La hiena de la Puszta. Leopold von Sacher-Masoch

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La hiena de la Puszta - Leopold von Sacher-Masoch Camelot

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había venido también en ayuda de la primera y se ocupaba diligentemente en deshacer el elegante nudo de cinta que mantenía cerrado la obertura de las bragas y permitía el acceso a la musgosa protuberancia del monte Venus.

      El hombre se tomó el tiempo necesario para descubrir de modo suficiente la salida que acababa de abrir. Por último, inclinó su rostro y lo hundió en el fragante vientre.

      Como amante consumado, con el fin de estar más cómodo y alcanzar hasta lo más profundo de la mujer, dobló las piernas de ésta y se deslizó por entre los muslos de manera que se le ofreciera entre los labios entreabiertos la vulva de donde procedía la humedad y que las pantorrillas reposaran en su espalda. De este modo, conseguía sin apenas fatiga y con el máximo de eficacia tener a la mujer a su merced, ofrecida, abierta, sumisa de antemano a todas sus caricias y a todo cuanto quisiera imponerle.

      Cuando puso sus labios sobre los otros labios de la baronesa, palpitantes y semejantes ya a un fruto abierto, un espasmo la sacudió por entero e hizo que avanzara su vientre como buscando la caricia que iba a seguir.

      —Amor mío —gimió con un tono de voz ardiente, inimitable y que hirió la sensibilidad de la espectadora como si fueran arañazos.

      Durante mucho rato, con las manos cruzadas tras la cintura que él asía como si se tratara de una sandía, estuvo devorándola, chupándola, lamiéndola, despertando sin cesar, y cada vez más violentos, toda una serie de estremecimientos en su dulce víctima a los que ésta agregaba ruidosos suspiros y ardientes gemidos.

      Jadeante ella también, pero de rabia, Sarolta, como experta en la cuestión, sintió subir la alegría que inundaba a la mujer enemiga. Por ello, cuando la joven esposa lanzó un grito coincidente con el placer que acababa de estallar en su interior, tuvo que contener el lanzar ella uno también mordiéndose la mano para sofocarlo y evitar así convertirse en eco de su voluptuosidad.

      El orgasmo que acababa de experimentar su compañera, pareció enloquecer al furioso succionador, que levantándose de un salto entre las delicadas piernas entreabiertas, sacó a la luz un tronco nudoso y tenso que la ex Anna Klauer conocía bien, pero que ahora le pareció más magnífico aún que en su memoria.

      Con la mano firme procedió a apuntar su arma y mediante un quiebro de sus riñones vigoroso e incluso podría decirse que violento, la hundió en el vientre de la mujer que esperaba la acometida haciendo ondular la pelvis entre arrullos en todo semejantes a los de una paloma feliz.

      Con el espíritu sobreexcitado y la carne al rojo vivo, Sarolta vio desaparecer en la suave espesura y hasta la empuñadura, la espada del atacante.

      Copularon ante sus ojos con ese balanceo complementario que tan sólo conocen los buenos amantes, atentos a conseguir el placer en común. Durante este rapto voluptuoso y que parecía no acabar jamás, nada escapó de la mirona, ningún jadeo, ningún gemido, ninguna de las palabras descarnadas con las que se regala la voluptuosidad ascendente. Pudo anticipar, incluso, el momento mismo en que descargaban su felicidad y apercibirse de que iban a hacerlo a la vez.

      Efectivamente, gozaron los dos al mismo tiempo. Él con enorme violencia, con un poderoso estirón de los miembros y los riñones y ella, con más suavidad, internamente, con una entrega total, abandonándose por completo al transporte amoroso.

      —¡Oh! ¡qué maravilla! —exclamó ella.

      Y desde luego lo parecía. Sarolta llegó al límite de su aguante y le pareció que el pecho se le desgarraba. Maquinalmente, sin casi saber lo que estaba haciendo (pese a que, evidentemente, esa era la intención con que había llegado hasta allí), sacó del bolso las pistolas y pasó sus yemas ardientes por el frio metal del arma. Rápidamente, con sólo una ojeada a su objetivo, los dedos oprimieron el gatillo y salieron dos disparos consecutivos. Aún alcanzó a ver como Steinfeld se desplomaba sobre su compañera a la vez que lanzaba una sorda exclamación.

      La asesina huyó veloz sin saber si la segunda bala, que había destinado a la mujer que más odiaba en el mundo, había alcanzado su objetivo.

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