Baila conmigo. Susan Elizabeth Phillips

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Baila conmigo - Susan Elizabeth  Phillips

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las piernas…

      Se despertó sobresaltada de aquella pesadilla. Tenía el escote bañado de sudor. Parpadeó e intentó orientarse.

      Era de noche. El bebé yacía en la incubadora, acunada en un nido de mantas en forma de herradura con una vía intravenosa, una cánula pediátrica en las diminutas fosas nasales y algunos electrodos fijados al pecho. Como todos los bebés prematuros, parecía una rana.

      —Démosle veinticuatro horas —había dicho la enfermera—, y entonces podrás sostenerla.

      Pero Tess no quería abrazarla. No quería contaminarla más de lo que ya lo había hecho. Sin embargo, conocía el protocolo del hospital; todos los bebés necesitaban el contacto de la piel de sus madres, los prematuros todavía más. Pero es que Tess no era su madre. Esa pequeña no tenía madre y, ahora mismo, tampoco tenía padre. Su piel era la única con la que podía contar.

      Huyó de la UCI. El pasillo estaba desierto. Se apoyó contra la pared y se obligó a respirar. Tenía que hacer lo correcto.

      Los voluntarios del mostrador de información le facilitaron la dirección de un hostal que se encontraba a pocas manzanas de distancia. Cuando se registró, fue a la tienda más cercana y, con el dinero de Ian North, se compró un par de mudas de ropa y algunos artículos de higiene personal.

      Puso el despertador del móvil para que sonara exactamente una hora más tarde, aunque no pudo dormirse por miedo a volver a tener la misma pesadilla. Finalmente, se levantó, se duchó y volvió al hospital, donde se instaló de nuevo en un sillón cerca del bebé.

      Por la mañana, una enfermera sacó a la pequeña de la incubadora y le pidió a Tess que se desabrochara la ropa para que pudiera sentir su piel. Tess había hecho la misma petición a docenas de madres primerizas, pero a ella le temblaron los dedos en los botones.

      Colocó al bebé en la posición adecuada, sosteniéndola derecha contra su pecho, con la cabeza girada para que respirara. La enfermera las cubrió a ambas con una manta para darles calor.

      Era Bianca quien debería estar sosteniendo al bebé. O North. Y estaba ella.

      «Aquí no hay nada para ti, pequeña. No hay nada».

      ***

      Los siguientes días pasaron como en una nebulosa. Tess supo por las enfermeras que North les había facilitado un teléfono, pero no había contactado con ella. Llamó a Phish. El radio macuto del pueblo había estado trabajando, y todos sabían de la existencia del bebé y de la muerte de Bianca. Tess no le preguntó lo que pensaba la gente, pero Phish no era de los que se andaban con sutilezas.

      —Mira, Tess. Es lo único de lo que habla todo el mundo. Nadie sabía que eras comadrona, y ahora corren todo tipo de historias por el pueblo. La gente dice…

      —Ya me imagino lo que dicen. ¿La carretera está transitable?

      —Sí. ¿Quieres que vaya a buscarte?

      —No. Es que… tengo que quedarme aquí un tiempo.

      ***

      Tess comenzó a alimentar al bebé. Cada día la tenía en brazos más tiempo: el pajarito cubierto solo por un pañal mientras descansaba contra su piel desnuda, las dos bajo la calidez de una manta. El bebé tenía pelusa oscura bajo el gorrito de recién nacido. Tess siempre contaba las respiraciones de la criatura y escuchaba sus pequeñas protestas.

      Debería contratar a un abogado. No tenía licencia para ejercer en Tennessee, y estaba segura de que Ian North la demandaría. Tal vez la protegería la ley del buen samaritano del estado. O tal vez no. De todos modos, los honorarios la arruinarían, pero no tenía otra manera de protegerse.

      Un día llevó a otro. Phish la llamó varias veces. Había obligado a Savannah y a Michelle a que la sustituyeran, lo que seguramente las cabrearía aún más con ella.

      Había hablado con las enfermeras cuando sintió que lo necesitaba e intercambiado las palabras justas con la pareja que dirigía el hostal, al que solo iba a ducharse y a cambiarse de ropa. El resto del tiempo sostenía al bebé contra su pecho y pensaba en Bianca.

      Una semana después de su llegada, el doctor la informó de que a la mañana siguiente le darían el alta a la niña. Tess se sintió aterrorizada. Todavía no había visto a North. ¿Se dignaría siquiera a aparecer? ¿Y qué le pasaría a aquel indefenso pajarito si no lo hiciera?

      ***

      Los adornos, las plumas de pavo real y los cupidos de porcelana de aquel hostal victoriano lo asfixiaban. A Ian le gustaban los espacios grandes y diáfanos: altos muros de hormigón, grandes lienzos, horizontes vacíos.

      Buscó en el bolsillo un pañuelo de papel. El frío que estaba pasando no le molestaba mucho. Un resfriado tenía principio y final, y tarde o temprano desaparecería, a diferencia de otros desastres.

      Había pasado los últimos días en Manhattan. Bianca no tenía familia, pero sí muchos conocidos debido a su profesión. Él se las había arreglado para evitar sus preguntas sobre el bebé y había organizado un funeral conmemorativo.

      Se abrió la puerta principal del hostal.

      Tess se detuvo bajo el arco que llevaba al salón. Vestía vaqueros y un jersey blanco amplio; su pelo oscuro rizado flotaba libre alrededor de su cara. No llevaba maquillaje. Se la notaba cansada y demacrada. Pero viva. Funcional. A pesar de sus ojeras, su aspecto era sano y fuerte. Todo lo contrario que Bianca. Tess Hartsong era una criatura de la tierra, no del cielo. Dispuesta a desnudarse, a quedarse en ropa interior y a bailar llena de furia. Quería hacerla bailar para él, demostrar todas las emociones que no podía expresar. Sus ojos oscuros, de un intenso color violeta, lo atraían. Lo traspasaba con la mirada. Lo juzgaba. ¿Y por qué no debería hacerlo?

      Un solo movimiento en falso en aquel cuarto atestado de adornos y figuritas desataría un efecto dominó de desorden victoriano; así pues, tenía que seguir adelante con todo. Salir de allí.

      —Sobre lo que te dije en el hospital… —«No vayas a cagarla en esto también». Lo miró a la frente en vez de a los ojos. Tenía que perdonarla. Era lo más justo.

      Pero si la perdonaba, perdería su ventaja.

      ¿De verdad iba a intentar usar la culpa contra ella? El doctor había confirmado lo que Tess le había dicho sobre la causa de la muerte de Bianca, pero era necesario hacer una autopsia para estar seguros al cien por cien. Eso significaría cortar el cuerpo perfecto de Bianca. E Ian era el responsable de su muerte. No Tess, sino él mismo. Sin embargo, necesitaba algo de ella. Y la culpa era una herramienta muy poderosa.

      Miró la repisa de la chimenea, llena de relojes de cristal y cajitas esmaltadas, el espejo dorado y el reloj de mármol. Sus ojos se clavaron en un paisaje marino mal pintado de aguas turbulentas y cabos deformes.

      No podía hacerlo.

      —Lo que te dije en el hospital… fue injusto. Sé que no pudiste hacer más. —Se aclaró la garganta.

      —¿Lo sabes?

      North no podía lidiar con la culpa de Tess. Suficiente tenía con la suya. Nunca tuvo que haber cedido a las súplicas de Bianca para acompañarlo a Tempest. Debería haberse quedado con ella en la ciudad, pero su mujer se había mostrado tan inflexible…

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