La isla misteriosa. Julio Verne

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La isla misteriosa - Julio Verne Clásicos

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asperón más fino. Este género de roca arenisca abundaba en la playa, y dos horas después las herramientas de la colonia se componían de dos láminas cortantes, a las cuales fue fácil poner un mango de madera muy fuerte.

      La conquista de esta primera herramienta fue saludada como un triunfo; conquista preciosa, en efecto, y hecha muy oportunamente.

      Se pusieron en marcha. El propósito de Smith era llegar a la orilla occidental del lago, donde la víspera había advertido la existencia de la tierra arcillosa, de la que tomó una muestra.

      Siguieron por la orilla del Merced, atravesaron la meseta de la Gran Vista y, después de haber recorrido cinco millas, llegaron a un claro situado a doscientos pasos del lago Grant.

      Por el camino Harbert había descubierto un árbol cuyas ramas emplean los indios de la América Meridional para hacer sus arcos. Era el crejimba, de la familia de las palmeras o que no dan frutos comestibles. Cortaron varias ramas largas y rectas, despojáronlas de sus hojas y con el cuchillo las dejaron finas por los extremos y gruesas por el centro. Así, sólo les faltaba encontrar una planta a propósito para formar la cuerda del arco, y la hallaron en una especie perteneciente a la familia de las malváceas, un hibiscus heterophyllus, que da fibras de una tenacidad tan notable, que pueden compararse con los tendones de los animales. Pencroff construyó de este modo arcos de gran alcance, a los cuales sólo faltaban las flechas, pero estas eran fáciles de hacer con ramas rectas y rígidas sin nudosidades; lo que no podía encontrarse tan fácilmente era la punta que debía armarlas, es decir, una sustancia que pudiera reemplazar al hierro. El marino pensó, sin embargo, que, habiendo hecho él cuanto estaba de su parte, la casualidad le proporcionaría lo que faltaba.

      Los colonos llegaron al terreno que el día antes habían recorrido. Se componía de la arcilla figulina que sirve para fabricar ladrillos y tejas; arcilla, por consiguiente, muy adecuada para la operación que se quería llevar a cabo.

      La mano de obra no presentaba ninguna dificultad: bastaba purificar la figulina con arena, moldear los ladrillos y cocerlos al calor de un fuego alimentado con leña.

      Ordinariamente los ladrillos se hacen con moldes, pero el ingeniero se contentó con fabricarlos a mano. Emplearon todo el día y el siguiente en este trabajo. La arcilla empapada en agua y amasada después con los pies y las manos de los manipuladores fue dividida en prismas de igual tamaño. Un obrero práctico puede hacer, sin máquina, hasta diez mil ladrillos en doce horas, pero en los dos días de trabajo los cinco alfareros de la isla Lincoln no hicieron más que tres mil, que fueron alineados hasta que estuviesen secos y en condiciones de ser cocidos, lo cual no tendría lugar hasta tres o cuatro días después.

      El día 2 de abril se ocupó Ciro Smith en fijar la orientación de la isla. La víspera había anotado con exactitud la hora en que el sol había desaparecido del horizonte, teniendo en cuenta la refracción, y aquella mañana anotó con no menos cuidado la salida; entre la puesta y la salida habían transcurrido doce horas y veinticuatro minutos; luego seis horas y doce minutos después de su salida, el sol debía pasar aquel día por el meridiano, y el punto de cielo que ocupase en aquel momento sería el norte.

      A dicha hora anotó Ciro aquel punto y, señalando dos árboles que habían de servirle de jalones, obtuvo un meridiano invariable para sus operaciones ulteriores. Durante los dos días que precedieron la cocción de los ladrillos, se ocupó la colonia en hacer provisión de leña, cortando ramas alrededor del claro del bosque y recogiendo toda la madera que había caído de los árboles.

      Al hacer esto, descubrieron caza en los alrededores y se aprovecharon del descubrimiento, puesto que Pencroff poseía ya algunas docenas de flechas, armadas con puntas muy fuertes, que les proporcionó Top llevando un puerco espín, bastante malo como caza, pero de incalculable valor por las púas de que estaba erizado. Pencroff ajustó sólidamente aquellas púas al extremo de las flechas, asegurando la dirección por medio de plumas de cacatúas.

      El corresponsal y Harbert pronto fueron diestros tiradores de arco, y por lo tanto la caza de pelo y de pluma abundó en las Chimeneas, no faltando cabiayes, palomas, agutíes y gallináceas.

      La mayor parte de aquellos animales fueron matados en la parte del bosque situada en la orilla izquierda del río de la Merced, y a la cual se había dado el nombre de bosque del Jacamar, en recuerdo del ave que Pencroff había perseguido en su primera exploración.

      La caza se la comieron fresca, pero conservaron los perniles de los cabiayes ahumándolos con leña verde, después de haberlos aromatizado con hojas odoríferas.

      Sin embargo, el alimento de los colonos era siempre asado y deseaban oír cantar en el hogar una olla sencilla, mas antes era preciso tenerla, y por consiguiente que se hiciese el horno donde había de cocerse.

      Durante estas excursiones, que no se hicieron más que en un radio muy reducido alrededor del tejar, los cazadores vieron huellas de pasos recientes de animales de gran tamaño, armados de garras poderosas, cuya especie no pudieron reconocer. El ingeniero les recomendó, por tanto, la mayor prudencia, porque era probable que el bosque contuviese fieras peligrosas.

      Esta recomendación fue muy prudente, pues Gedeón Spilett y Harbert vieron un día un animal que parecía un jaguar. Por fortuna la fiera no les atacó, porque de otro modo tal vez no hubieran escapado sin heridas graves. Pero cuando tuvieran un arma formal, es decir, uno de esos fusiles que Pencroff reclamaba, Spilett prometía hacer una guerra encarnizada a las fieras y purgar de ellas la isla.

      Durante aquellos días no se hizo nada para dotar a las Chimeneas de algunas comodidades, porque el ingeniero pensaba descubrir o fabricar, si era necesario, una morada más conveniente. Se contentaron con extender sobre la arena de los corredores frescos lechos de musgo y hojas secas, y sobre esos lechos, bastante primitivos, los trabajadores, cansados, dormían con profundo sueño.

      Se calculó el cómputo de los días transcurridos en la isla de Lincoln, desde que habían llegado los colonos, teniendo desde entonces una cuenta regular con el tiempo. El día 5 de abril, miércoles, haría doce días que el viento arrojó a los náufragos sobre el litoral.

      El 6 de abril, al rayar el alba, el ingeniero y sus compañeros estaban reunidos en el claro del bosque y en el sitio en que iba a verificarse la cocción de los ladrillos. Naturalmente la operación debía hacerse al aire libre y en hornos, o más bien la aglomeración de los ladrillos seria un horno enorme que habría de cocerse a sí mismo. El combustible, hecho de fajinas bien preparadas, fue dispuesto en el suelo, rodeándolo de muchas filas de ladrillos secos que formaron pronto un grueso cubo, al exterior del cual se dejaron algunos respiraderos. Aquel trabajo duró todo el día y hasta que oscureció no se dio fuego a las fajinas.

      Aquella noche nadie se acostó, velando cuidadosamente para que el fuego no se apagara ni disminuyera.

      La operación duró cuarenta y ocho horas y tuvo éxito. Fue preciso entonces dejar enfriar la masa humeante, y durante aquel tiempo, Nab y Pencroff, guiados por Ciro Smith, acarrearon sobre unas parihuelas hechas de ramas enlazadas muchas cargas de carbonato de cal, piedras comunes que se encontraban abundantemente al norte del lago. Estas piedras, descompuestas por el calor, dieron una cal viva, muy crasa y abundante, tan pura como si hubiera sido producida por la calcinación de la greda o del mármol.

      Mezclada con arena, cuyo efecto es atenuar la reducción de la pasta, cuando se solidificó aquella cal, produjo una excelente argamasa.

      De estos diversos trabajos resultó que el 9 de abril el ingeniero tenía a su disposición cierta cantidad de cal bien preparada y algunos millares de ladrillos.

      Comenzó,

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