La isla misteriosa. Julio Verne
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Sin pronunciar palabra, Ciro Smith, Gedeón Spilett, Nab y Harbert entraron en la barquilla, mientras que Pencroff, siguiendo las órdenes del ingeniero, desataba suavemente los saquitos de lastre. Esta operación duró unos instantes y el marino se reunió con sus compañeros.
El aerostato entonces estaba sólo retenido por el doble cable, y Ciro Smith no tenía más que dar la orden de partida.
En aquel momento un perro entró de un salto en la barquilla. Era Top, el perro del ingeniero, que, habiendo roto su cadena, había seguido a su amo. Ciro Smith, creyéndolo un exceso de peso, quiso echar al pobre animal.
—¡Bah, uno más! —dijo Pencroff, desatando de la barquilla dos sacos de lastre.
Después desamarró el doble cable, y el globo partió en dirección oblicua y desapareció, después de haber chocado su barquilla contra dos chimeneas que derribó con la violencia del golpe.
Se desencadenó un huracán espantoso. El ingeniero, durante la noche, no pudo pensar en descender y, cuando vino el día, toda vista de la tierra estaba interceptada por las brumas. Cinco días después una claridad dejó ver el inmenso mar debajo de aquel aerostato, que el viento arrastraba con una rapidez espantosa.
Sabemos que, de cinco hombres que habían partido el 20 de marzo, cuatro habían sido arrojados, cuatro días después, en una costa desierta, a más de seis mil millas de su país.
Y el que faltaba, al que aquellos cuatro supervivientes del globo corrían a socorrer, era su jefe natural, el ingeniero Ciro Smith.
Ha desaparecido Ciro smith
El ingeniero había sido arrastrado por un golpe de mar fuera de la red, que había cedido. Su perro también había desaparecido, el fiel animal se había precipitado en socorro de su amo. —¡Adelante! —exclamó el corresponsal.
Y los cuatro, Gedeón Spilett, Harbert, Pencroff y Nab, olvidando el cansancio, empezaron sus pesquisas.
El pobre Nab lloraba de rabia y desesperación a la vez, temiendo haber perdido todo lo que él amaba en el mundo.
No había dos minutos de diferencia entre el momento en que Ciro Smith había desaparecido y el instante en que sus compañeros habían tomado tierra. Estos podían, pues, esperar llegar a tiempo para salvarlo.
—¡Busquemos!, ¡busquemos! —exclamó Nab.
—Sí, Nab —contestó Gedeón Spilett—, y lo encontraremos. —¿Vivo?
—¡Vivo!
—¿Sabe nadar? —preguntó Pencroff.
—¡Sí! —contestó Nab—. ¡Además, Top está con él!
El marino, oyendo mugir el mar, sacudió la cabeza.
Al norte de la costa y aproximadamente a media milla de donde los náufragos acababan de tomar tierra, había desaparecido el ingeniero. Si había nadado al punto más cercano del litoral, a media milla más allá estaría situado ese punto.
Eran cerca de las seis. La bruma acababa de levantar y la noche se hacía muy oscura. Los náufragos caminaban siguiendo hacia el norte la costa este de aquella tierra sobre la cual el azar los había arrojado, tierra desconocida, cuya situación geográfica no se podía determinar. El suelo que pisaban era arenoso, mezclado con piedras y desprovisto de toda especie de vegetación. Aquel suelo bastante desigual, lleno de barrancos, aparecía en ciertos sitios acribillado de pequeños hoyos, que hacían la marcha más penosa.
Salían de estos agujeros grandes aves de pesado vuelo, huyendo en todas direcciones y que la oscuridad impedía ver. Otras, más ágiles, se levantaban en bandadas y pasaban como nubes. El marino suponía que eran gaviotas, cuyos silbidos agudos competían con los rugidos del mar.
De cuando en cuando los náufragos se paraban, llamando a gritos y escuchando, por si respondía de la parte del océano. Debían pensar, en efecto, que, si hubiesen estado próximos al lugar donde el ingeniero hubiera podido tomar tierra, los ladridos del perro Top, en caso de que Ciro Smith no estuviera en estado de dar señales de vida, llegarían hasta ellos. Pero ningún grito se destacaba sobre los mugidos de las olas y los chasquidos de la resaca. Entonces, la pequeña tropa emprendía su marcha adelante, registrando las menores anfractuosidades del litoral.
Después de una marcha de veinte minutos, los cuatro náufragos se detuvieron ante una linde espumosa de olas. El terreno sólido faltaba. Se encontraban a la extremidad de un punto agudo, que el mar golpeaba con furor.
—Es un promontorio —dijo el marino—. Hay que volver sobre nuestros pasos, torciendo a la derecha, y así volveremos a tierra firme.
—Pero ¿y si está ahí? —respondió Nab señalando el océano, cuyas enormes olas blanqueaban en la oscuridad.
—¡Bueno, llamémoslo!
Y todos, uniendo sus voces, lanzaron un grito, pero nadie respondió. Esperaron un momento de calma y empezaron otra vez. Nada.
Los náufragos retrocedieron, siguiendo la parte opuesta del promontorio, en un suelo arenoso y roquizo. Sin embargo, Pencroff observó que el litoral era más escarpado, que el terreno subía, y supuso que debía llegar, por una rampa bastante larga, a una alta costa, cuya masa se perfilaba confusamente en la oscuridad. Había menos aves en aquella parte de la costa; el mar también se mostraba menos alterado, menos ruidoso, y la agitación de las olas disminuía sensiblemente. Apenas se oía el ruido de la resaca. Sin duda la costa del promontorio formaba una ensenada semicircular, protegida por su punta aguda contra la fuerza de las olas.
Siguiendo aquella dirección, marchaban hacia el sur, era ir por el lado opuesto de la costa en que Ciro Smith podía haber tomado tierra. Después de recorrer milla y media, el litoral no presentaba ninguna curvatura que permitiese volver hacia el norte. Sin embargo, aquel promontorio, del que habían doblado la punta, debía unirse a la tierra franca. Los náufragos, a pesar de que sus fuerzas estaban casi agotadas, marchaban siempre con valor, esperando encontrar algún ángulo que los pusiera en la primera dirección.
¡Cuál no fue su desesperación, cuando, después de haber recorrido dos millas, se vieron una vez más detenidos por el mar en una punta bastante elevada, formada de rocas resbaladizas!
—¡Estamos en un islote! —dijo Pencroff—, ¡y lo hemos recorrido de un extremo a otro!
La observación del marino era justa. Los náufragos habían sido arrojados no sobre un continente ni una isla, sino sobre un islote, que no medía más de dos millas de longitud y cuya anchura era evidentemente poco considerable.
Aquel islote, árido, sembrado de piedras, sin vegetación, refugio desolado de algunas aves marinas, ¿pertenecía a un archipiélago más importante? No lo sabían. Los pasajeros del globo, cuando desde su barquilla percibieron la tierra a través de las brumas, no habían podido reconocer su importancia. Sin embargo, Pencroff, con su mirada de marino habituada a horadar en la oscuridad, creyó en aquel momento distinguir en el oeste masas confusas, que anunciaban una costa elevada.
Pero entonces no podía, a causa de aquella oscuridad, determinar a qué sistema simple o complejo pertenecía el islote. Tampoco era posible