Tierra de bisontes. Cienfuegos VII. Alberto Vazquez-Figueroa
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Con la subida de la marea los rojos crustáceos desaparecían en lo más profundo de sus madrigueras enterrándose en el fango u ocultándose bajo las rocas, temerosos de convertirse en presa de los innumerables peces que llegaban con unas aguas que lo inundaban todo hasta casi un metro de altura, y esas eran las únicas horas durante las cuales el agotado canario conseguía descansar cerrando los ojos y permitiendo que un sueño reparador le devolviera poco a poco las fuerzas.
No obstante, durante la noche un frío viento que llegaba del norte le obligaba a tiritar y castañear los dientes, por lo que se veía obligado a permanecer despierto, golpeándose las piernas y los brazos con las palmas de las manos y sin poder evitar preguntarse en qué situación más difícil que aquella podría haberse encontrado alguna vez un ser humano.
Lejos de su casa y su familia, en un lugar perdido y absolutamente desconocido, semidesnudo, hambriento, herido, enfermo y sin tan siquiera suelo firme sobre el que pisar, entumecido y acosado por el hambre, el frío y miríadas de pequeños pero irreductibles enemigos decididos a no dejar de él mas que los huesos, había llegado sin duda al límite de la resistencia humana.
–Lo único que me faltaba es haberme quedado embarazado… –masculló para sus adentros en un esfuerzo por mantener el humor y la fe en si mismo y en su capacidad de hacer frente a las desdichas–. ¿Qué mas puede ocurrir?
Que lloviera a mares.
Y la tercera noche llovió a mares.
No se trató de un esporádico chaparrón tropical a los que tan acostumbrado estaba en «La Escondida» donde el agua caía por lo general cálida y gratificante; fue por el contrario una espesa cortina de una lluvia agresiva y furibunda, que llegaba empujada por fuertes rachas de un viento helado que aullaba entre las ramas sacudiéndolas como si su mayor deseo se centrara en arrojarle de una vez por todas al suelo con el fin de dejarle a merced del ejército de cangrejos.
Tentado estuvo de darse por vencido admitiendo al fin que las fuerzas de la naturaleza serían siempre superiores a la capacidad de resistencia del ser humano, pero le vino a la mente el recuerdo de sus dos esposas, la rubia alemana Ingrid y la morena indígena Araya, a las que amaba por igual, y de sus seis hijos, que sin duda le necesitaban para poder seguir creciendo en libertad en una isla que estaba comenzando a convertir en una antesala del paraíso.
De no haber sido por un desgraciado pez ponzoñoso, se encontraría en aquellos momentos sentado en el porche de su hermosa casa, concluyendo de cenar y dispuesto a contar una vez mas a cuantos cada noche se lo suplicaban, el apasionante relato de cómo había viajado en la carabela «Santa María» a las órdenes del mismísimo Almirante Don Cristóbal Colón, cómo había aprendido a leer de la mano del «Cartógrafo Mayor del Reino», el genial y entrañable Juan de La Cosa, que le trató como a un hijo, y cómo había sido de los primeros en otear el horizonte cuando el estrafalario y siempre sonriente Rodrigo de Triana gritó a voz en cuello desde lo alto de la cofa:
–¡«Tierra a la vista»!.
A sus hijos y los amigos de sus hijos les encantaba sentarse a su alrededor mientras encendía un grueso cigarro y repetía por enésima vez el horror y el asombro que sintió el día en que un grupo de indígenas cubanos le invitaron a cenar por primera vez sopa de gusanos e iguana a la brasa, y a continuación comenzaron a echar humo por las narices como si se tratara de auténticos dragones.
–¡Y lo peor del caso es que me pedían que les imitara! –exclamaba como si la sola idea se le antojara inconcebible–. Si no quería ofenderlos, lo cual tal vez me hubiera costado la vida, tenía que comerme la sopa sin demostrar repugnancia, fingir que me encantaba el estofado de rabo de iguana, y aceptar que me metieran en la boca un rollo de unas hojas secas que nunca había visto antes y le prendieran fuego. ¡Que noche, madre! ¡Que borrachera y qué noche!
Los chicos, e incluso los mayores, disfrutaban con sus historias, por lo que en ocasiones permanecían casi hasta el amanecer charlando en torno a una pequeña hoguera hasta el punto de que a menudo el propio Cienfuegos llegaba a preguntarse cómo diablos era posible que le hubieran ocurrido semejante cúmulo de fantásticos acontecimientos durante su movida y apasionante existencia.
Pero así había sido, y cuando a su modo de ver todo aquello había quedado definitivamente atrás y las peligrosas aventuras parecían haber aceptado pasar a convertirse en simples anécdotas con la que entretener a una extasiada concurrencia, el destino volvía a mostrarle su cara más amarga, obligándole a comprender que aun era capaz de reservarle pruebas infinitamente más difíciles de superar que todas las que le hubiera presentado hasta el momento.
Lo que el ancho, profundo y rugiente océano, las espesas y oscuras selvas, los caudalosos ríos, las inaccesibles montañas, las peligrosas fieras o los sanguinarios caníbales no habían sido capaces de conseguir, lo estaba consiguiendo una minúscula porción del activo veneno que un repugnante bicho al que ni siquiera había sido capaz de vislumbrar le había inoculado en mitad de la noche.
Su enorme corpachón al que jamás sobró una gota de grasa, siempre estaba dispuesto a saltar, correr, trepar, nadar o luchar, pero ahora sus antaño poderos músculos parecían haberse convertido en una especie de gelatina inconsistente que a duras penas obedecía las órdenes que le enviaba el cerebro.
Aquel que un tiempo apodaron con toda justicia Brazofuerte, capaz de derribar a un mulo de un puñetazo en la testuz, apenas reunía ahora las energías suficientes como para agitar la rama con la que alejar a unos ridículos cangrejos que pretendían devorarle en vida.
–¡Malditos hijos de puta! ¡Dejadme en paz!
Pero el indisciplinado ejército de gruesa armadura medieval insistía en su empeño atacándole desde todos los puntos accesibles.
Cuando se reunían más de cien el continuo chasquido de sus pinzas tenía la virtud de ponerle los vellos de punta.
Al cuarto día, y a raíz de una de aquellas macabras sinfonías que en cierto modo sonaban a «réquiem» anticipado, Cienfuegos pareció llegar a la conclusión que si aspiraba a sobrevivir debía cambiar de táctica pasando al contraataque, por lo que permitió que un audaz cangrejo le mordiera el pie, con lo que rápidamente se apoderó de él y lo partió en dos de un sonoro mordisco.
Lo mastico muy despacio, incluidas las tripas y las partes mas blandas del caparazón, consciente que si pretendía fortalecerse no cabía hacerle ascos a nada.
En un par de horas pasó de posible víctima a eficaz verdugo, atracándose de cangrejos hasta que estos parecieron llegar a la amarga conclusión de que se habían topado con un peligroso enemigo del que mas valía mantenerse a prudente distancia.
A la semana el canario se había transformado de acosado en acosador, hasta el punto de que las minúsculas e inofensivas gambas que pululaban por doquier, los «ermitaños», las almejas, las ostras e incluso cualquier pececillo que hubiera quedado atrapado en un charco al bajar la marea se convirtieron en apetecibles manjares que iba a parar de inmediato a un estómago que parecía capaz de digerirlo todo sin el menor reparo.
Los huevos de aves marinas de los nidos cercanos y mas de un polluelo a punto de romper el cascaron se transformaron al instante en materia alimenticia para quien se mostraba dispuesto a ingerir sin el menor reparo cuanto pudiera ayudarle a volver a ser lo que siempre había sido.