Baila conmigo. Susan Elizabeth Phillips

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Baila conmigo - Susan Elizabeth  Phillips

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mucho —añadió Ian mientras desaparecía por las escaleras—. Estaré en el estudio.

      Tess miró a su alrededor; la habitación estaba llena de luz. Era como si Bianca nunca hubiera estado allí. No había chanclas abandonadas junto a la puerta principal. Nada de revistas de moda, botellas de agua medio vacías ni envoltorios de barritas energéticas esparcidos por todas partes. Su mirada se posó en la puerta cerrada del dormitorio.

      Tarde o temprano tendría que entrar. Si no se enfrentaba a eso ya, no podría pensar en otra cosa. Mientras Wren dormitaba en el portabebés, Tess se acercó a la habitación. Respiró hondo y luego giró la manilla.

      La cama había desaparecido; las cortinas, arrancadas de las ventanas. La alfombra había dejado paso a los suelos de madera desnudos. Y el resto… Era como si Ian hubiera trasladado sus sentimientos a esas paredes, antaño de un color gris claro.

      Formas arremolinadas cubrían todas las superficies en una paleta que iba desde el tono blanco hollín y el gris fangoso hasta el marrón ahumado y el blanco hueso. Había pintado giros y espirales, lazos y arcos. Algunas de las formas se enroscaban en el techo. Otras cubrían los zócalos y se derramaban por el suelo. Era un paisaje mudo de dolor, con todas las trampas y enredos que ella conocía tan bien.

      —Todo está aquí… —susurró las palabras para sí misma y para Wren—. Cada emoción… —Se le hizo un nudo en la garganta—. Cada… sentimiento.

      —Fuera. —Él habló desde detrás de ella con la voz ronca.

      Tess se recompuso y se dio la vuelta.

      ***

      A diferencia del caos de la habitación de abajo, en el dormitorio principal dominaba un ambiente tenue y ordenado, con paredes de un masculino color carbón y zócalos blancos que contrastaban. El sencillo mobiliario incluía una alfombra gris y blanca a rayas, una cama enorme con un robusto cabecero, una cómoda y un juego de mesillas de noche. Una lámpara de lectura cromada con formas curvas se ubicaba junto a un sillón, que contaba con un reposapiés a juego.

      Le había explicado a North en qué consistía el método canguro, lo importante que era el contacto piel con piel para los prematuros. Le había dicho que así se regulaba la temperatura corporal del bebé, se estabilizaba la respiración, se reducía la mortalidad infantil, etc., pero no estaba segura de que él la hubiera escuchado. Lo único que no le había mencionado era lo agotador que podía ser.

      Afortunadamente, Wren no lloró cuando Tess la puso en la cuna de viaje que North había colocado al lado de la cama; un pequeño nido amarillo en que acurrucarse. La dejaría allí el tiempo suficiente para estirar la espalda y organizar un área para cambiarla encima de la cómoda.

      Abrió los cajones esperando que North hubiera vaciado al menos uno para las cosas de Wren. En cambio, encontró calcetines de leñador y bóxer de color negro y azul marino; todo simple y masculino, sin la osadía de su arte. Camisetas sencillas, vaqueros, un par de suéteres prácticos. Solo el sutil aroma a musgo, madera y cedro sugerían algo más exótico.

      Él había pedido de todo para Wren a una boutique carísima de Manhattan. Peluches de lujo, pañales caros, gorritos de bebé color pastel y unos calcetines más caros que cualquiera que Tess hubiera tenido nunca.

      Dejó las cosas de Wren encima del vestidor, comprobó que el bebé seguía respirando y se acercó a la ventana doble de la habitación. La pena le resultaba familiar. También la ira. Ambas emociones la habían cambiado. Ahora, mirando ese paisaje desconocido, se preguntaba quién podría llegar a ser sin la carga pesada de esas dos emociones.

      Le habían pasado tantas cosas últimamente que apenas había pensado en Trav. A pesar de la tensión de cuidar a Wren, a pesar de la culpa y el dolor que había asumido por la muerte de Bianca, estaba empezando a experimentar una extraña sensación de cierta calma. Y la novedad la hizo sentirse mareada.

      Por la ventana se divisaba el pequeño jardín de abajo. Había un par de sillas de jardín de madera y un banco de hierro forjados. Estaban a mediados de marzo, y los árboles aún no tenían hojas, pero la primavera de Tennessee llegaría cualquier día. ¿Volvería el jardín a la vida o habría que plantar algo? ¿Germinaría también algo dentro de ella?

      Los rayos de luz dorada del atardecer apalache se extendían por encima de los árboles, pintando el cielo de melocotón y púrpura. Se imbuyó de aquella belleza.

      —Mira eso, Wren —susurró—. ¿Lo ves?

      —Dudo que esté prestando atención —dijo North.

      Su repentina e inquietante presencia ocupó toda la puerta. ¿Qué vería él cuando miraba al mundo? ¿La había visto a ella?

      —Creía que se suponía que el bebé tenía que estar en el canguro portabebés —dijo en tono áspero.

      Así que sí la había escuchado.

      —Se ha aburrido. —Aquella respuesta le recordó que antes era una mujer divertida. Todos sus amigos lo pensaban. Y hacía reír tanto a Trav que a veces se atragantaba.

      North no se rio. Echó un vistazo al cambiador y a los objetos para el bebé que había encima de la cómoda.

      —Sacaré mis cosas de aquí.

      Como el dormitorio de abajo no tenía muebles, se preguntó dónde lo pondría todo. El estudio ocupaba la mayor parte del espacio del segundo piso. Tal vez se mudara allí.

      —¿Cuántos años tienes? —Lo vio cruzar hacia la cómoda.

      —Treinta y seis. ¿Por qué quieres saberlo?

      —Vi uno de tus grafitis en blanco y negro hace unos años, un autorretrato. Todavía lo recuerdo. No es que te halagaras a ti mismo, precisamente. —Era un año mayor que ella.

      —No era necesario. —Abrió el cajón del medio. El de los calzoncillos monocromáticos.

      —¿Por qué te retrataste de esa manera? —preguntó—. Más esqueleto que carne.

      —¿Tiene que haber una razón para todo? —Tomó el montón de ropa que había apilado en el cambiador y la dejó sola.

      ***

      Ian dejó sus cosas en el largo sofá morado del estudio. La habitación olía a la madera fresca de los estantes abiertos que había montado. Los amigos de Bianca habían diseñado también aquel espacio, con sus grandes claraboyas y ladrillos a la vista, como un segundo estudio, un lugar al que acudir cuando necesitaban inspiración para su negocio de decoración. Pero el aislamiento había demostrado ser más romántico en su imaginación que en la realidad, mientras que Ian solo anhelaba estar solo.

      Había añadido iluminación extra, estanterías y un gran sofá de terciopelo púrpura. Había instalado el equipo de ordenadores que utilizaba para proyectos de arte digital, que iban desde la creación de plantillas del tamaño de las paredes hasta el diseño de luces y puesta en escena de espectáculos gigantes, con los que había salpicado los rascacielos. Sin embargo, la manipulación gráfica que lo absorbía había perdido su encanto. Necesitaba hacer algo más. Algo…

      ¿Cómo coño se suponía que iba a descubrirlo con todo ese caos? Viendo lo que había allí, podría haber vuelto a Manhattan.

      Pensó

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