La isla misteriosa. Julio Verne

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La isla misteriosa - Julio Verne Clásicos

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conservaban las hojas. Eran especialmente casuarinas y eucaliptos; algunos proporcionarían en la primavera próxima un maná azucarado, análogo al maná de Oriente. En los claros, revestidos de ese césped llamado tusac en Nueva Holanda, se veían grupos de cedros australianos; pero no parecía existir en la isla, cuya latitud sin duda era demasiado baja, el cocotero, que tanto abunda en los archipiélagos del Pacífico.

      —¡Qué lástima! —exclamó Harbert—. ¡Un árbol tan útil y que da tan hermosas nueces!

      En cuanto a las aves, pululaban entre las ramas delgadas de los eucaliptos y las casuarinas, que no molestaban el despliegue de sus alas, las cacatúas negras, blancas o grises, loros y papagayos de plumaje matizado y de todos los colores, reyezuelos de verde brillante y coronados de rojo, y lorís azules, que parecían no dejarse ver sino a través de un prisma y revoloteaban dando gritos ensordecedores.

      De pronto resonó en medio de la espesura un extraño concierto de voces discordantes. Los colonos oyeron sucesivamente el canto de los pájaros, el grito de los cuadrúpedos y una especie de aullido que parecía escapado de los labios de un indígena.

      Nab y Harbert se lanzaron hacia aquel sitio, olvidando los principios más fundamentales de la prudencia; mas, afortunadamente, no había allí fieras temibles ni indígenas peligrosos, sino sencillamente media docena de aves mofadoras y cantoras que fueron clasificadas como “faisanes de montaña”. Algunos garrotazos diestramente dirigidos terminaron con la escena de imitación, lo cual proporcionó una excelente caza para la cena.

      Harbert vio también magníficas palomas de alas bronceadas, unas coronadas de un moño soberbio, las otras con matices verdes, como sus congéneres de Port-Macquaire; pero fue imposible cazarlas, como tampoco a varios cuervos y urracas que huían a bandadas produciendo una hecatombe entre aquellos volátiles, pues los cazadores no disponían de más armas arrojadizas que piedras, ni más armas portátiles que el garrote, máquinas tan primitivas como ineficaces.

      Esta ineficacia se demostró plenamente cuando una tropa de cuadrúpedos, corriendo de acá para allá, y a veces dando saltos de treinta pies, como verdaderos mamíferos voladores, salieron huyendo de entre los árboles, con tal rapidez y destreza, que parecían pasar de un árbol a otro como ardillas.

      —¡Son canguros! —exclamó Harbert.

      —¿Y eso se come? —preguntó Pencroff.

      —En estofado es tan bueno como la carne de venado —contestó el corresponsal. No había acabado Spilett de pronunciar estas frases, cuando el marino, seguido de Nab y de Harbert, se había lanzado en persecución de los canguros.

      En vano los llamó el ingeniero, pero en vano también perseguían los cazadores aquellas piezas que parecían elásticas y saltaban y rebotaban como pelotas.

      Al cabo de cinco minutos de carrera estaban sudando y la banda había desaparecido entre los árboles. Top no había tenido más éxito que sus amos.

      —Señor Ciro —dijo Pencroff, cuando el ingeniero y el periodista se le unieron-, señor Ciro, ya ve usted que es indispensable fabricar fusiles. ¿Cree usted que será posible?

      —Quizá —contestó el ingeniero—, pero empezaremos por fabricar arcos y flechas, y no dudo de que llegará usted a ser tan diestro en manejarlos como los cazadores australianos.

      —¡Flechas, arcos! —dijo Pencroff con una mueca desdeñosa—. ¡Eso es bueno para los niños!

      —No sea usted orgulloso, amigo Pencroff —contestó el corresponsal—. Los arcos y las flechas han valido durante siglos para ensangrentar el mundo. La pólvora es invención de ayer y la guerra es tan vieja como la raza humana, desgraciadamente.

      —Señor Spilett, tiene usted razón —respondió el marino—. Hablo sin ton ni son. Dispénseme.

      Entretanto Harbert, entregado a su ciencia favorita, la historia natural, volvió a hacer recaer la conversación sobre los canguros.

      —Por otra parte, esta especie no es la más difícil de cazar. Eran gigantes de piel gris; pero, si no me equivoco, existen canguros negros y encamados, canguros de rocas, canguros ratas, más difícil de cazarlos. Se cuentan una docena de especies...

      —Harbert —replicó sentenciosamente el marino—, ¡no hay para mí más que una sola especie de canguros, el “canguro de asador”, y este nos faltará esta tarde!

      Los demás se rieron al oír la nueva clasificación de Pencroff. El bravo marino no ocultó su disgusto por verse reducido a comer faisanes cantores, pero la fortuna debía mostrarse una vez más complaciente con él.

      En efecto, Top, comprendiendo que su interés estaba en juego, iba olfateando y buscando por todas partes con instinto duplicado y apetito feroz. Era probable que, si alguna pieza de caza caía en sus dientes, no quedaría ni pizca para los cazadores, pues en aquel momento Top cazaba por su propia cuenta; pero Nab lo vigilaba y hacía bien.

      Hacia las tres de la tarde el perro desapareció entre la maleza y sordos gruñidos indicaron pronto que había dado con algún animal.

      Nab fue tras él y vio a Top devorando con avidez un cuadrúpedo, cuya naturaleza diez segundos después hubiera sido imposible reconocer en el estómago de Top. Pero, afortunadamente, el perro había dado con una camada; había tres individuos y otros dos roedores, pues aquellos animales pertenecían a este orden, que yacían estrangulados en el suelo.

      Nab reapareció triunfalmente, mostrando en cada mano uno de los roedores, cuyo tamaño era superior al de una liebre. Su piel, amarilla, estaba mezclada con manchas verdosas y su rabo existía en estado rudimentario.

      Los colonos, que eran ciudadanos de la Unión, no podían vacilar en dar a los roedores el nombre que les convenía. Eran maras, especie de agutíes un poco más grandes que sus congéneres de las comarcas tropicales, verdaderos conejos de Ame rica, con orejas largas, mandíbulas armadas en cada lado de cinco molares, lo cual los distingue precisamente de los agutíes.

      —¡Hurra! —exclamó Pencroff—. El asado es seguro y ahora podemos volver a casa.

      Continuaron la marcha interrumpida. El arroyo Rojo continuaba su curso de aguas límpidas bajo la bóveda de casuarinas, de las banksieas y los árboles de goma gigantescos. Liliáceas magníficas se elevaban unos veinte pies; otras especies arborescentes, desconocidas por el joven naturalista, se inclinaban sobre el arroyo, que se oía murmurar bajo aquella cúpula de verdor.

      Sin embargo, el curso de agua se ensanchaba sensiblemente y Ciro Smith llegó a creer que llegaría pronto a su desembocadura. En efecto, al salir de un bosquecillo de hermosos árboles, apareció de nuevo.

      Los exploradores habían llegado a la orilla occidental del lago Grant. El paraje valía la pena. Aquella extensión de agua, de una cincunferencia de unas siete millas y de una superficie de doscientos cincuenta acres, reposaba entre festones de árboles diversos.

      Hacia el este, a través de una cortina de verdura pintorescamente levantada en ciertas partes, aparecía un resplandeciente horizonte de mar. Al norte, el lago trazaba una curva ligeramente cóncava, que contrastaba con la forma aguda de su punta inferior.

      Numerosas aves acuáticas frecuentaban las orillas del pequeño Ontario, cuyas mil isletas de su homónimo americano estaban representadas por una roca que surgía de su superficie

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