Baila conmigo. Susan Elizabeth Phillips
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Читать онлайн книгу Baila conmigo - Susan Elizabeth Phillips страница 12
Cuando finalmente llegó al pueblo, la acera era una pista de hielo y casi se cayó al acercarse a La Chimenea Rota. La luz asomaba brillante por los empañados ventanales delanteros. A pesar del clima, o tal vez debido a él, había al menos diez personas en el establecimiento.
—Llegas tarde. —Savannah, con mallas y una camiseta demasiado grande, la esperaba impaciente tras el mostrador.
—Y buenas tardes para ti también. —Tess colgó el impermeable en el cuarto de atrás y se cambió las zapatillas empapadas y los vaqueros mojados por la ropa seca que había llevado consigo. Un viejo espejo publicitario de Campari le mostró su pelo enredado, tan alterado como el clima. Se lo recogió en una coleta y recuperó el expositor de condones de detrás de una mesa rota para ponerlo ante el público.
—Te vas a meter en problemas si Phish lo ve —comentó Savannah mientras recogía su abrigo para irse.
—¿Vas a decírselo?
—Tal vez… —Se rascó distraídamente la tripa de embarazada—. A los chicos no les gustan los condones.
Tess reprimió media docena de respuestas sarcásticas. Llevaba una semana exponiendo los condones, y la única persona que había protestado había sido Kelly Winchester. Había sucedido el día que Ian North había entrado en la tienda. Kelly era la líder social del pueblo y estaba casada con Brad Winchester, el senador estatal de la zona. Phish aún no le había dicho nada a Tess sobre los condones, así que suponía que la señora Winchester no debía de haber hablado con él; pero, por lo que Tess había aprendido sobre el poder de la familia Winchester, en cuanto la señora Winchester hablara con Phish, los condones desaparecerían.
Por ahora, consideraba la venta que había hecho el día anterior a un adolescente —un chico que luego había descubierto que era el hermano menor de Savannah— como una gran victoria.
Phish tenía razón sobre sus clientes. Entraba un flujo constante que iba dando partes sobre el empeoramiento del tiempo, noticias de que la autopista se había inundado y que el pueblo estaba oficialmente aislado. Todos parecían resignados.
—Pasa un par de veces al año —comentó Artie, el cliente al que se había negado a vender tabaco—. Normalmente en primavera, pero no siempre. —A pesar de su promesa de no volver a La Chimenea Rota cuando ella estuviera trabajando, había seguido apareciendo por allí.
—¿Recuerdas cuando tuvimos ese gran desprendimiento de rocas en la granja Ledbedder? —apuntó Fiona Lester, la dueña del hostal La Violeta Púrpura, mientras sacudía su abrigo de plumas.
—La peor fue aquella tormenta de nieve en 2015.
Otros clientes se unieron a la conversación.
—Las excavadoras tardaron dos días en despejar las carreteras. Y habrían tardado más si no llega a ser por Brad.
Tess aún no conocía al señor Winchester, pero sabía que el pueblo estaba orgulloso de tener a uno de los suyos en un escalafón tan elevado a nivel estatal. También había oído algunos comentarios de Phish sobre el control que Winchester ejercía sobre el presupuesto y los puestos de trabajos en la ciudad.
Incluso Courtney Hoover fue a La Chimenea Rota esa tarde. Courtney era la clienta que a Tess le caía peor. La joven, de veinte años, vivía en Tempest con su familia, pero trabajaba como recepcionista en un motel a unos cincuenta kilómetros. Su mayor ambición era convertirse en una influencer de Instagram, así que se pasaba todo el tiempo haciéndose selfis en posturas provocativas.
—Hola, Tess —dijo con su acento cálido y sensual.
—Hola, Courtney.
Ese día Courtney había embutido su envidiable figura en un vestido corto de falda de tubo y escote en V, y llevaba botas hasta los muslos. Se había maquillado con unos polvos brillantes que daban a su tez un extraño brillo iridiscente. Tess la miró mientras ella estudiaba el menú que estaba escrito en el espejo detrás del mostrador, aunque acabaría pidiendo un moka mediano, como siempre.
Tess se limpió las manos en el delantal.
—¿Qué te pongo? —Tess le hacía siempre el moka a Courtney exactamente como lo hacían Phish, Michelle y Savannah, pero Courtney se quejaba constantemente de que le echaba demasiado expreso, no tenía suficiente crema batida, el chocolate estaba rancio o lo que fuera.
—Tomaré un moka mediano. —El brillo de labios color caramelo de Courtney parecía tan resistente como el barniz marino—. ¿Has estado enferma, Tess? No tienes buen aspecto —añadió mirándola de forma crítica.
—Estoy fuerte como un roble —dijo ella—. Es solo que no soy guapa. —Mientras Courtney trataba de averiguar si lo había dicho en serio o no, Tess buscó la leche—. ¿Cuántos seguidores tienes ya? —A Courtney le gustaba que se lo preguntaran, y tal vez eso evitaría que se quejase del moka.
—Casi trescientos. Empezaron a seguirme cuatro más la semana pasada.
—Es impresionante.
—Es un trabajo más duro de lo que crees. —Se había puesto extensiones de pelo rubio—. Mueve el bol de los plátanos. Vamos a hacernos un selfi.
La única razón por la que Courtney quería un selfi con ella era para poder usar la etiqueta #LaBellaYLaBestia, pero Tess apoyó el codo en el mostrador mientras Courtney ensayaba su propia pose media docena de veces. Sin embargo, ninguna foto la satisfizo.
—Pues nada... Lo volveré a intentar cuando te hayas arreglado el pelo.
—Buena idea. —Tess le dio el moka. Courtney tomó un delicado sorbo y se quejó porque estaba demasiado salado—. Los ingredientes son los mismos —dijo Tess.
—Has cambiado algo. Está salado.
—¿Qué te parece si te lo cambio por un capuchino?
—Da igual. —Se dio la vuelta con un resoplido.
A las tres, se canceló la reunión de la Alianza de Mujeres de Tempest y el establecimiento empezó a vaciarse. A las cuatro, el aguanieve que arreciaba contra las ventanas se había convertido en una tormenta de hielo en toda regla. Se suponía que Tess debía mantener el local abierto hasta las cinco, pero al acercarse las cuatro y media y no aparecer clientes, giró el cartel para cerrar.
Tess pensó brevemente en la posibilidad de pasar la noche en la trastienda en lugar de enfrentarse a la montaña azotada por la tormenta, pero la perspectiva de hacerse una cama con cajas de cartón rotas y la colcha apolillada en la que había muerto el viejo labrador de Phish era aún menos atractiva que aventurarse a salir. Tenía una linterna, ropa relativamente abrigada y sentido común. Lo conseguiría.
Había echado sal en la acera frente a la tienda, pero un poco más allá era puro hielo, y tuvo que caminar apoyándose en las paredes de los edificios. La autopista estaba inquietantemente tranquila. No había camiones, motos ni coches con el tubo de escape trucado. La acera terminaba en El Gallo. Apenas veía el camino de grava inundado y, mucho menos, el sendero que llevaba a la montaña, pero, con la ayuda de su linterna, finalmente lo encontró y comenzó el ascenso.