Tierra de bisontes. Cienfuegos VII. Alberto Vazquez-Figueroa
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Eran cinco, altivos, esbeltos, cubiertos con largos mantos de ricas pieles y portando gruesos arcos tan altos como ellos, avanzando sin prisas y sin tomar precauciones, con la seguridad de quien se encuentra en un terreno en el que no cabe esperar peligro alguno.
Nada tenían que ver, ni físicamente, ni por su forma de andar o de moverse, con los primitivos y feroces caribes antillanos de piernas torcidas y deformadas de los que conservaba tan amargos recuerdos, y pese a que abrigó de inmediato la impresión de que eran gente pacífica de la que probablemente no cabía esperar nada malo, optó por la prudencia, arrojándose al suelo para buscar seguro refugio entre la alta maleza.
Aún tenía muy fresca en la memoria, pese a los años transcurridos, la espantosa escena en que una cuadrilla de salvajes asesinaron, descuartizaron y devoraron ante sus ojos a sus buenos amigos Dámaso Alcalde y Mesías El Negro, sin que él, solo, desarmado y trepado como una cabra montés en la cornisa de un abrupto acantilado pudiera hacer nada por ellos.
Aún resonaban en sus oídos los gritos de terror y desesperación de los pobres desgraciados, y aún se le ponían los vellos de punta al rememorar cómo al concluir el festín aquellas malas bestias lo acosaron con la intención de devorarlo de igual modo.
Fue sin duda el peor día de su vida y no estaba dispuesto a que se repitiera la experiencia por más que los cinco indígenas de los enormes arcos se le antojaron a primera vista inofensivos.
Del heroico capitán Alonso de Ojeda, uno de los hombres más valientes, inteligentes y sensibles que hubiera conocido nunca, había aprendido algo que siempre tenía muy presente:
–Si difícil resulta prever las reacciones de cristianos que nacieron en nuestra propia tierra y se criaron según nuestras viejas costumbres, imposible es prever como reaccionará quien nació al otro lado del océano, se crió en otro ambiente y adora a un dios diferente. Trata siempre a los nativos como seres humanos, pero recuerda que cuando menos te lo esperes se pueden convertir en fieras.
En el «Nuevo Mundo» Cienfuegos había conocido a caníbales cerrilmente monógamos y a promiscuos incapaces de matar a una mosca, y había luchado junto a indígenas de fidelidad a toda prueba contra traidores capaces de asesinar a su propia madre.
Tal vez aquellos cinco que ahora se alejaban playa adelante le hubieran recibido con los brazos abiertos, pero entraba dentro de lo posible que se hubieran apresurado a maniatarlo con el fin de sacrificarlo ante el altar de un ídolo de barro.
La prudencia debía seguir siendo su norma si aspiraba a regresar a su hogar sano y salvo, y lo peor del caso estribaba en que no existía nadie que pudiera ponerle al corriente sobre los hábitos de las gentes que habría de encontrar en su largo camino de regreso al hogar.
–Tengo dos ojos… –se dijo–. Pero en cierto modo soy como un ciego que avanza a tientas. Y lo peor que me puede pasar no es que me rompa la crisma contra un muro; es que pierda la vida en el intento.
Cuando los guerreros –puesto que no cabía duda de que se trataba de auténticos guerreros fuertemente armados–, se perdieron de vista en la distancia, el gomero decidió re-emprender la marcha tomando aún muchas más precauciones, por lo que al atardecer alcanzó un extenso y bien alineado campo de maíz que le superaba en altura, lo que le hizo comprender que no se encontraba allí por capricho de la naturaleza, sino que había sido sembrado por la mano del hombre.
Avanzó despacio y a hurtadillas, con el oído atento a cualquier sonido que le advirtiera de un peligro cercano, pero no fue el oído, sino el olfato, el que le hizo comprender que empezaba a encontrarse en situación harto difícil.
Un denso y estimulante olor a leña quemada y a carne asándose junto a piñas de maíz invadía el ambiente, y al dar un salto descubrió una columna de humo a menos a tiro de piedra de distancia.
Pocos metros más allá pudo percibir voces lejanas.
Decidió tomar asiento y aguardar a que cayera la noche.
La tensa espera se prolongó largo rato puesto que ya se había dado cuenta de que allí el ocaso era mucho más largo que en Santo Domingo o Cuba, signo inequívoco de que se encontraba bastante más al norte.
De nuevo le asaltaron los recuerdos, de nuevo le invadió la nostalgia, y de nuevo se planteó la posibilidad de que si le descubrían tal vez pasaría a ser parte del asado cuyo olor se extendía como un manto sobre el inmenso campo de maíz.
La oscuridad le permitió aproximarse hasta el punto en que concluía la plantación y desde donde podía vislumbrar la treintena de cabañas que conformaban el poblado y que se agrupaban formando un semicírculo de cara al mar, en torno a una ancha plaza en la que ardía una gran hoguera.
Se distinguían casi medio centenar de figuras humanas, hombres, mujeres y niños que iban de un lado a otro, y de nuevo le asaltó la impresión de que se trataba de gente pacífica, pero aun así prefirió no arriesgarse.
El canario no podía saberlo, pero aquellos indígenas eran miembros de la rama más occidental de la tribu de los «seminolas», valientes guerreros acostumbrados a defender sus ricas tierras de las invasiones extrañas, pero poco dados a ejercer la violencia si no se les provocaba.
Y desde luego no eran en absoluto antropófagos.
Vivían de sus plantaciones de maíz, melones y calabazas, así como de la pesca, la caza y los abundantes frutos salvajes de sus extensos bosques, y solían cubrirse con preciosas capas de bien curtidas pieles de las martas cibelinas que solían capturar con ingeniosas trampas en los profundos pantanos del norte a los que acudían a refugiarse en caso de correr serio peligro.
Ningún daño le hubieran hecho por tanto a un extranjero llegado del otro lado de un mar que siempre habían considerado el fin del mundo, pero eso era algo que lógicamente Cienfuegos ignoraba, por lo que tras meditar varias horas, optó una vez más por la prudencia.
En cuanto la hoguera comenzó a perder su fulgor y las figuras humanas fueron desapareciendo una tras otra en el interior de las cabañas quedando a la vista únicamente un par de centinelas, se aproximó a la orilla del mar y vadeando con el agua al pecho con el fin de no dejar sus huellas en la arena, cruzó frente al poblado. Únicamente cuando ya no se advertían rastro alguno de campos cultivados se decidió a abandonar la playa y adentrarse de nuevo en la zona boscosa.
El amanecer le sorprendió a más de una milla de distancia por lo que decidió que había llegado el momento de tomarse un merecido descanso.
Durmió hasta pasado el mediodía, pero cuando, tras comer frugalmente se decidió a re-emprender la marcha, descubrió que una hermosa muchacha de larga melena azabache y uno de los fornidos guerreros que había visto el día anterior andaban enzarzados en apasionados juegos amorosos muy cerca del mar, justo en el punto por donde él estaba obligado a pasar si no quería verse obligado a dar un gran rodeo.
–¡Vaya! –no pudo por menos que lamentarse–. ¡Tanto espacio abierto y han tenido que venir a echar un polvo justamente aquí!
No le quedaba más remedio que armarse de paciencia y darles la espalda evitando de ese modo que le asaltaran malos pensamientos. Casi una hora más tarde el altivo guerrero y la adorable muchacha de la oscura melena cesaron en sus ardientes aventuras, se refrescaron con un largo baño durante el que saltaron y