La isla misteriosa. Julio Verne

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La isla misteriosa - Julio Verne Clásicos

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del curso de agua y por encima del sitio adonde llegaba la marea, los aluviones habían formado no una gruta, sino un conjunto de enormes rocas, como las que se encuentran con frecuencia en los países graníticos, y que llevan el nombre de “chimeneas”.

      Pencroff y Harbert se internaron bastante profundamente entre las rocas, por aquellos corredores areniscos, a los cuales no faltaba luz, porque penetraba por los huecos que dejaban entre sí los trozos de granito, algunos de los cuales se mantenían por verdadero milagro en equilibrio. Pero con la luz entraba también el viento, un viento frío y encallejonado, muy molesto. El marino pensó entonces que obstruyendo ciertos trechos de aquellos corredores, tapando algunas aberturas con una mezcla de piedras y de arena, podrían hacer las “chimeneas” habitables. Su plano geométrico representaba el signo tipográfico &. Aislado el círculo superior del signo, por el cual se introducían los vientos del sur y del oeste, podrían sin duda utilizar su disposición inferior.

      —Ya tenemos lo que nos hacía falta —dijo Pencroff—y, si volvemos a encontrar a Smith, él sabrá sacar partido de este laberinto.

      —Lo volveremos a ver, Pencroff —exclamó Harbert—, y, cuando venga, tiene que encontrar una morada casi soportable. Lo será, si podemos poner la cocina en el corredor de la izquierda y conservar una abertura para el humo.

      —Podremos, muchacho —respondió el marino—, si estas “chimeneas” nos sirven. Pero, ante todo, vayamos a hacer provisión de combustible. Me parece que la leña no será inútil para tapar estas aberturas a través de las cuales el diablo toca su trompeta.

      Harbert y Pencroff abandonaron las “chimeneas” y, doblando el ángulo, empezaron a remontar la orilla izquierda del río. La corriente era bastante rápida y arrastraba algunos árboles secos. La marea era alta. El marino pensó, pues, que podría utilizar el flujo y el reflujo para el transporte de ciertos objetos pesados.

      Después de andar durante un cuarto de hora, el marino y el muchacho llegaron al brusco recodo que hacía el río hundiéndose hacia la izquierda. A partir de este punto, su curso proseguía a través de un bosque de árboles magníficos que habían conservado su verdura, a pesar de lo avanzado de la estación, porque pertenecían a esa familia de coníferas que se propaga en todas las regiones del globo, desde los climas septentrionales hasta las comarcas tropicales. El joven naturalista reconoció perfectamente los “deodar”, especie muy numerosa en la zona del Himalaya y que esparce un agradable aroma. Entre aquellos hermosos árboles crecían pinos, cuyo opaco quitasol se extendía bastante. Entre las altas hierbas Pencroff sintió que su pie hacía crujir ramas secas, como si fueran fuegos artificiales.

      —Bien, hijo mío —dijo a Harbert—; si por una parte ignoro el nombre de estos árboles, por otra sé clasificarlos en la categoría de leña para el hogar. Por el momento son los únicos que nos convienen.

      La tarea fue fácil. No era preciso cortar los árboles, pues yacía a sus pies enorme cantidad de leña. Pero si combustible no faltaba, carecían de medios de transporte. Aquella madera era muy seca y ardería rápidamente; de aquí la necesidad de llevar a las Chimeneas una cantidad considerable, y la carga de dos hombres no era suficiente.

      Harbert hizo esta observación.

      —Hijo mío —respondió el marino—, debe de haber un medio de transportar esa madera.¡Siempre hay medios para todo! Si tuviéramos un carretón o una barca, la cosa sería fácil.

      —¡Pero tenemos el río! —dijo Harbert.

      —Justo —respondió Pencroff—. El río será para nosotros un camino que marcha solo y para algo se han inventado las almadías.

      —Pero —repuso Harbert—va en dirección contraria a la que necesitamos, pues está subiendo la marea.

      —No nos iremos hasta que baje —respondió el mariner—y ella se encargará de transportar nuestro combustible a las Chimeneas. Preparemos mientras tanto los haces.

      El marino, seguido de Harbert, se dirigió hacia el ángulo que el extremo del bosque formaba con el río. Ambos llevaban, cada uno en proporción de sus fuerzas, una carga de leña, atada en haces.

      En la orilla había también cantidad de ramas secas, entre la hierba, que probablemente no había hollado la planta del hombre. Pencroff empezó a preparar la carga.

      En una especie de remanso situado en la ribera, que rompía la corriente, el marino y su compañero pusieron trozos de madera bastante gruesos que ataron con bejucos secos, formando una especie de balsa, sobre la cual apilaron toda la leña que habían recogido, o sea la carga de veinte hombres por lo menos. En una hora el trabajo estuvo acabado, y la almadía quedó amarrada a la orilla hasta que bajara la marea.

      Faltaban unas horas y, de común acuerdo, Pencroff y Harbert decidieron subir a la meseta superior, para examinar la comarca en un radio más extenso.

      Precisamente a doscientos pasos detrás del ángulo formado por la ribera, la muralla, terminada por un grupo de rocas, venía a morir en pendiente suave sobre la linde del bosque. Parecía una escalera natural. Harbert y el marino empezaron su ascensión y, gracias al vigor de sus piernas, llegaron a la punta en pocos instantes, y se apostaron en el ángulo que formaba sobre la desembocadura del río.

      Cuando llegaron, su primera mirada fue para aquel océano que acababan de atravesar en tan terribles condiciones. Observaron con emoción la parte norte de la costa, sobre la que se había producido la catástrofe. Era donde Ciro Smith había desaparecido.

      Buscaron con la mirada algún resto del globo al que hubiera podido asirse un hombre, pero nada flotaba. El mar no era más que un vasto desierto de agua. La costa también estaba desierta. No se veía ni al corresponsal ni a Nab. Era posible que en aquel momento los dos estuvieran tan distantes, que no se les pudiera distinguir.

      —Algo me dice —exclamó Harbert—que un hombre tan enérgico como el señor Ciro no ha podido ahogarse. Debe estar esperando en algún punto de la costa. ¿No es así, Pencroff?

      El marino sacudió tristemente la cabeza. No esperaba volver a ver a Ciro Smith; pero, queriendo dejar alguna esperanza a Harbert, contestó:

      —Sin duda alguna nuestro ingeniero es hombre capaz de salvarse donde otro perecería. Entretanto observaba la costa con extrema atención. Bajo su mirada se desplegaba la arena, limitada en la derecha de la desembocadura por líneas de rompientes. Aquellas rocas, aún emergidas, parecían dos grupos de anfibios acostados en la resaca. Más allá de la zona de escollos, el mar brillaba bajo los rayos del sol. En el sur, un punto cerraba el horizonte, y no se podía distinguir si la tierra se prolongaba en aquella dirección o si se orientaba al sudeste y sudoeste, lo que hubiera dado a la costa la forma de una península muy prolongada. Al extremo septentrional de la bahía continuaba el litoral dibujándose a gran distancia, siguiendo una línea más curva. Allí la playa era baja, sin acantilados, con largos bancos de arena, que el reflujo dejaba al descubierto.

      Pencroff y Harbert se volvieron entonces hacia el oeste, pero una montaña de cima nevada, que se elevaba a una distancia de seis o siete millas, detuvo su mirada. Desde sus primeras rampas hasta dos millas de la costa verdeaban masas de bosques formados por grupos de árboles de hojas perennes. A la izquierda brillaban las aguas del riachuelo, a través de algunos claros, y parecía que su curso, bastante sinuoso, le llevaba hacia los contrafuertes de las montañas, entre los cuales debía de tener su origen. En el punto donde el marino había dejado su carga comenzaba a correr entre las dos altas murallas de granito; pero, si en la orilla izquierda las

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