La isla misteriosa. Julio Verne
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No podía resolverse, pues, la cuestión de si aquella tierra formaba una isla o pertenecía a un continente. Pero, a la vista de aquellas rocas convulsionadas, que se aglomeraban sobre la izquierda, un geólogo no hubiera dudado en darles un origen volcánico, porque eran incontestablemente producto de un trabajo plutoniano.
Gedeón Spilett, Pencroff y Harbert observaban atentamente aquella tierra, en la que iban a vivir, quizá largos años, y en la que tal vez morirían, si no se encontraban en la ruta de los barcos.
—¿Qué dices tú de eso, Pencroff? —preguntó Harbert.
—Que tiene algo bueno y algo malo, como todas las cosas —contestó el marino—. Veremos. Pero observo que comienza el reflujo. Dentro de tres horas intentaremos pasar y, una vez allí, procuraremos arreglarnos y encontrar a Smith.
Pencroff no se había equivocado en sus previsiones. Tres horas más tarde, la mar bajó; el lecho del canal que habían descubierto estaba formado por arena en su mayor parte.
No quedaba entre el islote y la costa más que un canal estrecho, que sin duda sería fácil de franquear.
En efecto, hacia las seis, Gedeón Spilett y sus dos compañeros se despojaron de sus vestidos, hicieron con ellos un hato que se pusieron en la cabeza y se aventuraron por el canal, cuya profundidad no pasaba de cinco pies. Harbert, para quien el agua era demasiado alta, nadaba como un pez y salió perfectamente. Los tres llegaron sin dificultad al litoral opuesto. Allí, el sol los secó rápidamente y volvieron a ponerse sus vestidos, que habían preservado del contacto del agua, y tuvieron una reunión.
Encuentran un refugio, las “Chimeneas”
Gedeón Spilett dijo al marino que le esperase allí, donde él volvería, y, sin perder un instante, remontó el litoral en la dirección que había seguido algunas horas antes el negro Nab. Después desapareció detrás de un ángulo de la costa, pues estaba impaciente por saber noticias del ingeniero.
Harbert hubiera querido acompañarlo.
—Quédate, muchacho —le dijo el marino. —Hay que preparar un campamento y ver si se puede encontrar para comer algo más sólido que los mariscos. Nuestros amigos tendrán ganas de comer algo a su regreso. Cada uno a su trabajo.
—Preparado, Pencroff —contestó Harbert.
—¡Bien! —repuso el mariner—. Procedamos con método. Estamos cansados y tenemos frío y hambre; hay que encontrar abrigo, fuego y alimento. El bosque tiene madera; los nidos, huevos; falta buscar la casa.
—Bueno —respondió Harbert—, yo buscaré una gruta en estas rocas y descubriré algún agujero en donde podremos meternos.
—Eso es —respondió Pencroff—. En marcha, muchacho.
Y caminaron sobre aquella playa que la marea descendente había descubierto. Pero, en lugar de remontar hacia el norte, descendieron hacia el sur. Pencroff había observado que, a unos centenares de pasos más allá del sitio donde habían tomado tierra, la costa ofrecía una estrecha cortadura, que sin duda debía servir de desembocadura a un río o a un arroyo. Por una parte, era importante acampar en las cercanías de un curso de agua potable, y por otra, no era imposible que la corriente hubiera llevado hacia aquel lado a Ciro Smith.
La alta muralla se levantaba a una altura de trescientos pies, pero el bosque estaba liso por todas partes, y su misma base, apenas lamida por el mar, no presentaba la menor hendidura que pudiera servir de morada provisional. Era un muro vertical, hecho de un granito durísimo, que el agua jamás había roído. Hacia la cumbre volaban infinidad de pájaros acuáticos, y particularmente diversas especies del orden de las palmípedas, de pico largo, comprimido y puntiagudo; aves gritadoras, poco temerosas de la presencia del hombre, que por primera vez, sin duda, turbaba su soledad. Entre las palmípedas, Pencroff reconoció muchas labbes, especie de goslands, a los cuales se da a veces el nombre de estercolaras, y también pequeñas gaviotas voraces, que tenían sus nidos en las anfractuosidades del granito. Si se hubiera disparado un tiro en medio de aquella multitud de pájaros, hubieran caído muchos; mas para disparar un tiro se necesitaba un fusil, y ni Pencroff ni Harbert lo tenían.
Por otra parte, aquellas gaviotas y los labbes eran muy poco nutritivos y sus mismos huevos tienen un sabor detestable.
Entretanto, Harbert, que había ido un poco más a la izquierda, descubrió pronto algunas rocas tapizadas de algas, que la alta mar debía recubrir algunas horas más tarde. En aquellas rocas, y en medio de musgos resbaladizos, pululaban conchas de dobles valvas, que no podían ser desdeñadas por gente hambrienta. Harbert llamó a Pencroff, que se acercó enseguida.
—¡Vaya! ¡Son almejas! —exclamó el marino—. Algo para reemplazar los huevos.
—No son almejas —respondió el joven Harbert, que examinaba con atención los moluscos adheridos a las rocas—; son litodomos.
—¿Y eso se come? —preguntó Pencroff.
—¡Ya lo creo!
—Entonces, comamos litodomos.
El marino podía fiarse de Harbert. El muchacho estaba muy fuerte en historia natural y había tenido siempre verdadera pasión por esta ciencia. Su padre lo había impulsado por este camino, haciéndole seguir los estudios con los mejores profesores de Boston, que tomaron afecto al niño, porque era inteligente y trabajador. Sus instintos de naturalista se utilizarían más de una vez en adelante, y, desde luego, no se había equivocado.
Estos litodomos eran conchas oblongas, adheridas en racimos y muy pegadas a las rocas. Pertenecían a esa especie de moluscos perforadores que abren agujeros en las piedras más duras, y sus conchas se redondean en sus dos extremos, disposición que no se observa en la almeja ordinaria. Pencroff y Harbert hicieron un buen consumo de litodomos, que se iban abriendo entonces al sol. Los comieron como las ostras y les encontraron un sabor picante, lo que les quitó el disgusto de no tener ni pimienta ni condimentos de otra clase.
Su hambre fue momentáneamente apaciguada, pero no su sed, que se acrecentó después de haber comido aquellos moluscos naturalmente condimentados. Había que encontrar agua dulce, y no podía faltar en una región tan caprichosamente accidentada. Pencroff y Harbert, después de haber tomado la precaución de hacer gran provisión de litodomos, de los cuales llenaron sus bolsillos y sus pañuelos, volvieron al pie de la alta muralla.
Doscientos pasos más allá llegaron a la cortadura, por la cual, según el presentimiento de Pencroff, debía correr un riachuelo de altos márgenes. En aquella parte, la muralla parecía haber sido separada por algún violento esfuerzo plutoniano. En su base se abría una pequeña ensenada, cuyo fondo formaba un ángulo bastante agudo. La corriente de agua medía cien pies de larga y sus dos orillas no contaban más de veinte pies. La ribera se hundía casi directamente entre los dos muros de granito, que tendían a bajarse hacia la desembocadura; después daba la vuelta bruscamente y desaparecía bajo un soto a una media milla.
—¡Aquí, agua! ¡Allí, leña! —dijo Pencroff—. ¡Bien, Harbert, no falta más que la casa!
El agua del río era límpida. El marino observó que en aquel momento de la marea, es decir, en el reflujo, era dulce. Establecido este punto importante, Harbert buscó alguna