino que está en la Península, y por lo tanto más allá de La Gomera. Si lo contamos desde aquí, naturalmente.
Eran tantos los muchachos que había visto llegar al Nuevo Mundo en busca de una vida mejor que a menudo se preguntaba cuánta miseria y cuántas vejaciones tenían que haber sufrido para verse empujados a tomar la decisión de abandonar sus raíces y a los seres queridos con el fin de conseguir un futuro más digno.
–¿Acaso no tenías una madre que te consolara en los momentos difíciles, o una muchacha que hiciera saltar tu corazón al verla? –le preguntó a su silencioso vecino confiando en obtener algún tipo de respuesta–. ¿Acaso no tenías hermanos o amigos que te hicieran desistir de tamaña locura?
El canario sabía por experiencia que el hambre nunca había sido buena consejera a la hora de tomar decisiones o de emprender un largo viaje; cuando el hambre arreciaba la mente no razonaba con claridad, por lo que se corría el riesgo de acabar, como el infeliz Asdrúbal Dorantes, en la cima de una minúscula colina en mitad de la nada.
Y es que aquella tierra infinita era la nada.
Un desierto de hierba sin la belleza de la altas dunas de arena; un mar petrificado sin la magia de las olas; una línea recta que acababa por convertirse en la distancia más larga entre dos puntos.
No parecía que hubiera puntos de los que partir o a los que llegar, y la única referencia que había encontrado en tantos días de caminar sin descanso era aquella tosca cruz sobre una tumba.
¿De qué podría haber muerto su dueño?
De hambre no, desde luego, ni tampoco de agotamiento, por muy rápida que hubiera sido su marcha a través de la llanura.
Tal vez llegara allí enfermo o sufriera el ataque de un salvaje, aunque lo más probable, visto el lugar, era que hubiera sido víctima de una de las incontables serpientes venenosas que anidaban entre la espesa maleza.
Aquel constituía sin duda alguna el principal peligro de una extensa llanura que parecía haberse convertido en la residencia habitual de miles de crótalos que permanecían ocultos entre la alta hierba al acecho de una distraída víctima.
Cienfuegos los odiaba.
A su modo de ver todo ser humano en su sano juicio debía odiarlos dado que constituían la antítesis por excelencia de su especie; rastreros, silenciosos y traicioneros, su principal arma, el veneno, era sin duda alguna el arma de los traidores que no se sentían capaces de dar la cara al enemigo.
Por su culpa, por la soledad, y por la lejanía de su hogar aborrecía con toda su alma aquellas tierras, en las que se sentía tan extraño como si le hubieran traslado a otro planeta.
¿Cómo podía existir un lugar en el mundo en el que por mucho que se avanzara nunca se distinguiera ni tan siquiera una montaña en la distancia?
¿Por qué la naturaleza era tan caprichosa como para colocar en una isla tan diminuta como La Gomera docenas de riscos y acantilados, mientras que en tanto terreno abierto no se distinguía ni una miserable roca que sirviera de punto de referencia?
El simple hecho de buscar cuatro piedras con las que abrigar un fuego sobre el que colocar la cacerola se convertía a veces en una labor imposible, por lo que en más de una ocasión se vio obligado a asar un «perrillo de las praderas» clavado en un machete que tenía que mantener a pulso sobre la hoguera.
¡País de locos!
¡Ni de locos…!
Durmió con la cabeza apoyada sobre la tierra del túmulo de la tumba de aquel amigo que nunca había conocido, pero si por casualidad esperaba que acudiera a visitarlo en mitad de la noche sufrió una decepción, porque los únicos que hicieron acto de presencia fueron una familia de escandalosos coyotes que se dedicaron a aullar durante horas.
Al amanecer le despertó un viento helado, y cuando lanzó una ojeada hacia el punto al que pensaba encaminarse le sorprendió descubrir que allá a lo lejos, a casi dos millas de distancia, la monótona llanura, por lo general verdosa o amarillenta, había cambiado de color y en aquellos momentos aparecía de un marrón oscuro hasta donde alcanzaba la vista.
Por más que rebuscó en su memoria no puedo recordar haber encontrado jamás en su camino unas plantas de semejante tonalidad, y menos aún que maduraran de golpe y al unísono de la noche a la mañana.
Desayunó sin prisas porque al fin y al cabo lo mismo daba iniciar la aburrida marcha a una hora que a otra, y permaneció luego un largo rato tumbado al sol esperando a que se le calentara la sangre.
Cuando al fin decidió emprender la marcha descubrió perplejo que la mancha de hierba marrón había avanzado de forma visible en la dirección en que se encontraba.
Aguzó la vista y tras un largo rato de observar atentamente llegó a la conclusión de que la mancha continuaba aproximándose a todo lo largo del horizonte.
¡País de locos!
¿Qué podría ser aquella masa informe que se movía como su estuviera dotada de vida?
¿Agua quizás?
Por unos instantes aceptó la idea de que se trataba de una gigantesca extensión de agua oscura, tal vez de denso fango proveniente de un sucio lago desbordado, pero al poco rechazó semejante posibilidad para acabar por aceptar la casi increíble realidad de que lo que avanzaba hacía el era un ejército de enormes bestias que pastaban mansamente la alta hierba.
Miles, ¡tal vez millones!, de altos bueyes gibosos de cortas pero poderosas cornamentas, los animales más grandes e impresionantes a que se hubiera enfrentado nunca.
Permaneció donde estaba, tan clavado al suelo como la cruz que marcaba el punto donde habían enterrado al infeliz Dorantes, incapaz de reaccionar puesto que el espectáculo al que estaba asistiendo superaba todo lo imaginable.
¡País de locos!
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