Tierra de bisontes. Cienfuegos VII. Alberto Vazquez-Figueroa

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Tierra de bisontes. Cienfuegos VII - Alberto Vazquez-Figueroa Cienfuegos

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que una ardiente nativa acudiera gustosa a «echarle una mano» en las «labores domésticas» fueran estas de la clase que fueran.

      Ingrid sabía muy bien que ni el amor es únicamente pasión, ni la pasión únicamente amor, pero que el amor empieza a debilitarse cuando desaparece la pasión, y la pasión acaba por morir cuando ha muerto el amor. Como mujer inteligente y práctica había optado por establecer un delicado equilibro gracias al cual ella disfrutaba de la mayor parte del amor, mientras que la hermosa y siempre dispuesta Araya se consideraba muy feliz sintiéndose propietaria de la mayor parte de la pasión.

      Y nunca discutían.

      Cada una cultivaba con mimo su parcela, obtenía los frutos apetecidos, y jamás se empinaba a intentar descubrir qué clase de frutos se cultivaban al otro lado del muro.

      La alemana había llegado hacia tiempo a la conclusión de que demasiado a menudo los seres humanos envidiaban lo que en el fondo nunca habían querido para sí, pero que acababan deseándolo simplemente porque otros lo deseaban.

      Sabía a ciencia cierta que le bastaba una palabra o una simple insinuación para que «su hombre» la satisficiera plenamente con todo el amor del mundo, y por ello consideraba que condenarle a limitar sus necesidades a las propias constituía una forma de egoísmo a su modo de ver inaceptable.

      Estaba convencida de que los celos no eran en el fondo una forma de sentirse inferior, pero al mismo tiempo tenía plena conciencia de que en lo único que Araya la superaba era en juventud, y ningún ser medianamente inteligente debía sentirse inferior a otro por el simple hecho de tener mas años.

      Si así fuera, los recién nacidos estarían en el máximo nivel de superioridad respecto a los demás seres vivientes cuando la realidad es que ni siquiera son capaces de valerse por si mismos.

      Sentado allí, sobre la arena de una remota isla, y contemplando absorto el ancho brazo de mar que se vería obligado a atravesar si pretendía dar el primer paso de regreso al hogar en que le esperaban sus dos mujeres, Cienfuegos no podía por menos que preguntarse si se estarían consolando mutuamente por el hecho de que el hombre que compartían desde hacia años, el padre de sus hijos, hubiese desaparecido en alta mar.

      Sería así sin duda alguna, y sin duda sería Ingrid quien se mostraría más fuerte, convencida de que de un modo u otro el gomero se la ingeniaría para volver a la isla, puesto que ella era quien mejor conocía la sorprendente capacidad de sus infinitos recursos.

      –Hay quien nace para ser rico, santo, soldado, rey o asesino –solía decir cada vez que surgía el tema–. Y Cienfuegos nació para salir con bien de todos los peligros.

      Evidentemente peligro había y se hacía necesario estudiar con harto detenimiento la situación, puesto que si el canario acostumbraba esquivar a la muerte, no se debía únicamente a una cuestión de suerte, sino a había aprendido, desde que se crió solo en las más agrestes montañas conocidas, que clase de riesgos podía asumir y cuales no.

      Y el frío era un terrible enemigo con el que no estaba acostumbrado a luchar.

      Cada vez que se había enfrentado a él había salido malparado, por lo que no le agradaba la idea de internarse en unas aguas que probablemente acabarían por agarrotarle los músculos.

      Tras meditar largo rato vació los odres de agua y sopló dentro hasta casi reventar cerrándolos luego todo lo herméticamente que le fue posible de tal modo que los convirtió en aceptables flotadores que al menos le permitirían descansar a ratos.

      Corto gruesas ramas de mangle con las que trenzó una rustica balsa que rodeaba por completo los odres, y colocando encima cuanto había conseguido salvar del naufragio se hizo a la mar empujando ante él aquel informe armatoste que evidentemente cumplía con su obligación de flotar.

      –¡La leche, que fría esta! –no pudo por menos que exclamar en cuanto se hubo alejado unos metros de la orilla por lo que empezó a patalear de modo firme y constante no solo con el fin de avanzar, sino sobre todo de hacer circular la sangre lo mas aprisa posible.

      Una hora más tarde, cuando se encontraba ya casi en el centro del canal, advirtió, alarmado, que la corriente que llegaba del oeste le empujaba hacia mar abierto dejando a un lado la isla y al otro tierra firme por lo que corría el riesgo de perderse para siempre en la inmensidad del golfo.

      Por fortuna, y cuando ya el frío y el agotamiento estaban a punto de conseguir que se diera por vencido, al salir del abrigo de la punta oriental largas olas que llegaban de mar afuera le empujaron de un modo firme y constante hacia la playa que andaba buscado.

      Se enterró en la arena seca para escapar del frío y así pasó la noche, tan molido como si le hubiera posado por encima una manada de elefantes.

      Cuando inició la marcha hacia el oeste lo hizo sin perder nunca de vista el mar aunque buscando al propio tiempo la protección de la espesura puesto que no tenía ni la mas remota idea sobre la clase de indígenas que poblaban aquellas tierras, y tiempo atrás había tenido muy amargas experiencias con los feroces caribes devoradores de hombres que se cenaron a la brasa a dos de sus mejores amigos.

      Muy pronto le sorprendió el tamaño y la variedad de los árboles y en especial la abundancia de nogales, cedros, encinas, pinos, robles y laureles que se distinguían por todas partes, lo que le recordaba más a su Gomera natal que a la vegetación que solía encontrarse en Santo Domingo, Cuba o la «Tierra Firme» del sur del Caribe.

      También descubrió infinidad de patos, garzas, gaviotas, perdices, halcones y gavilanes, y su asombro no tuvo límite cuando de improviso se topó de manos a boca con una zarigüeya que llevaba su cría en una bolsa, lo cual se le antojó cosa de magia, puesto que hasta aquel momento ningún cristiano le mencionó jamás que pudiera existir algo tan extraño como los marsupiales.

      –Todo esto es muy bonito… –murmuró para sus adentros–. Precioso a decir verdad, pero no me gusta un pelo. Empiezo a tener la impresión de que estoy en un mundo muy distinto al que conozco. Si esto es Cuba, yo soy fraile.

      Pequeño arroyos de aguas cristalinas iban a morir al mar, bastaba con alargar la mano para apoderarse de un huevo o un pichón en su nido, y a media tarde una descarada liebre le observó tan de cerca que no necesitó más que atizarla en la cabeza con la larga pértiga para dejarla atontada.

      –¿En qué coño estabas pensando? –le espetó mientras la despellejaba–. ¿Acaso tus padres no te han enseñado que los humanos somos bestias peligrosas?

      Probablemente el pobre bicho jamás había visto con anterioridad a un ser humano, pero lo que quedaba claro era que su primera experiencia había resultado harto traumática.

      El gomero buscó sal entre las rocas de la orilla, encendió fuego en lo más profundo de la espesura y se atracó a placer de liebre a la brasa.

      Esa noche soñó que estaba de regreso y hacia el amor con su mujer, pero cuando se despertó no pudo recordar con cuál de las dos lo había hecho pese a que sobre la rústica túnica quedaban visibles muestras de que la experiencia había sido ampliamente satisfactoria.

      –Desperdiciar de este modo este hermoso pene es una pena… –masculló enfurruñado–. Me gustaría saber qué demonios he hecho para que el destino me gaste tan malas pasadas.

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