Tierra de bisontes. Cienfuegos VII. Alberto Vazquez-Figueroa

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Tierra de bisontes. Cienfuegos VII - Alberto Vazquez-Figueroa Cienfuegos

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sin poder apartar la vista de un documento que ni siquiera se había atrevido a tocar.

      No podía dar crédito a lo que decía.

      ¡«La isla de Bímini»!

      Los desgraciados ocupantes de aquella nave, cuantos y quienes quiera que fuesen y de donde quiera que proviniesen, habían ido a estrellarse contra una lejana y desconocida costa de lo que empezaba a temer que fuera un gigantesco continente, cuando lo que en realidad venían buscando era el mítico y fabuloso lugar del que todos hablaban casi desde el mismo día en que se descubrió el Nuevo Mundo.

      ¡«Bímini»!

      ¡Pobres estúpidos!

      Habían caído en la más absurda de las trampas.

      Era cosa sabida que en Santo Domingo había existido años atrás un pequeño grupo de pícaros que habían obtenido jugosos beneficios vendiendo a incautos recién llegados mapas falsos de la fabulosa isla.

      Para ello le proporcionaban a un muchacho de poco más de veinte años la partida de nacimiento de un cuarentón, y cualquier noche, cuando detectaban a un nuevo «cliente» que se ajustaba a sus planes, permitían que el muchacho hablara de acontecimientos pasados de los que por su aparente edad no podía haber sido testigo.

      Cuando el incauto se sorprendía por tal hecho, le notificaban, con mucho secreto, que lo que ocurría era que la apariencia de su interlocutor se debía a que era uno de los pocos afortunados que habían desembarcado en Bímini, y por lo tanto había bebido de la fabulosa «Fuente de la Eterna Juventud».

      El pequeño grupo de astutos estafadores, capitaneado por el desalmado Melquíades Corrales, sabía ingeniárselas para que a la larga y tras muchas negativas y discusiones fueran sus víctimas las que ofrecieran una considerable suma de dinero a cambio del «Derrotero Secreto» que permitía llegar hasta una maravillosa fuente en la que llenarían a rebosar barricas del agua mágica, lo que evidentemente les haría jóvenes y ricos para siempre.

      Muchos de los habitantes de la capital, entre ellos el propio Cienfuegos, tenía por aquel entonces conocimiento de la existencia de tal pandilla de pícaros, pero nadie había presentado contra ellos una denuncia en firme por falta de pruebas.

      Lo único que podía hacerse era poner sobre aviso a quienes corrían el peligro de caer en sus redes, a riesgo, eso sí, de aparecer tres días más tarde flotando boca abajo en las aguas del río Ozama para ir parar a las fauces de las docenas de tiburones que rondaban siempre por su desembocadura.

      Nunca pudo nadie afirmar sin miedo a equivocarse que se diera el caso de que una nave partiera en busca de tan absurdo destino, exceptuando la expedición, abierta y sin tapujos, que organizara en su día Juan Ponce de León, y que tras fracasar en su intento se consoló conquistando en 1509 la isla de Puerto Rico y descubriendo en 1512 la península de La Florida, en cuyas proximidades se afirmaba que se encontraba Bímini.

      Ahora, allí sentado en la litera de un estúpido capitán que al parecer se había dejado enredar por los fulleros, el canario tenía la prueba evidente e incontestable de que al menos en una ocasión las maquinaciones del canallesco Melquíades Corrales habían tenido éxito, con lo que había enviado a una muerte segura a un grupo de infelices soñadores.

      ¡Maldito hijo de puta!

      Quien busca Bímini,

      eternamente joven será

      porque joven morirá

      y joven permanecerá

      por toda la eternidad.

      Quien busca Bímini

      dejará de ser pobre

      porque ningún cadáver

      necesitó nunca dinero.

      Quien busca Bímini

      encontrará la alegría

      porque nadie ha conocido

      a un muerto triste.

      Alguien de buena fe pergeñó un día aquellos versos como aviso a los incautos, pero resultaba evidente que los incautos abundaban en exceso.

      Durmió «a bordo» en la única hamaca de la tripulación que aún soportaba su peso sin romperse, y el hecho de pasar la noche bajo cubierta, aspirando el olor a brea de calafatear que le había acompañado a todo lo largo de su travesía del océano le trajo a la mente viejos recuerdos de cuando era un ignorante muchacho tan despistado que en La Gomera se coló de polizón en una carabela confiando en que lo desembarcaría en Sevilla cuando en realidad navegaba en dirección opuesta.

      A la hora de mirar hacia atrás se veía obligado a reconocer que su azarosa vida había sido el fruto de una serie de situaciones absurdas y sin sentido que comenzaron con el bendito día de que una hermosa y noble dama se enamoró locamente de un cabrero analfabeto, y parecía a punto de concluir con la aciaga noche en que un pez ponzoñoso le clavó su aguijón en el brazo.

      ¿Hasta cuándo estaba dispuesto a reservarle el caprichoso destino sorpresas semejantes?

      ¿Acaso no existían otros muchos millones de seres humanos a los que fastidiar con sus estúpidos caprichos?

      Durante años rodó de aquí para allá, como una de esas semillas de blanco penacho que el viento traslada por entre los árboles en primavera, y cuando al fin había conseguido arraigarse y dar sus frutos, una vez más le arrastraban hacia Dios sabía dónde.

      –¿Por qué? ¿Por qué, Señor, me has elegido como juguete si jamás he tenido intención de ofenderte? –inquirió momentos antes de quedarse profundamente dormido–. ¿Por qué no demuestras un poco de compasión y me permites regresar con los míos?

      Aquello era lo más parecido a una plegaria que el canario Cienfuegos se sentía capaz de invocar, pero era al fin y al cabo una plegaria que nacía de lo más profundo de su corazón.

      Soñó que navegaba por entre las calmas del «Mar de los Sargazos» y que su buen amigo Pascualillo de Lebrija dormía a su lado.

      También debían encontrarse cerca el siempre malhumorado timonel Caragato, el siempre afable cartógrafo Juan De la Cosa, el converso Luis de Torres, e incluso su «Excelencia el Almirante de la Mar Océana», don Cristóbal Colón, pero cuando la luz del sol penetró por entre las rotas tablas de la amura de estribor, abrió los ojos para descubrir, desalentado, que no dormía nadie en las destrozadas hamacas vecinas.

      Ni tampoco el ceñudo contramaestre paseaba su eterno insomnio sobre cubierta.

      Se vio obligado a admitir una vez más que era un hombre solo, espantosamente solo en la inmensidad de un universo poblado por hercúleos salvajes de los que no sabía qué demonios se podía esperar.

      No hizo ademán alguno de levantarse porque por primera vez en su vida prefirió no hacerlo de inmediato con el fin de permanecer allí, bajo la mísera protección de las cuadernas de una nave varada en la arena, consciente de que era el único lugar que le mantenía unido a su pasado y a lo que había sido su mundo, visto que en el exterior le aguardaban sin duda incontables

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