La hiena de la Puszta. Leopold von Sacher-Masoch
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Anna abandonó inmediatamente su palco y regresó a su domicilio. Cuando el barón, como tenía por costumbre los días en que ella no acudía a la representación, fue a su domicilio encontró a su amada llena de ira y resentimiento.
—Tienes buen gusto al venir a verme después de haber dejado a tu prometida, pero quiero que esto no vuelva a suceder. Tendrás que elegir entre ella y yo.
—¿Quién te ha contado eso? —dijo el barón con el rubor en las mejillas.
—No mientas. Te he visto con mis propios ojos —dijo ella con dureza.
—Has estado espiándome y con ello me comprometes, Anna.
—Creo que hasta hoy tú eres el único que me ha comprometido, miserable —contestó ella fogosamente.
—Yo no te forcé a nada, viniste a mí voluntariamente y si no hubiera sido yo quien te acogió hubieras encontrado a otro, pues es lo que acostumbran a hacer las personas de tu calaña. Con una mujer como tú, todo acaba más pronto o más tarde.
—De modo que me abandonas... ¿crees que soy mujer capaz de soportar ese trato?
—Si tratas de comprometerme, de dar algún escándalo —advirtió el barón en tono glacial—, se te cerrarán para siempre mi bolsa y mi puerta, ¡puedes creerme!
—Me río de tu riqueza —contestó la orgullosa Anna—. Sal inmediatamente de mi casa y no vuelvas a poner los pies en ella.
Y llevada de su rabia e indignación, se soltó el cinturón de cuero que adornaba su vestido y empezó a golpear al barón con poca habilidad, pero con evidente intención de castigarle el rostro.
Lo desordenado de sus gestos y la falta del cinturón que recogiera los pliegues de su túnica, hicieron que el cuerpo de la exaltada amante apareciera a intervalos íntegramente desnudo bajo la rica tela, mostrando ahora un orgulloso pecho o los muslos torneados y enfundados en medias oscuras.
El barón, excitado por aquel sugestivo espectáculo, por la belleza de Anna a la que la indignación acentuaba su atractivo, no pudo por menos que recibir los latigazos en estado de erección y el dolor del castigo muy pronto se confundió con la voluptuosidad del placer, haciendo que quedaran mojados los impecables pantalones de gala que lucía.
CAPÍTULO II
Seis meses más tarde, muy de mañana, Anna Klauer, que estaba al acecho, se acercó al barón Steinfeld en el momento en que éste salía del hotel Kärntner, en la calle del mismo nombre. El rostro de su ex amante palideció al verla mientras que sus rasgos se endurecían.
—Si tienes miedo a que te haga una escena en plena calle —advirtió la joven—, acompáñame hasta mi casa.
Éste obedeció porque, en efecto, lo que más temía era dar un escándalo en público.
Una vez que estuvieron entre las paredes donde tan apasionadamente se habían amado, el barón lanzó en derredor una mirada de profunda sorpresa. Los cuadros, los caros espejos y la mayor parte del lujoso mobiliario había desaparecido.
—No los busques —advirtió su antigua amante sarcásticamente—, los he liquidado uno tras otro para no tener que venderme yo misma o tener que mendigar. Me habías dado caprichos de princesa, añadió con amargura, y trabajar me pareció que era degradante.
Desabrochando su abrigo se ofreció sin máscara alguna ante los ojos del barón cuyos labios temblaban.
—Como puedes observar —dijo—, vamos a tener un hijo. Bajo ninguna otra circunstancia, después de lo sucedido entre nosotros, habría acudido a ti. Pero esto es diferente. Este hijo nos llena de compromisos tanto a ti como a mí. Y el primero de los tuyos es que me tomes como esposa.
Los ojos del barón centellearon.
—Hubiera debido esperar algo de este tipo. Ahora bien, debes saber que no cederé a la amenaza. Sin embargo, estoy dispuesto a ayudarte, a proporcionarte una renta...
—No quiero tu oro, cortó la joven, es a ti a quien quiero, y tu nombre para nuestro hijo.
El barón lanzó una carcajada cínica.
—¡Pero estás completamente loca! Nadie se casa con las chicas de tu clase. ¡De verdad creías seriamente que daría el nombre que llevo a una amante!
Desesperada por la crueldad de su antiguo protector y enferma ante la certeza de que su causa estaba perdida, Anna empezó a llorar desconsolada.
—¡Ten cuidado! —dijo al fin, después de haber recobrado la calma mediante un poderoso esfuerzo de voluntad—, puedo ser para ti una esposa fiel y tierna. Ninguna de las princesas o condesas que frecuentas es capaz de acariciarte, besarte y satisfacer todos tus vicios como yo sé hacerlo. Acuérdate...
El barón, exasperado por esta insistencia se limitó a alzar los hombros. Anna le retuvo aferrándose a uno de sus brazos.
—Me conoces —insistió con voz grave—, tengo carácter y no dejaré que me traiciones. Me vengaré.
Steinfeld se soltó violentamente.
—No tendrás nada y no te tengo ningún miedo. ¿Acaso imaginas que me he creído por un sólo instante esa fábula de que el hijo que esperas es mío?
Llena de rabia por ese desprecio cruelmente exhibido, herida en su orgullo, no pudiendo contener por más tiempo su natural violencia de carácter se abalanzó sobre el barón. A pesar de que éste dio un salto hacia atrás, las afiladas uñas lanzadas como zarpas le arañaron el rostro e hicieron aflorar la sangre.
—¡Lárgate! —gritó casi en el borde del histerismo—, ¡sal de aquí y de mi vida para siempre!
Steinfeld, satisfecho de dar por concluida la escena volvió la espalda y se fue sin lástima ni remordimiento.
Tres semanas después se casaba con la condesa Thurn en la catedral y la joven pareja, tras concluir la ceremonia, emprendía camino hacia París donde iban a pasar la luna de miel.
Anna Klauer, repuesta de su abatimiento inicial, hizo frente a la situación con la energía que le era característica. Había trazado ya en su mente todo un plan de actuación y estaba dispuesta a ejecutarlo hasta el fin con feroz determinación. Y, por supuesto, incluía éste la comisión de crímenes inexplicables.
Al día siguiente de la entrevista con su pérfido amante, Anna Klauer vendió el resto de su mobiliario y todas sus joyas. Únicamente conservó los costosos vestidos ya que pensaba que le serían de utilidad para la comisión de su plan. El producto de las ventas le reportó la considerable suma de sesenta mil gulden,2 colocándola al abrigo de cualquier necesidad.
Su primera compra fue un par de pistolas que destinaba a un uso preciso en su imaginación, pero que permanecía envuelto en el mayor misterio.
Escogió como retiro una modesta vivienda en los alrededores de Luxemburgo, en