La isla misteriosa. Julio Verne

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La isla misteriosa - Julio Verne Clásicos

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con un pequeño grito agudo y reapareciendo con la presa en el pico. En otros parajes, en las orillas y en el islote, se pavoneaban patos silvestres, pelícanos, gallinas de agua, picos-rojos, filedones provistos de una lengua en forma de pincel, y uno o dos ejemplares de esas aves espléndidas llamadas menuras, cuya cola se desarrolla como los montantes graciosos de una lira.

      En cuanto a las aguas del lago, eran dulces, limpias, un poco oscuras y, por ciertas ebulliciones y los círculos concéntricos que se entrecruzan en su superficie, no se podía dudar de que abundaba la pesca.

      —¡Es verdaderamente hermoso este lago! —dijo Gedeón Spileet—. ¡Y cualquiera viviría en sus orillas!

      —¡Se vivirá! —contestó Ciro Smith.

      Los colonos, queriendo entonces volver por el camino más corto a las Chimeneas, descendieron hasta el ángulo formado al sur por la unión de las orillas del lago. Allí abrieron, no sin gran trabajo, un camino a través de las malezas y aquella espesura que la mano del hombre no había aún apartado, y se dirigieron hacia el litoral buscando el norte de la meseta de la Gran Vista. Atravesaron dos millas en aquella dirección; después, pasada la última cortina de árboles, apareció la meseta, tapizada de un espeso césped, y más allá el mar infinito.

      Para volver a las Chimeneas, fue suficiente atravesar oblicuamente la meseta en un espacio de una milla y descender hasta el codo formado por la primera vuelta del río Merced. Pero el ingeniero deseaba averiguar cómo y por dónde se escapaba el sobrante de las aguas del lago y continuó la exploración bajo los árboles durante una milla y media hacia el norte. Era probable, en efecto, que existiera un desagüe en alguna parte y sin duda a través de alguna abertura en el granito. El lago no era más que un inmenso receptáculo que se había llenado poco a poco por las aguas del arroyo y probablemente el sobrante corría hacia el mar por alguna salida. Si así era, el ingeniero pensaba que sería posible utilizar aquella salida y aprovecharse de su fuerza, actualmente perdida.

      Prosiguieron, pues, por las orillas del lago Grant, remontando la llanura; pero, después de haber andado una milla en aquella dirección, Ciro Smith no había podido descubrir el desagüe, que, no obstante, debía existir.

      Eran las cuatro y media. Los preparativos de la comida exigían que los colonos regresaran a sus moradas. La pequeña tropa volvió sobre sus pasos por la orilla izquierda del río de la Merced. Ciro Smith y sus compañeros llegaron a las Chimeneas.

      Encendieron el fuego y Nab y Pencroff, a los cuales fueron naturalmente designadas las funciones de cocineros, el uno en su calidad de negro, el otro en su calidad de marino, prepararon en breve un asado de agutí, que comieron con bastante apetito.

      Terminada la comida, en el momento en que cada cual se preparaba para dormir, Ciro Smith sacó de su bolsillo pequeños pedazos de diferentes especies de minerales y se limitó a decir:

      —Amigos, este es mineral de hierro, este es de pirita, este de arcilla, esto es cal, esto es carbón. He aquí lo que nos da la naturaleza, y esta es la parte que ha tomado en el trabajo común. ¡Mañana haremos el nuestro!

      Primeros utensilios y alfarería

      —Y bien, señor Ciro, ¿por dónde vamos a empezar? —preguntó a la mañana siguiente Pencroff al ingeniero.

      —Por el principio —contestó Smith.

      Y, en efecto, por el principio tenían que empezar los colonos. No poseían ni los útiles necesarios para hacer herramienta alguna, y no se encontraban en las condiciones de la naturaleza, que teniendo tiempo econoniza fuerzas. Les faltaba tiempo, puesto que debían subvenir inmediatamente a las necesidades de la vida y, si aprovechando la experiencia adquirida no debían inventar nada, tenían por lo menos que fabricarlo todo. Su hierro y su acero se hallaban todavía en estado mineral, su vajilla en estado de barro, sus lienzos y sus vestidos en estado de materias textiles.

      Por lo demás, preciso es decir que los colonos eran hombres en la fuerte acepción de la palabra. El ingeniero Smith no hubiera podido ser secundado por compañeros más inteligentes ni más adictos y celosos. Los había sondeado y conocía sus aptitudes.

      Gedeón Spilett, periodista de talento, que lo había estudiado todo para poder hablar de todo, debía contribuir con su inteligencia y con sus manos a la colonización de la isla.

      No retrocedería ante ninguna dificultad, y, cazador apasionado, haría un oficio de lo que hasta entonces había sido para él un deporte.

      Harbert, buen muchacho, notablemente instruido en las ciencias naturales, sería utilísimo para la causa común.

      Nab era la adhesión personificada. Diestro, inteligente, infatigable, robusto, dotado de una salud de hierro, entendía algo de trabajos de fragua y prestaría muy útiles servicios a la colonia.

      En cuanto a Pencroff, había sido marinero en todos los mares, carpintero en los talleres de construcción de Brooklyn, ayudante de sastre en los buques del Estado, jardinero y cultivador en sus temporadas de licencia, y, como buen marino, dispuesto a todo y útil para todo.

      Habría sido verdaderamente difícil reunir cinco hombres iguales para luchar contra la suerte y más seguros de triunfar.

      Por el principio, había dicho Ciro Smith, y el principio de que hablaba era la construcción de un aparato que pudiese servir para transformar las sustancias naturales. Es conocido el papel del calor en esas transformaciones; por consiguiente, el combustible, vegetal o mineral, era inmediatamente utilizable. Tratábase, pues, de construir un horno para utilizarlo.

      —¿Para qué servirá ese homo? —preguntó Pencroff.

      —Para hacer las vasijas que necesitamos —contestó Smith.

      —¿Y con qué vamos a hacerlo?

      —Con ladrillos.

      —¿Y los ladrillos?

      —Con arcilla. Manos a la obra, amigos míos. Para evitar los transportes estableceremos el taller en el sitio mismo de la producción. Nab llevará provisiones y no nos faltará fuego para asar los alimentos.

      —Cierto —repuso el corresponsal—, pero ¿y si fuesen los alimentos los que nos faltasen por carecer de instrumentos de caza?

      —¡Ah!, ¡si tuviera un cuchillo! —exclamó el marinero.

      —¿Qué harías con él? —le preguntó el ingeniero.

      —Pues haría un arco y flechas y tendríamos abastecida la despensa.

      —Sí, un cuchillo..., una hoja cortante... —murmuró el ingeniero como hablando consigo mismo.

      Al mismo tiempo miró a Top, que iba y venía por la playa.

      —¡Top, aquí! —gritó, animándose su mirada.

      El perro acudió corriendo en cuanto oyó la voz de su amo. Ciro le tomó la cabeza y le quitó el collar que llevaba y que rompió en dos partes.

      —¡Aquí tenemos dos cuchillos, Pencroff! —dijo luego. El marinero contestó con dos sonoros hurras.

      El collar de Top estaba hecho de una ligera

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