Tierra de bisontes. Cienfuegos VII. Alberto Vazquez-Figueroa

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Tierra de bisontes. Cienfuegos VII - Alberto Vazquez-Figueroa страница 5

Tierra de bisontes. Cienfuegos VII - Alberto Vazquez-Figueroa Cienfuegos

Скачать книгу

astillas al ser golpeada una y otra vez por las olas contra los troncos del manglar, pero el gomero pudo recuperar los sedales, los anzuelos, los odres que aun contenían un poco de agua, su afilado cuchillo y el ancho e inseparable machete que desde que tenía memoria le acompañaba a todas partes.

      Con la vela se confeccionó una larga túnica que le abrigaba por las noches, y a la vista de que el mástil era a todas luces demasiado grueso para lo que pretendía de él dedico varias horas a desbastarlo a golpe de machete hasta convertirlo en una de aquellas largas pértigas, muy rectas y flexibles que con tanta habilidad utilizaba en su juventud a la hora de subir y bajar por los escarpados ricos de La Gomera, lo que en mas de una ocasión le habían permitido escapar de una muerte cierta.

      Escindió el extremo más delgado del tal modo que en un momento dado pudiera insertarle la hoja del cuchillo que a continuación afirmaba con la cuerda que normalmente se enrollaba a la cintura, consiguiendo así que se convirtiera en una peligrosa lanza que, dada su fuerza podía atravesar de parte a parte a un hombre a diez pasos de distancia.

      El sedal, los anzuelos y las gambas que pululaban por doquier le permitieron capturar peces de mediano tamaño, y utilizando las tablas de la barca encendió un buen fuego que le permitió comer al fin algo caliente y abundante.

      Era un hombre acostumbrado desde niño a sacar provecho de cuanto la naturaleza ponía a su alcance, pero debido a ello era consciente de que en determinadas ocasiones esa misma naturaleza se tornaba muy exigente obligándole a devolverle, con intereses, todo cuanto hasta ese momento le había proporcionado.

      Para cualquier ser «civilizado» aquel intrincado manglar hubiera constituido un inhóspito lugar en el que acabar pereciendo de hambre y desesperación, pero para el cabrero se convirtió en un seguro refugio en el que recuperarse y fortalecerse lejos de la mirada de auténticos enemigos.

      A cualquier persona considerada «normal», tan agresiva dieta le hubiera provocado incontenibles diarreas, pero al gomero lo único que le provocaba eran continuas y dolorosas erecciones nocturnas.

      –Cuando esté de vuelta me dedicaré a comer lo mismo… –se dijo–. Ingrid y Araya se van a poner muy contentas.

      Habían pasado aproximadamente tres semanas desde el momento en que las olas le empujaron contra la costa cuando se considero en condiciones de abandonar el intrincado mundo de ramas y raíces con el fin de iniciar el camino de regreso a casa.

      La primera pregunta que tenía que hacerse era donde podía encontrarse su «casa», y la segunda donde podía encontrarse él mismo.

      Por lo general era un hombre con un magnífico sentido de la orientación debido sin duda al hecho de haber vivido siempre al aire libre, pero se vio obligado a reconocer que en este caso semejante habilidad de nada le servía dado que carecía de marcas de referencia por las que poder guiarse.

      El hecho de haber llegado hasta allí tras un largo período de inconsciencia le impedía determinar hacia qué punto cardinal había derivado la barca, y pese a que mantuviera la esperanza de que aun se encontraba en las costas de Cuba, tal vez a algunas millas de distancia de donde había partido, la lógica, y el conocimiento del lugar en que vivía le impulsaba a temer que no fuera así.

      Cienfuegos sabía muy bien que aguas afuera del archipiélago en que se encontraba «La Escondida» las corrientes marinas fluían hacia el noroeste, siempre en dirección al ancho canal que separaba Cuba del Yucatán, y en ese caso entraba dentro de lo posible que esas corrientes, le hubieran arrastrado hacia un mundo desconocido y totalmente inexplorado.

      Pero como era de ese tipo de seres humanos que aborrecen sumergirse antes de tiempo en inútiles elucubraciones prefiriendo hacer frente a los problemas en el momento en que se presentaban, decidió que si en verdad se encontraba en Cuba no tendría otra cosa que hacer que encaminarse al oeste con el fin de llegar, mas pronto o mas tarde a la vista del conocido archipiélago en que se encontraba «La Escondida».

      Si no era así, y había ido a parar lejos de Cuba se replantearía la cuestión a su debido tiempo.

      Algo le preocupaba sin embargo; al sur de Cuba nunca había experimentado tanto frío como el que había sufrido aquellas ultimas noches.

      Necesitó dos largos días para abandonar definitivamente la extensa y obsesiva trampa del manglar.

      Dos días de idas y venidas, resoplidos, reniegos e infinidad de arañazos hasta el punto de que cuando al fin consiguió poner el pie en una ancha y abierta playa, apenas quedaba un centímetro de su piel que no conservara el recuerdo de una puntiaguda rama.

      Pese a ello, o quizás gracias a ello, durmió a pierna suelta sobre la blanda y seca arena, agradeciendo en el alma no tener que seguir haciéndolo encaramado en una oscilante horquilla sobre la que se sentía como un mono borracho.

      A la mañana siguiente una infeliz tortuga que tomaba tranquilamente el sol junto a la orilla paso a convertirse en el mejor almuerzo que había ingerido desde que abandonara «La Escondida».

      Poco después llegó a la conclusión de que en realidad no había ido a parar a tierra firme sino a una pequeña isla, y que no existía otra forma de alcanzar la orilla que se distinguía a lo lejos que construyendo una balsa o arriesgándose a intentar hacerlo a nado.

      Se sabía buen nadador y en otros tiempos no hubiera tenido el menor problema en cruzar tranquilamente el ancho brazo de mar, pero de igual modo le constaba que no se encontraba en plenitud de facultades por lo que el fuerte y frío viento que llegaba del norte podría acabar jugándole una mala pasada.

      Para la cena se obsequió con una docena de huevos de tortuga y medio centenar de gruesas lapas, asado todo ello sobre las brasas de una hoguera de madera de manglar cubiertas con una leve capa de fina arena, según una sabrosa receta de Araya, quien había demostrado ser una autentica especialista a la hora de sacar el mejor provecho posible a cuanto la naturaleza ponía al alcance de su mano.

      Sus dos «esposas» eran seres muy diferentes y quizás era eso mismo lo que las hacía tan perfectamente complementarias.

      La alemana, culta y refinada, capaz de hablar correctamente cinco idiomas y leerse un libro en cada uno de ellos a la semana, había sabido tallar y sacar brillo al diamante en bruto que descubriera tantos años atrás a orillas de un arroyo gomero, y su amor por el era tan profundo, sincero y duradero, que no había dudado a la hora de abandonar a su primer marido, el poderoso capital León de Luna, y las comodidades que su privilegiada posición económica y social le ofrecían, con tal de permanecer el resto de sus días junto a quien había pasado a constituir la única razón de su existencia.

      Fue en su busca enfrentándose a los mil peligros de los mares, las selvas, las fieras, la Inquisición, la maledicencia, la rígida moral preestablecida, y los deseos de los hombres; los derrotó a todos, y ni siquiera se dio por vencida cuando llego a la conclusión de que había llegado un momento en que se veía obligada a compartir a aquel a quien amaba con una nueva mujer.

      Entendió muy pronto que el Nuevo Mundo al que acababa de llegar nada tenía que ver con la Vieja Europa que había dejado atrás, y que ni sus exuberantes paisajes, su bochornoso clima, sus excitantes alimentos, sus semidesnudos habitantes o sus liberales costumbres recordaban en absoluto la brumosa frialdad de su Alemania natal, la frugalidad de sus comidas, la severidad de sus vestimentas o el manto de hipocresía con el que se solían cubrir los sentimientos mas naturales.

      Por ello, la noche en que advirtió que

Скачать книгу