La isla misteriosa. Julio Verne

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La isla misteriosa - Julio Verne Clásicos

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uso doméstico. Esto se llevó a cabo sin dificultad.

      Cinco días después el horno fue cargado con hulla, cuyo nacimiento había descubierto el ingeniero, a cielo abierto, hacia la embocadura del arroyo Rojo, y los primeros humos se escaparon de una chimenea de veinte pies de altura. El claro del bosque se había transformado en fábrica y Pencroff empezaba a creer que de aquel horno iban a salir todos los productos de la industria moderna.

      Lo primero que fabricaron los colonos fue una vajilla de barro muy a propósito para la cocción de alimentos. La primera materia fue la arcilla del suelo, con la cual Smith mezcló un poco de cal y de cuarzo. En realidad aquella pasta constituía el verdadero barro de pipa, y con ella se hicieron pucheros, tazas, para las cuales sirvieron de molde varios cantos de formas convenientes, grandes jarros, cántaros y cubetes para contener el agua, etc. La forma de estos objetos era defectuosa y fea, pero, después que se hubieron cocido a una alta temperatura, la cocina de las Chimeneas se halló provista de cierto número de utensilios tan preciosos, como si hubiera entrado en su composición el más hermoso caolín.

      Aquí debemos advertir que Pencroff, deseoso de saber si aquella arcilla así preparada justificaba su nombre de barro de pipa, se fabricó algunas pipas bastante burdas, que halló admirables, y a las cuales no faltaba más que el tabaco. Esta era una gran privación para Pencroff.

      “Pero el tabaco vendrá como todas las cosas”, repetía para sí en sus momentos de confianza absoluta.

      Los trabajos que hemos reseñado duraron hasta el 15 de abril y no se puede decir que perdieron el tiempo. Los colonos, convertidos en alfareros, no hicieron más que vajilla de cocina.

      Cuando conviniese a Ciro Smith transformarlos en herreros, serían herreros. Pero siendo el día siguiente domingo, y domingo de Pascua, todos convinieron en santificar aquel día con el descanso. Aquellos norteamericanos eran hombres religiosos, fieles observadores de los preceptos de la Biblia, y la situación en que se encontraban no podía menos de desarrollar sus sentimientos de confianza en el Autor de todas las cosas.

      En la noche del 15 de abril volvieron todos a las Chimeneas. El resto de vajilla fue llevado a su sitio y el horno se apagó, esperando un nuevo destino. La vuelta fue señalada por un incidente afortunado: el descubrimiento que hizo el ingeniero de una sustancia que podía reemplazar la yesca.

      Esta sustancia esponjosa y aterciopelada proviene de ciertos hongos del género políporo. Convenientemente preparada es muy inflamable, sobre todo cuando ha sido antes saturada de pólvora o cocida en una disolución de nitrato o clorato de potasa. Pero hasta entonces no se había encontrado ninguno de aquellos políporos ni de otros hongos que pudieran reemplazarlos.

      Aquel día el ingeniero, habiendo reconocido cierta planta del género artemisa, que cuenta entre sus principales especies el ajenjo, el toronjil, el estragón, el jengibre, etcétera, arrancó varios tallos y, presentándolos al marinero, le dijo:

      —Tome, Pencroff, esto le va a poner contento.

      Pencroff miró atentamente la planta revestida de pelos sedosos y largos, cuyas hojas estaban cubiertas de un suave vello parecido al algodón.

      —¿Y qué es esto, señor Ciro? —preguntó—. ¡Bondad del cielo! ¿Es tabaco?

      —No —respondió Ciro—, es artemisa china para los sabios y para nosotros será yesca. En efecto, aquella artemisa convenientemente desecada, dio una sustancia inflamable, sobre todo cuando el ingeniero la hubo impregnado de aquel nitrato de potasa que la isla tenía en abundancia en muchas capas, y que no era más que el salitre.

      Aquella noche todos los colonos, reunidos en la habitación central, cenaron convenientemente; Nab había preparado un guisado de agutí y jamón de cabiay aromatizado, al cual se unieron tubérculos cocidos del Caladium macrorhizum, especie de planta herbácea de la familia de las aráceas, y que bajo la zona tropical habría tenido una forma arborescente. Aquellos rizomas tenían un excelente sabor, eran muy nutritivos y semejantes a la sustancia que se vende en Inglaterra bajo el nombre de sagú de Portland, pudiendo en cierto modo reemplazar el pan, del que estaban enteramente privados los colonos de la isla Lincoln.

      Terminada la cena, y antes de entregarse al sueño, Ciro Smith y sus compañeros salieron a tomar el aire por la playa. Eran las ocho de la noche, noche que se anunciaba magnífica. La luna, que había entrado en el plenilunio cinco días antes, no había aparecido aún, pero el horizonte se argenteaba ya con esos matices suaves y pálidos que podrían llamarse el alba lunar. En el cenit austral las constelaciones circumpolares resplandecían, y entre todas, aquella Cruz del Sur, a la cual el ingeniero, pocos días antes, saludaba desde la cima del monte Franklin.

      Ciro Smith observó la espléndida constelación, que tiene en su cima y en su base dos estrellas de primera magnitud, en el brazo izquierdo una estrella de segunda, y en el derecho una de tercera.

      Después de haber reflexionado, preguntó a Harbert:

      —¿No estamos a 15 de abril?

      —Sí, señor —contestó el joven.

      —Pues bien, si no me equivoco, mañana será uno de los cuatro días del año en los cuales el tiempo verdadero se confunde con el tiempo medio, es decir, mañana, con corta diferencia de segundos, el sol pasará por el meridiano precisamente cuando los relojes señalen las doce. Si el tiempo es bueno, creo que podré obtener la longitud de la isla con una aproximación de pocos grados.

      —¿Sin instrumentos ni sextante? —preguntó Gedeón Spilett.

      —Sí —continuó el ingeniero—. Ya que la noche es tan clara, voy a ver ahora mismo si puedo obtener su latitud calculando la altura de la Cruz del Sur, es decir, del polo austral, por encima del horizonte. Ya comprenderán ustedes, amigos míos, que antes de emprender los trabajos de una instalación en regla, no basta haber averiguado que esta tierra es una isla, sino que es necesario hacer lo posible por averiguar a qué distancia está situada, tanto del continente americano, como del australiano, como de los principales archipiélagos del Pacífico.

      —En efecto —dijo el corresponsal—, en vez de construir una casa, puede ser preferible construir un buque, si por ventura no estuviésemos más que a un centenar de millas de alguna costa habitada.

      —Por eso mismo —repuso Ciro Smith—voy a tratar de obtener esta noche la latitud de la isla Lincoln, y mañana al mediodía procuraré averiguar la longitud.

      Si el ingeniero hubiera podido disponer de un sextante, aparato que permite medir con exactitud la distancia angular de los objetos por reflexión, la operación no habría ofrecido dificultad alguna. Aquella noche, por la altura del polo, y al día siguiente por el paso del sol por el meridiano, habría tenido las coordenadas de la isla; pero faltando el aparato, era necesario suplirlo de otro modo.

      Ciro Smith volvió a las Chimeneas, y allí, al resplandor del hogar, cortó dos reglas y unió una a otra por uno de sus extremos, de manera que formasen una especie de compás, cuyos extremos pudieran abrirse o cerrarse. El punto de unión estaba fijo por medio de una fuerte espina de acacia que Ciro tomó de la leña seca.

      Terminado el instrumento, volvió el ingeniero a la playa, y como era preciso tomar la altura del polo por encima de un horizonte netamente marcado, es decir, de un horizonte de mar, y como el cabo de la Garra le ocupaba el horizonte del sur, tuvo que ir en busca de una estación más a propósito. La mejor hubiera sido sin duda el litoral expuesto directamente al sur, pero había que atravesar el río de la Merced,

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