La isla misteriosa. Julio Verne
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Faltaba obtener la longitud para completar las coordenadas de la isla, y esto fue lo que se propuso el ingeniero determinar a las doce del mismo día, es decir, en el momento en que el sol pasara por el meridiano.
Se decidió que aquel domingo se emplearía en un paseo, o más bien en una exploración de aquella parte de la isla situada entre el norte del lago y el golfo del Tiburón, y que, si el tiempo lo permitía, se extendiera el reconocimiento hasta la vuelta septentrional del cabo Mandíbula Sur; se almorzaría en las dunas y no regresarían hasta la tarde.
A las ocho y media de la mañana, la pequeña caravana seguía la orilla del canal. Del otro lado, en el islote de la Salvación, muchas aves se paseaban. Eran somorgujos de la especie llamada maneos, que se distinguen perfectamente por su grito desagradable, algo parecido al rebuzno de asno. Pencroff no las consideraba sino desde el punto de vista comestible, y supo, con cierta satisfacción, que su carne, aunque negruzca, era bastante apetitosa. Arrastrándose por la arena se podían ver también grandes anfibios, focas sin duda, que parecían haber elegido el islote como refugio. No era posible examinar aquellos animales desde el punto de vista alimenticio, porque su carne aceitosa es pésima; sin embargo, Ciro Smith observó con atención y, sin descubrir sus ideas, anunció a sus compañeros que próximamente harían una visita al islote.
La orilla que seguían los colonos estaba sembrada de innumerables conchas, algunas de las cuales habrían hecho la felicidad de un aficionado a malacología. Había, entre otras, faisanelas, terebrátulas, trigonias, etcétera.; pero lo que debía ser más útil fue un banco de ostras, descubierto en la baja marea, y que Nab señaló entre las rocas, a cuatro millas, poco más o menos, de las Chimeneas.
—Nab no ha perdido el día —dijo Pencroff, observando el banco de ostras que se extendía a larga distancia.
—Es un feliz descubrimiento —dijo el corresponsal—, y si, como se dice, cada ostra pone al año de 50.000 a 60.000 huevos, tendremos una reserva inagotable.
—Yo creo, sin embargo, que la ostra no es muy nutritiva.
—No —respondió Ciro Smith—. La ostra contiene muy poca materia azoada, y si un hombre tuviera que alimentarse con ellas exclusivamente, necesitaría por lo menos de quince a dieciséis docenas diarias.
—Bueno —repuso Pencroff—. Comeremos docenas y docenas antes de agotar el banco.
¿No sería bueno tomar algunas para almorzar?
Y sin esperar respuesta a su proposición, sabiendo que estaba aprobada de antemano, el marino, ayudado por Nab, arrancó cierta cantidad de aquellos moluscos. Pusiéronlos en una especie de red hecha de fibras de hibisco perfeccionada por Nab, y que contenía provisiones para el almuerzo, y luego continuaron subiendo por la costa entre las dunas y el mar.
De vez en cuando Smith consultaba su reloj, a fin de prepararse a tiempo para la observación solar que debía hacerse a las doce.
Toda aquella parte de la isla era muy árida, hasta la punta que cerraba la bahía de la Unión, y que había recibido el nombre de cabo Mandíbula Sur. No se veía más que arena y conchas mezcladas con restos de lava. Algunas aves marinas frecuentaban aquella desolada costa, gaviotas, grandes albatros y patos silvestres, que excitaron con justa razón el apetito de Pencroff, el cual trató de matar algunos a flechazos, pero sin resultado, porque no se detenían en ninguna parte, y habría sido preciso derribarlos al vuelo.
El marino, en vista del mal resultado de sus tentativas, dijo al ingeniero:
—Ya ve usted, señor Ciro, que, mientras no tengamos uno o dos fusiles de caza, nuestro material dejará todavía mucho que desear.
—Cierto, Pencroff —contestó el corresponsal—, pero eso sólo depende de usted. Proporciónenos hierro para los cañones, acero para las baterías, salitre, carbón y azufre para la pólvora, mercurio y ácido azótico para el fulminante y plomo para los balas, y creo yo que Ciro nos hará fusiles de primera clase.
—¡Oh! —dijo el ingeniero—, todas estas sustancias se podrían encontrar sin duda en la isla; pero un arma de fuego es un instrumento delicado para el que se necesitan herramientas de gran precisión. En fin, veremos más adelante.
—¡Qué lástima —exclamó Pencroff—que hayamos tenido que arrojar al mar todas las armas que llevaba la barquilla y todos los utensilios y hasta las navajas de los bolsillos!
—Si no los hubiéramos arrojado, Pencroff, seríamos nosotros los que habríamos ido al fondo del mar —dijo Harbert.
—Es verdad, muchacho —contestó el marino. Después, pasando a otra idea, añadió:
—Pero, ahora que pienso en ello, ¿qué dirían Jonatán, Forster y sus compañeros cuando vieron a la mañana siguiente la plaza vacía por haber volado su máquina?
—Lo que menos me importa es saber lo que han podido pensar esos señores —dijo el corresponsal.
—Pues yo fui el que tuvo la idea —repuso Pencroff satisfecho.
—¡Magnífica idea, Pencroff! —añadió Gedeón Spilett—. ¡Sin ella, no estaríamos donde estamos!
—Prefiero estar aquí que en manos de los sudistas —exclamó el Americano—, sobre todo habiendo el señor Ciro tenido la bondad de acompañarnos.
—Y yo también lo prefiero —dijo el corresponsal—. Por lo demás, ¿qué nos falta? Nada.
—Nada, excepto... todo —replicó Pencroff, soltanto una carcajada—. Pero un día u otro ya encontraremos el medio de salir de aquí.
—Y más pronto quizá de lo que ustedes imaginan —dijo entonces el ingeniero—, si la isla de Lincoln está situada a una distancia media de algún archipiélago habitado o de algún continente, cosa que sabremos antes de una hora. No tengo mapa del Pacífico, pero mi memoria ha conservado un recuerdo bastante claro de su parte meridional. La latitud que he obtenido ayer pone a la isla de Lincoln entre Nueva Zelanda, al oeste, y la costa de Chile, al este; pero entre estas dos tierras la distancia es de 6.000 millas. Falta, pues, determinar qué punto ocupa la isla en este gran espacio de mar, y esto es lo que nos dirá dentro de poco la longitud, según espero, con bastante aproximación.
—¿No es el archipiélago de las Pomotu el más próximo a nosotros en latitud? —preguntó Harbert.
—Sí —contestó el ingeniero—, pero la distancia que de él nos separa es mayor de 1.200 millas.
—¿Y por allí? —dijo Nab, que seguía la conversación con gran interés y cuya mano indicaba la dirección del sur.
—Por