Tierra de bisontes. Cienfuegos VII. Alberto Vazquez-Figueroa
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Cuanto le acontecía se veía obligado a rumiarlo como un buey aislado en mitad de un gigantesco prado.
La mayor parte de su existencia había transcurrido al aire libre, sin otro techo que el cielo ni otro lecho que el suelo, y por ello, el encontrarse allí, balanceándose suavemente sobre una hamaca en el interior de una abovedada nave, era casi tanto como regresar al vientre de su madre, que era el único lugar del mundo en el que se había sentido protegido.
Desde el mismo momento en que distinguió por primera vez la luz del sol este pareció haberle tomado un desmesurado afecto puesto que le seguía a todas partes.
Incluso en aquellos momentos se encontraba allí, buscándolo por entre las cuadernas o las grietas de la tablazón de cubierta como si estuviera exigiéndole que abandonara su escondite y saliera de una vez adonde pudiera contemplarlo a sus anchas.
No obstante, antes de que el canario se decidiera a hacerlo comenzó a llover, primero mansamente, al poco tiempo con inusitada furia, y ello le dio una nueva razón para continuar acurrucado en su rincón contemplando un techo que no tardó en comenzar a gotear.
Estaba asustado y no sintió el menor empacho en reconocerlo, porque desconocía a qué o quién debería enfrentarse cuando abandonara su precario refugio, y a lo que en verdad temía no era a morir, que eso era algo para lo que siempre había estado preparado, sino a no volver a ver a sus seres queridos.
Resulta hasta cierto punto sencillo demostrar valor cuando se es joven y nadie te espera en ninguna parte; resulta fácil y a menudo incluso divertido, pero a medida que la vida avanza y se va llenando de afectos, ese valor disminuye en la misma proporción en que crecen los hijos.
¿Quién les contaría a sus seis hijos divertidas anécdotas a la luz de la hoguera?
¿Quién les relataría cada detalle de los mil duelos del valiente capitán Alonso de Ojeda?
¿Quién les hablaría de aquel fabuloso Gran Kan que con tanto afán buscaba el Almirante?
Para el gomero, al igual que para la mayoría de cuantos viajaban a bordo de «La Santa María», el Gran Kan debía ser un anciano muy alto, de luenga barba negra y cubierto de oro de los pies a una noble cabeza que se tocaba con una increíble corona cuajada de esmeraldas, cuya mayor diversión se cifraba en lanzar a cuantos se le aproximaban puñados de gruesos diamantes que extraía de un arcón que parecía no tener fondo.
Esa era al menos la descripción que corría de boca en boca, y por el simple hecho de comprobar su veracidad valía la pena arriesgar la vida atravesando el océano y enfrentándose a los monstruos más feroces, fueran marinos o fueran terrestres.
Según Colón, el Gran Kan estaba aguardándolos en la otra orilla, con los brazos abiertos y ansiado darles la bienvenida como a los heroicos marinos que habían sabido abrir una ruta más corta entre Oriente y Occidente, lo que sin duda redundaría en beneficio de la paz mundial y del bienestar de todos los pueblos de la Tierra, que partir de aquel momento podrían comerciar libremente.
¡Hermoso sueño, vive Dios!
Hermoso sueño que había acabado por convertirse en pesadilla, puesto que resultaba evidente que nadie cubierto de oro los aguardaba con los brazos abiertos, y la mayoría de quienes alimentaron tan absurdas ilusiones, o estaban muertos o arrastraban una existencia ciertamente paupérrima.
Incluso el mismísimo Almirante había perdido todo cuanto tenía para acabar muriendo como un paria sin que se supiera con certeza adónde había ido a parar su cadáver.
Su sueño de un Gran Kan con corona de esmeraldas había quedado reducido al hecho evidente de que la historia le reservaba un puesto de singular importancia.
¿Había valido la pena?
Cienfuegos recordaba que cuando en cierta ocasión le preguntaron a don Cristóbal qué era lo que más le había hecho disfrutar durante su portentosa existencia, la respuesta fue rápida e inequívoca:
–La contemplación del horizonte en alta mar teniendo la certeza de que en cualquier momento harían al fin su aparición las costas de China y del Cipango.
–¿Más que el desembarco?
–Mucho más.
–¿Por qué?
–Porque desde el primer momento comprendí que la isla de San Salvador no era más que una escala hacia China, con lo que ya la primera ilusión se había roto.
–¿Fue eso lo que más le hizo sufrir?
–No, lo que más me ha hecho sufrir en mi vida han sido los mosquitos, que en Jamaica no me permitieron descansar en paz durante más de un año.
Curioso resultaba que los peores enemigos de uno de los hombres más grandes que hubiera dado la humanidad hubieran sido unos seres tan diminutos.
Curioso y esclarecedor; ni príncipes, ni reyes, ni cardenales, ni calmas, ni tormentas, ni monstruos de los abismos, ni salvajes armados, ni fieras de la selva habían conseguido doblegar a un hombre de hierro al que acabaron por destrozar los millones de obsesivos mosquitos que no le dejaron dormir, con lo que su indomable espíritu acabó por resquebrajarse.
Tal vez por eso eligió un lugar tan frío como Valladolid para acabar sus días; quería morir en paz, sin que lo asediaran los mosquitos.
En la interminable costa a la que Cienfuegos había ido ahora a parar, enormes mosquitos proliferaban hasta el punto de que nubes de ellos ocultaban el sol en los atardeceres, pero el gomero, quizás debido a que se había criado durmiendo entre las cabras, tenía la inmensa suerte de que jamás le atacaban.
Recordando las plácidas noches de su isla, la nostalgia se apoderó una vez más de su ánimo, y cualquier otro hubiera optado por quedarse allí, huyendo de los problemas que lo acosaban por el sencillo remedio de no moverse de donde se encontraba, lo que viene a ser una forma como otra cualquiera de escapar, pero al fin y al cabo él era el gomero Cienfuegos –«más terco que un mulo y con la piel de elefante»– por lo que consideró que había llegado el momento de ponerse en marcha.
En los arcones de la tripulación encontró ropa de abrigo, un enorme chambergo y un par de botas en bastante buen estado, pero llegó a la conclusión de que las botas siempre acababan por destrozarse por lo que resultaba preferible mantener su inveterada costumbre de andar siempre descalzo,
Se agenció de igual modo una herrumbrosa ballesta y un largo arpón, cuya punta adosó al extremo de su pértiga puesto que le hacía mucho mejor servicio que el cuchillo.
La red de la hamaca en la que había dormido le sirvió de hatillo en el que envolver la vela de la barca así como un pequeño barril de pólvora, y cargó de igual modo con pedernal y yesca, un rollo de cuerda, un plato de latón y una abollada cacerola.
Luego emprendió sin prisas el camino, rumbo al norte, sin volver ni una sola vez el rostro porque le constaba que el esqueleto del «Princesa del Mar» era su último lazo de unión con el que había sido su mundo.
Durante