Tierra de bisontes. Cienfuegos VII. Alberto Vazquez-Figueroa
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Necesitaba más que nunca que amaneciera cuanto antes.
Más incluso que aquella otra noche en que oyeron volar cientos de pájaros sobre sus cabezas, síntoma inequívoco de que se encontraban cerca de tierra, con lo cual la ciega y peligrosa travesía del llamado «Océano Tenebroso» tocaría a su fin, demostrando así que la absurda teoría de que el mar acababa en un profundo abismo por el que se precipitarían sin remedio carecía de sentido.
Y es que en cuando ocurrió el «Descubrimiento», del que pronto se iban a cumplir diecisiete años, el gomero navegaba con docenas de amigos y compañeros con los que compartir el miedo de estar equivocados y la ilusión de no estarlo, mientras que ahora se encontraba absolutamente solo en mitad de un mundo desmesurado del que lo ignoraba todo.
Isleño de pies a cabeza, Cienfuegos amaba el mar, y el hecho de saber que siempre lo encontraría en cualquier dirección en que se encaminara le producía una extraña sensación de seguridad, puesto que ese mar era una especie de padre protector al que siempre se podía recurrir en caso de apuro.
Pero la tierra firme, aquel gigantesco territorio sin límites por el que un ser humano podía caminar durante días y semanas sin llegar nunca a su destino –la orilla del mar– le producía un profundo desasosiego, probablemente un tanto infantil para quien no compartiera sus temores, pero contra el que resultaba difícil enfrentarse.
Ingrid le había contado, ¡la mayor parte de las cosas que sabía se las había contado Ingrid!, que existían personas que nunca habían visto el mar de tan apartado de él como vivían, y aunque siempre estuvo convencido de que la mujer que amaba era incapaz de mentirle, lo cierto es que en los primeros tiempos le había costado mucho trabajo aceptar que semejante aseveración pudiera ser cierta.
¿Cómo de lejos del mar podía encontrarse un lugar que en tres o cuatro días de marcha no se llegara a él?
La Gomera, Guaraní, Cuba, Santo Domingo o las Pequeñas Antillas en las que vivió prisionero de los caníbales no eran más que islas, y fue necesario que pasase mucho tiempo, hasta su accidentado desembarco en las costas de «Tierra Firme», para que comenzase a entender cuáles eran las auténticas dimensiones de un continente.
Abandonó sus refugio de arena poco antes del amanecer, y pese a que un cierzo helado barría la playa, avanzó contra el viento forzando la vista de tal modo que con el alba llegó al convencimiento de que, efectivamente, lo que se distinguía al otro lado de un pequeño promontorio de rocas eran los mástiles de un navío.
Corrió hacia él temiendo que con la marea que empezaba a subir decidiera zarpar dejándolo en tierra, y cuando, sudoroso y jadeante coronó el promontorio dispuesto a gritar a pleno pulmón anunciando su presencia, se quedó mudo de asombro y desencanto.
Se trataba en efecto de un navío, y casi con toda seguridad de un navío español, pero no se trataba de un navío que se encontrara a punto de zarpar, puesto que resultaba evidente de que jamás volvería a surcar los mares.
Clavado en la arena, proa al norte, cabría pensar que una gigantesca mano lo había sacado de las aguas con el fin de depositarlo, con exquisita delicadeza, a más de trescientos metros de la orilla.
Podría creerse, también, que se encontraba dispuesto a continuar su singladura, playa adelante, si no fuera por el hecho de que parte del tablazón de la amura de estribor había desaparecido dejando a la vista las cuadernas.
No se distinguía a su alrededor presencia humana de ningún tipo, ni indígena ni cristiana, por lo que cabía imaginar que las gaviotas y los cormoranes que se posaban en la cruceta de su palo mayor se habían convertido en su única y peculiar tripulación,
Pese a ello, ¡siempre la prudencia!, prefirió aguardar oculto entre las rocas del promontorio hasta cerciorarse de que no había en efecto alma humana alguna en cuanto alcanzaba su excelente vista, y tan solo entonces se decidió a continuar su avance.
El «Princesa del Mar», que así rezaba el nombre grabado a fuego en popa, se había convertido por caprichos del destino en esclavo de las arenas, y al estudiarlo de cerca se llegaba a la conclusión de que debía llevar en semejante estado un mínimo de cuatro o cinco años.
Por todas partes se distinguían restos del desastre, las anclas, cordajes, tablones e incluso barricas que habían acabado por desperdigarse a todo lo largo y ancho de la playa, y entre unas piedras se advertía el punto en que había ardido una hoguera en la que sus tripulantes se habían calentado o preparado la comida.
Las dos lanchas de salvamento que llevaba a bordo permanecían en sus puntos de amarre pero completamente inútiles y desfondadas.
Quienes quiera que fuesen los que habían llegado tan lejos no habían regresado por el mismo lugar.
O estaban muertos, o se habían internado en tierra firme.
Con un cierto respeto, como si estuviera hollando un lugar sagrado, el gomero penetró al fin por entre los rotos tablones en el interior de lo que había sido una pesada nave de casi treinta metros de eslora por seis de manga, probablemente una «carraca» más apropiada para realizar tareas de cabotaje en las tranquilas aguas del Mediterráneo que para adentrarse en la inmensidad del Océano Atlántico, pero era cosas sabida que los desesperados que en la lejana España no encontraban remedio a sus desdichas se aventuraban con harta frecuencia en tan poco prácticas embarcaciones en busca de una vida mejor en un Nuevo Mundo del que tantas cosas maravillosas habían oído contar.
El gomero los había visto llegar por docenas a Santo Domingo, andrajosos y hambrientos, convencidos de que en la isla el oro corría por las calles, y seguros de que desde el momento en que pusieran el pie en la otra orilla del océano todas sus penurias pasarían al olvido.
La estructura de la nave aún se mantenía milagrosamente en pie, guarida de avispas y cangrejos, lo cual decía mucho a favor de la clase de madera que se había empleado en las gruesas cuadernas, y Cienfuegos recorrió despacio las bodegas, repletas de enormes barricas, los tambuchos en los que aún perduraban restos de las hamacas en que durmiera tiempo atrás la tripulación, se tiznó con el hollín de la vieja cocina y subió luego a cubierta, desde donde contempló el mar que quedaba a popa y al que evidentemente el «Princesa del Mar» nunca regresaría más que cuando un violento huracán mandara gigantescas olas playa arriba y lo arrastrase de un lado a otro convertido ya en simples maderos.
Por último derribó de una patada la puerta que comunicaba con la camareta del capitán, que se había atascado al hincharse la madera, y lo primero que llamó su atención fue un pergamino que aparecía clavado en el mamparo frontal.
Le costó un gran esfuerzo descifrarlo puesto que la tinta había comenzado a decolorarse, pero al fin llegó a la conclusión de que al parecer la vieja «carraca» había sido empujada a tierra por una inesperada tormenta el ocho de agosto del mil quinientos seis, sin tener que lamentar pérdidas humanas, pero sin que existieran posibilidades de intentar reflotar la despanzurrada nave.
Pero lo que en verdad impactó al canario fue la última frase del escueto mensaje:
«Es muy posible que nos encontremos en la isla de Bímini.
Las coordenadas coinciden. Intentaremos averiguarlo».
¡Dios fuera loado…!
¡La