La isla misteriosa. Julio Verne
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—En ese caso, sería muy vasta —respondió el muchacho.
—Una isla, por vasta que sea, siempre será una isla —dijo Pencroff.
Pero esta importante cuestión no podía aún ser resuelta. Era preciso aplazar la solución para otro momento. En cuanto a la tierra, isla o continente, parecía fértil, agradable en sus aspectos, variada en sus productos.
—Es una dicha —observó Pencroff—y, en medio de nuestra desgracia, tenemos que dar gracias a la Providencia.
—¡Dios sea loado! —respondió Harbert, cuyo piadoso corazón estaba lleno de reconocimiento hacia el Autor de todas las cosas.
Durante mucho tiempo Pencroff y Harbert examinaron aquella comarca sobre la que los había arrojado el destino, pero era difícil imaginar, después de tan superficial inspección, lo que les reservaba el porvenir.
Después volvieron, siguiendo la cresta meridional de la meseta de granito, contorneada por un largo festón de rocas caprichosas, que tomaban las formas más extrañas. Allí vivían algunos centenares de aves que anidaban en los agujeros de la piedra. Harbert, saltando sobre las rocas, hizo huir una bandada.
¡Ah! —exclamó—, ¡no son ni goslands, ni gaviotas!
—¿Qué clase de pájaros son, entonces? —preguntó Pencroff—¡Aseguraría que son palomas!
—En efecto, pero son palomas torcaces o de roca —respondió Harbert—. Las conozco por la doble raya negra de su ala, por su cuerpo blanco y por sus plumas azules cenicientas. Ahora bien, si la paloma de roca es buena para comer, sus huevos deben ser excelentes, y por pocos que hayan dejado en sus nidos...
—¡No les daremos tiempo a abrirse sino en forma de tortilla! —contestó alegremente Pencroff.
—Pero ¿dónde harás tu tortilla? —preguntó Harbert—. ¿En un sombrero?
—¡Bah! —contestó el marino—, no soy un brujo para esto. Nos contentaremos con comerlos pasados por agua y yo me encargaré de los más duros.
Pencroff y el joven examinaron con atención las hendiduras del granito, y encontraron, en efecto, huevos en algunas. Recogieron varias docenas, que pusieron en el pañuelo del marino, y, acercándose el momento de la pleamar, Harbert y Pencroff empezaron a descender hacia el río.
Cuando llegaron al recodo, era la una de la tarde. El reflujo había empezado ya y había que aprovecharlo para llevar la leña a la desembocadura. Pencroff no tenía intención de dejarlo ir por la corriente sin dirección, ni embarcarse para dirigirlo. Pero un marino siempre vence los obstáculos cuando se trata de cables o de cuerdas, y Pencroff trenzó rápidamente una cuerda larga con bejucos secos. Ataron aquel cable vegetal al extremo de la balsa y, teniendo el marino una punta en la mano, Harbert empujaba la carga con la larga percha, manteniéndola en la corriente.
El procedimiento dio el resultado apetecido. La enorme carga de madera, que el marino detenía marchando por la orilla, siguió la corriente del agua.
La orilla era muy suave, por lo que era difícil encallar. Antes de dos horas, llegó la embarcación a unos pasos de las Chimeneas.
Una cerilla les abre nuevas ilusiones
El primer cuidado de Pencroff, después que la pila de leña estuvo descargada, fue hacer las Chimeneas habitables, obstruyendo los corredores a través de los cuales se establecía la corriente de aire. Arenas, piedras, ramas entrelazadas y barro cerraron herméticamente las galerías abiertas a los vientos del sur, aislando el anillo superior. Un solo agujero estrecho y sinuoso, que se abría en la parte lateral, fue dejado abierto, para conducir el humo fuera y que tuviese tiro la lumbre. Las Chimeneas quedaron divididas en tres o cuatro cuartos, si puede darse este nombre a cuevas sombrías, con las que una fiera apenas se habría contentado.
Pero allí no había humedad y un hombre podía mantenerse en pie, al menos en el cuarto del centro. Una arena fina cubría el suelo y podía servir perfectamente aquel asilo mientras se encontraba otro mejor.
Durante la tarea, Harbert y Pencroff hablaban:
—Quizá —decía el muchacho-nuestros compañeros habrían encontrado mejor instalación que la nuestra.
—¡Es posible —contestó el marino—, pero, en la duda, no te abstengas! ¡Más vale una cuerda más en tu arco que no tener ninguna!
—¡Ah! —prosiguió Harbert—, si traen a Smith, si lo encuentran, no me importa lo demás, y debemos dar gracias al cielo.
—¡Sí! —murmuraba Pencroff—. ¡Era todo un hombre!
—Era... —dijo Harbert—. ¿Es que desesperas de volverlo a ver?
—¡Dios me guarde de ello! —contestó el marino.
—Ahora —dijo—pueden volver nuestros amigos. Encontrarán un lugar confortable.
Faltaba establecer la cocina y preparar la cena; tarea sencilla y fácil. Al extremo del corredor de la izquierda, junto al estrecho orificio que se había dejado para chimenea, pusieron grandes piedras planas. El calor que no escapase con el humo sería suficiente para mantener dentro una temperatura conveniente. La provisión de leña fue almacenada en uno de los departamentos y el marino puso sobre las piedras de la hoguera algunos leños mezclados con ramas secas.
El marino se ocupaba de este trabajo, cuando Harbert le preguntó si tenía cerillas.
—Ciertamente —contestó Pencroff—, y añadiré felizmente, porque sin cerillas o sin yesca nos hubiéramos visto muy apurados.
—¡Bah! Haríamos fuego como los salvajes —contestó Harbert—, frotando dos pedazos de leña seca el uno contra el otro.
—Bueno, haz la prueba, y veremos si consigues otra cosa que romperte los brazos.
—No obstante, es un procedimiento muy sencillo y muy usado en las islas del Pacífico.
—No digo que no —contestó Pencroff—, pero los salvajes conocen la manera de usarlo y emplean madera especial, porque más de una vez he querido procurarme fuego de esa suerte y no lo he conseguido nunca. Confieso que prefiero las cerillas. ¿Dónde están mis cerillas?
Pencroff buscó en su chaleco la caja de cerillas, que no abandonaba nunca, ya que era un fumador rabioso. No la encontró. Buscó en los bolsillos del pantalón y tampoco halló nada, con lo cual llegó al colmo su estupor.
—¡Buena la hemos hecho! —dijo mirando a Harbert—. Se habrá caído de mi bolsillo y la he perdido. Tú, Harbert, ¿no tienes nada, ni eslabón, ni nada que pueda hacer fuego?
—¡No, Pencroff!
El marino salió seguido del joven, rascándose la frente.
En la arena, en las rocas, cerca de la orilla del río, por todas partes buscaron con el mayor cuidado, pero inútilmente. La caja era de cobre y no hubiera podido escapar a sus miradas.
—Pencroff